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Filosofía desde la trinchera

 

26 de febrero de 2010

Progreso y autoengaño

            El cielo y la tierra son implacables. Los seres de la creación son para ellos meros perros de paja. Lau Tzu

            Todas las religiones, casi todas las filosofías, una parte de la ciencia, atestiguan el incansable, heroico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente su propia contingencia. Jacques Monod.

            La obra de John Gray, Perros de paja es estupenda. Viene a analizar las falsas creencias de los hombres que anidan en un falso humanismo según el cuál el hombre es el centro de la naturaleza. Esta obra viene a confirmar mis tesis ahondando en sus análisis y en la profundidad argumentativa. Y las tesis que yo vengo defendiendo me llevan a un nihilismo naturalista que procede de la idea de la evolución. El hombre es un animal más de la naturaleza. Todo el error procede de la religión, pero tiene su raíz en la necesidad que tiene el hombre de autoengañarse con el motivo de dar un sentido a la existencia. La vida, nuestra existencia en tanto que individuos, incluso en tanto que especie, no tiene ningún sentido. Es fruto del azar y la necesidad. Nuestra existencia es contingente. Pero, curiosamente, somos seres inacabados o, dicho de otra forma, desadaptados al medio, de tal manera que nuestra conciencia de finitud nos lleva a la conciencia de la muerte. Y es esta conciencia de la muerte la que nos lleva a la búsqueda desesperada de un sentido de la existencia. La religión, la filosofía y la ciencia han sido los intentos fundamentales de dotar de sentido a la vida humana y a la humanidad. Pero todo ello no es más que el fruto del engaño. Para poder vivir necesitamos del autoengaño, sin el sentido lo que nos queda es el abismo de la contingencia. El hombre es un ser contingente de la naturaleza, como cualquier otra especie. La religión y el mito nos dieron un lugar especial en la naturaleza, intermediarios entre los animales y los dioses. Se nos dotó de un sentido y de una misión. Nuestra civilización occidental, basada en el mito del Génesis, nos convirtió en los reyes de la creación, dueños y señores de la naturaleza. Y nos ofreció una idea de la historia como progreso hacia la salvación. Y este mensaje ha pervivido, secularizado en la filosofía, la moral y la ciencia. Pero, si lo desmontamos, lo que nos queda es el nihilismo. Como diría Nieszche, no nos veremos libres de dios hasta que no nos veamos libres de la gramática.

            El hombre, entonces, es un animal más que pugna por su supervivencia. Aunque sí tiene sus peculiaridades. Si aceptamos, y yo lo hago, la tesis de Lovelock de Gaia, la tierra como un sistema de autorregulación, al modo de un organismo, entonces el hombre tiene un lugar especial. No me refiero a privilegiado. El hombre es fruto de la evolución, por tanto, de la contingencia, pero su carácter es depredador. Pero la depredación humana es asimétrica. El hombre destruye el equilibrio biológico. Es como un cáncer o como un virus. Lo que sucede es que el virus cuando mata al huésped, también muere. No será el caso éste de la tierra. La biosfera es más antigua y más fuerte que el hombre. La situación a la que nos está llevando el desarrollo humano es a la de colapso. La tierra no puede sostener a los miles de millones de personas. El daño que le hemos hecho es ya irreparable, no hay vuelta atrás, se puede paliar algo, pero la venganza de la tierra está en marcha. El cambio climático y las grandes catástrofes asociadas reducirán drásticamente la población humana al límite soportable por la biosfera. Éste es el final de nuestra civilización. Y estamos asistiendo al comienzo de esta agonía, aunque haya altos y bajos y recuperaciones. Nuestro error ha sido creernos seres privilegiados, primero desde el punto de vista de la religión y después desde la tecnociencia. Esto ha dado lugar a un falso humanismo antropocéntrico. El cambio tiene que ser hacia una visión ecocéntrica. Otra cosa es que el hombre pueda hacer esto. Somos animales depredadores que sobreviven a través de la destrucción del medio. Ése fue el cambio que representó el neolítico y que no tiene vuelta atrás.

            Pero, como digo, nuestra existencia sólo tiene sentido natural, es decir, ninguno, porque se reduce a la contingencia. Pero, claro, las religiones nos dijeron –sobretodo referido a la cultura occidental- que éramos seres especiales, que podríamos dominar la tierra y progresar, el centro. Y ésta fue la justificación ideológica de la acción del hombre frente a la biosfera. Y también el autoengaño que nos permitió vivir y conquistar-destruir la tierra. Y a la base de esta concepción antropocéntrica está la idea de progreso. El progreso no es más que un mito, como he argumentado en otras partes, pero es aún más es una creencia en la que se necesita creer. Esto es, que el hombre es un animal de creencias. Y ello quiere decir que, cuando abandonamos la religión no abandonamos la creencia. Seguimos creyendo en cosas, como el progreso de la humanidad a través de las ciencias y el progreso moral de la civilización. Pero todo ello es falso y autoengaño. Necesitamos creer en la creencia para poder seguir viviendo o soportar la nada del sinsentido y la contingencia. Somos seres finitos y contingentes y no lo aceptamos. Inventamos tablas de salvación. Por supuesto que ha habido un progreso tecnocientífico de la humanidad, esto es innegable, pero ello no tiene nada que ver con un progreso ético de la humanidad. Es más, el progreso tecnocientífico ha hecho posible la ampliación del mal en el hombre. Ha amplificado su capacidad de exterminio. Esto, por un lado, por otro, el progreso tecnocientífico no está asegurado. La ciencia puede desaparecer. El discurso racional para entender el mundo puede desaparecer; y más de una vez ha ocurrido en la historia. No está garantizado. Es más, en la situación de hoy en día estamos asistiendo a un declive del conocimiento racional científico que se está trasladando hacia lo pragmático, la mera aplicación que baila al son de los intereses económicos. Además, el propio desarrollo tecnocientífico ha hecho posible la superpoblación y la eliminación de la ecosfera, extinción masiva de especies, equiparable a la mayor de la historia de la tierra. Y esto significa que el desarrollo tecnocientífico nos aboca a la catástrofe. Pero los hay que se resisten a esta idea. Muchos piensan que es precisamente la tecnociencia la que nos salvará de nuestro propio cataclismo. Exigen más ciencia. Su error es el autoengaño de la idea de progreso. No hay progreso en nada. Hay creencia en el progreso. Y con la tecnofilia han aparecido las nuevas utopías del siglo XXI que nos prometen la inmortalidad y la supervivencia en otros planetas. Tonterías y supersticiones, religión y mito enmascarados de ciencia. Nada nuevo bajo el sol. Los utópicos de hoy en día no hacen más que repetir las utopías del renacimiento y el barroco basadas en el desarrollo del conocimiento científico de la época. Ilusiones, nada más. Poco se puede hacer con el fuste torcido de la humanidad, que diría Kant. Si la evolución tuviese una intencionalidad, lo cual no es más que un antropomorfismo, podríamos decir que el hombre ha sido un acto fallido. De la evolución ha surgido una especie que está acabando con tres cuartas partes de los seres vivos. Pero no podrá con todos. Gran parte de los seres vivos, entre ellos los insectos y las bacterias sobrevivirán. El hombre, como dice Margulis, no puede acabar con la vida sobre la tierra ni aunque se lo propusiera. Las bacterias y otros seres unicelulares sobrevivirían y todo comenzaría de nuevo.

            También se cree en un progreso moral y político de la humanidad. Que duda cabe que podemos hablar de progreso ético-político, pero es circunstancial, no es necesario, ni permanente, ni determinado por las leyes de la historia. Los progresos ético-políticos son invenciones del hombre para sobrevivir mejor, pero los retrocesos no son inevitables. Dos cuestiones hay que plantearse aquí. En los últimos decenios hemos asistido a una merma en los derechos éticos de la humanidad y en la calidad de nuestras democracias que han hecho del planeta un mundo más totalitario. Esto implica un retroceso. En segundo lugar, el supuesto desarrollo ético-político de la humanidad ha sido parcial y ha sido la justificación del imperialismo de los ricos sobre los pobres. Los países ricos hemos vivido en una burbuja a costa de los pobres a los que paulatinamente hemos ido empobreciendo. Los derechos humanos universales han sido los derechos particulares de los ricos para someter a los pobres. Una autojustificación y un autoengaño. El hombre no sólo ha aniquilado el medio en el que vive, sino que, también, para poder sobrevivir ha aniquilado a los otros. Y eso es lo que ha ocurrido a lo largo de toda la historia. Y el siglo veinte es el de los grandes genocidios porque ha sido el siglo en el que hemos contado con la mayor tecnología del crimen. El siglo XXI, cuando los recursos energéticos y alimenticios escaseen, no le irá a la zaga. Esto no es una profecía, no es más que una repetición de la historia desde el neolítico para acá. Así que no hay ninguna garantía de progreso ético de la humanidad. Ese progreso, cuando lo ha habido ha sido, circunstancial y limitado. Y, además, perfectamente reversible. Nuestra propia condición biológica nos convierte en depredadores. Toda moral no es más que la justificación del altruismo recíproco del que hablan los etólogos y sociobiólogos. Por eso sobre el siglo XXI se cierne una amenaza de nihilismo y fascismo. Tarde o temprano será la biosfera la que nos ponga en nuestro lugar. Tenemos que asumir nuestra contingencia, ésta es la única tabla de salvación que veo, y aprender y comprender que no somos nada más ni nada menos que cualquier otro ser de la naturaleza. Y que a la tierra y al universo le importamos más bien poco; es decir, nada en absoluto. Es necesario, pues, un giro ecocéntrico en nuestra conciencia si queremos sobrevivir, pero, por supuesto, ya nunca más como lo hemos hecho hasta ahora. El tiempo de la abundancia y del despilfarro empieza a tocar a su fin.

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