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Filosofía desde la trinchera

 

                                   30 de abril de 2010

 

                        Ilustración, religión y progreso.

 

            Estas tres ideas están íntimamente ligadas como bien demuestra John Gray en su obra. Pero hay que demostrar la relación que tienen entre sí estos conceptos. Porque parece algo paradójico que la ilustración, siendo la época en la que el discurso se dirige contra la religión, el siglo de la razón contra los oscurantismo, se ponga en pié de igualdad con la religión. Pero es, precisamente, la idea de progreso la que vertebra la relación entre religión e ilustración.

 

            En la ilustración se lucha contra la religión como forma de entender la realidad que se basa en la superstición. La base de la religión son los mitos. La religión a la que nos referimos es la monoteísta, concretamente a la religión cristiana. La ilustración proclama, en palabras de Kant, la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad es la ausencia de libertad. Por eso el lema de la ilustración es atrévete a saber, a pensar por ti mismo, a utilizar tu propia razón. De lo que se trata es de desenmascarar aquello que nos sume en el miedo y, por tanto, en el poder de la superstición. Nos dejamos gobernar (mandar) precisamente por miedo. Pero lo que nos promete la religión es la salvación y la felicidad, siempre y cuando obedezcamos. El esquema es bien sencillo. La historia del hombre es la historia de su salvación. La religión parte de un mito fundante que es el génesis y de una visión escatológica de la historia. La religión inventa, pues, el sentido de la historia. Para ello se apoya en una concepción lineal del tiempo. Hay un principio y un final de todo. Dios es el creador del mundo por su voluntad. Y su propia existencia nos garantiza la esperanza. Pero este mundo es un lugar de dolor y sufrimiento, un “valle de lágrimas”. Si obedecemos la ley de dios seremos salvados al final de los tiempos. Nada ocurre en vano. La justicia, a pesar del mal en el mundo,  se restituirá al final de los tiempos. Dios premiará a los buenos y castigará a los malos. Todo está atado y bien atado. El hecho de que exista dios y la historia sea la historia de la salvación del hombre da a nuestra vida el sentido que nuestra frágil naturaleza demanda. Y este sentido es el que nos salva de la nada de la existencia, de la ausencia de todo valor, del nihilismo, de la conciencia de nuestra propia naturaleza biológica. Somos seres absolutamente contingentes, tanto como especie, como individuos. Nuestra existencia es accidental. Podríamos no existir y todo seguiría igual. Pero la visión escatológica de la historia nos ofrece la esperanza. El ser humano necesita de la creencia. Y aquí es donde surge el gran problema.

 

            Somos seres finiitos, contingentes, limitados y conscientes de todo ello precisamente a partir del conocimiento de nuestra propia muerte. Y ahí es donde se alberga y anida la esperanza. El ser humano es un ser que necesita de la esperanza y de ahí que sea un ser de creencias. Y esto es lo que nos lleva a la equiparación entre la religión y la ilustración. Vamos a explicarlo. El papel de la ilustración a partir del uso de la razón fue desenmascarar los mecanismos que subyacen al poder y estos son los de la superstición. El hombre se doblega frente al poder porque tiene miedo. El miedo lo hace obedecer y creer. La ilustración desenmascara todo esto y a la religión como fuente de superstición. Por eso reivindica la razón como libertad. Pero el problema de la ilustración, al menos en su versión más dura -yo sigo considerándome un ilustrado, pero crítico- es que no se ve libre del esquema escatológico de la historia forjado por la religión. Lo que sucede es que el mensaje se seculariza. Ya no es dios el que da el sentido a la historia, sino la propia razón. Ya sea en su versión científica o política. Todos somos herederos entonces del mito histórico de la religión. La ilustración no nos ha librado de él, sino que lo ha secularizado. El progreso de la humanidad hacia una redención final, sea vía política o tecnocientífica y económica es imparable y se rige por la razón. Con este mensaje se salvaguarda la esperanza del hombre. Recuérdese que la esperanza, como la fe, son virtudes teologales. El hombre tiene esperanza en la medida en la que tiene fe en el progreso. De tal forma que podríamos decir que el mundo no ha sufrido ese proceso de desencantamiento tan atroz y rotundo del que hablaba Weber, porque el hombre sigue obedeciendo a un dios con sus múltiples caras, el dios del progreso. Y por eso no es un ser desesperanzado, sino con una esperanza renacida que lo construye a él mismo en un dios, porque el hombre obedeciendo a los dictámenes de la razón obedece al dios del progreso. De ahí que el hombre no sea capaz de ver sus propios límites y de ahí también su espíritu prometéico.

 

            Pero la verdad es muy otra, y va ligada a una visión más débil de la ilustración que pasa por la idea de Darwin, Feud, Nietszche, Ciorán, etc. la razón humana es limitada. Es un instrumento de adaptación al medio, no de salvación. La vida humana y la especie no tienen sentido más allá de la propia naturaleza. Son productos contingentes de la evolución. Los avances ético-políticos de la humanidad son circunstanciales y reversibles. Son conquistas parciales que con el tiempo desaparecerán, como lo hará el propio hombre, si bien merezca la pena luchar por ellas. El problema es cuando el progreso se absolutiza. Dos son las diferentes perspectivas desde las que se lleva esto a cabo. Una desde el poder y otra desde la contingencia del ser humano. El ser humano es un ser de creencias, por eso se deja embaucar fácilmente. Necesita de la creencia. Pero, a su vez, un ser de esperanzas. Necesita un futuro mejor. La contingencia de la vida lo asusta, no puede vivir en ese estado de desesperanza que viene caracterizado por el miedo. Y es el miedo el que lo obnubila y lo vuelve sumiso. Y es aquí donde aparece la dimensión del poder. El poder es dominación, y ésta se ejerce por el miedo. El poder otorga un sentido, un orden, ahora basado en la razón, política, económica y tecnocientífica. En definitiva se nos promete, a cambio de nuestra obediencia y sumisión, un mundo mejor. Una redención última de toda la humanidad. Pero el progreso a lo largo de dos siglos nos ha mostrado otra cara que la ocultamos porque el progreso no sólo es un engaño, sino un autoengaño. La muerte de cientos de millones de personas en su nombre. La historia está plagada de cadáveres que la idea de progreso ha arrojado a la cuneta del tiempo y el olvido. Primero fue la religión sacralizada, después, las religiones secularizadas. Pero, en última instancia, todo depende de la naturaleza del hombre, como seres conscientes de nuestros propios límites, lo cual nos hace albergar dos sentimientos contradictorios pero que se retroalimentan: el miedo y la esperanza.

 

            La única salida es el reconocimiento de nuestros propios límites. Que el progreso es parcial, fragmentario y contingente y depende de la frágil voluntad humana. Que la razón es limitada, que nos permite analizar y comprender, que nos libra de los engaños de la superstición y el miedo. Pero que ella misma ha de basarse en la confianza. La razón no puede ser absoluta. La historia es impredecible. Sólo podemos apreciar tendencias. Los ideales ético-políticos son guías de la acción del hombre, no realidades que se acaben imponiendo. Hemos de aceptar nuestra contingencia y nuestra naturaleza como un nuevo humanismo que debe desbancar al hombre del último lugar de privilegio, la historia. Nuestra misión, el nuevo humanismo, es un ecocentrismo. Recuperar nuestro origen e imitar su dinamismo, biomímesis, que lo llama Riechmann, en eso se debe forjar nuestro nuevo humanismo.

 

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