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Filosofía desde la trinchera

 

La preocupación por la educación siempre ha sido una constante en mi vida. En primer lugar profesionalmente me dedico a ella y con ella me gano mis garbanzos, en esto sigo a los maestros sofistas. Pero no sólo soy profesor de filosofía, un funcionario, sino que también soy filósofo, lo que une la enseñanza con la pedagogía. La filosofía es comunicación, diálogo, es pensamiento en acción, y esto tiene lugar en el ámbito de la comunidad, el ágora, la plaza, hoy el aula. Y no confundo lo uno con lo otro porque ambas son parte de lo público. Todo filósofo que se precie es un pedagogo, no profesional, por su puesto, sino vocacional. El pensamiento para que se realice debe ser comunicado y en esto consiste el acto de la enseñanza. Pero el problema fundamental de la enseñanza hoy en día es la falta de autoridad. No me refiero a esa autoridad arcaica basada en la fuerza; sino a algo muy distintos que estos tiempos que corren casi que son incapaces de reconocer. La autoridad se basa en la excelencia moral e intelectual y, por esto, la actitud del discípulo-alumno debe ser la del respeto, pero no por miedo sino por admiración y búsqueda de saber y virtud; es decir por aumentar su excelencia a través de la comunicación de aquel que la posee. Pero la enseñanza ha quedado totalmente desvirtualizada, precisamente porque ya no se cree en la virtud. Los modelos morales son los que se transmiten por los medios de comunicación, y estos son los de la fama, el éxito, la individualidad egoísta y consumista, riqueza; en fin, la mediocridad más ramplona. Por otro lado, en el relativismo en el que hoy en día nos encontramos instalados se fomenta precisamente el que todo vale, de ahí que la autoridad del profesor-maestro, cae en la horizontalidad de que todos los valores y opiniones son iguales. El mal es un mal filosófico una crisis de valores que a mi modo de ver el poder político y económico utilizan para domesticar y aborregar a la ciudadanía.

 

            Por otro lado me preocupa ahora también, por mi propia situación personal la educación infantil, más concretamente de los hijos. Esto creo que es la mayor responsabilidad que puede tener una persona; y encima sin estar del todo seguro de si tu actuación tendrá consecuencias positivas o negativas. Quizás haya mucho más comportamiento innato del que creemos. Pero, en fin, independientemente de teorías filosóficas y psicológicas, los padres no tienen mas remedio que vérselas con la educación de los hijos que debe ser considerado como tarea y como el arte de conducir a un homo sapiens sapiens a ser una persona: un sujeto autónomo, libre y con capacidad de tener un proyecto de existencia. Pero la tarea es complicada y casi contradictoria. Los padres en el proceso de educación-socialización, tienen que sacar al niño de su estad de naturaleza. En la más tierna infancia el niño funciona sólo y exclusivamente por instintos, es una máquina de desear. La educación consiste en la domesticación de esos instintos, sin extirparlos. Es una educación, por tanto, de la voluntad, es decir, de la fuerza, o, de otra manera, de la virtud. Y el fin de esta educación es la inserción del niño en la sociedad; pero, ojo, sin que pierda su capacidad de autonomía. Lo paradójico, triste y a la vez sublime es que la relación entre padres e hijos es absolutamente asimétrica. Esa modernez del padre amigo es una soberana tontería que sólo ha producido niños caprichosos, sin voluntad y sin capacidad de tener una referencia de la autoridad que le guia y le ayuda a controlar su voluntad. Los padres, nos guste o no, somos la autoridad y, además, el referente moral. Tenemos que domesticar ese yo sin límites: egoísmo absoluto del niño, y hacerlo un yo social, un ser que existe en convivencia. Pero, por el hecho de que los padres son la autoridad, en el propio proceso de crecimiento y maduración del hijo se producirá el enfrentamiento con el padre, porque el hijo, ya joven, querrá ser sí mismo, tener sus propios criterios, gustos, aficiones, su personalidad. Y para ello tiene que negar la autoridad de la que procede. Ha vivido heterónomamente y ahora tiene que ser autónomo. El éxito de la educación del hijo es que en este proceso de maduración y crecimiento sea de verdad capaz de alcanzar la autonomía y la libertad y, con ello, poseer un proyecto de vida singular. Y ahí los padres hemos terminado nuestra obra y sólo nos queda aceptar esa independencia del joven y alegrarnos de que hemos hecho posible que un homo sapiens sapiens se haya convertido en persona. Contemplar esto debe ser nuestra alegría y nuestro amor al hijo. Pero a éste no le podemos pedir reciprocidad, por mucho que en nuestra vida hayamos sacrificado por él. Sólo podemos exigir respeto, como a todo el mundo y si hay empatía, cuidado y preocupación por los mayores-padres.

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