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Filosofía desde la trinchera

Probablemente vivamos una época en la que el escepticismo se confunda con el relativismo y el vacío. El escepticismo es una actitud intelectual que es la característica del filósofo. Es búsqueda. Su máximo representante es Sócrates. De ahí nace el pensamiento escéptico, de su sólo sé que no sé nada. Después Platón transformaría el pensamiento del maestro en lo que el llamó una filosofía verdadera. Se acabó el escepticismo y nos adentramos en el dogmatismo. El escepticismo es un sano método intelectual que nos cura del dogmatismo. Éste último se relaciona con el fanatismo y la violencia. Así, el escepticismo es una medicina contra los excesos del intelecto y presunción humana. El escepticismo es la conciencia de los límites, la sabiduría de que para el hombre está vedado el conocimiento absoluto y la certeza. El conocimiento, la ética, la política, la estética, es provisional. Pero aquí es donde surge el problema. Y es donde se confunde el escepticismo –sano antídoto- y método para alcanzar la felicidad, con la negación y el relativismo radical del posmodernismo.

 

            El escepticismo niega la posibilidad del conocimiento absoluto en todos los ámbitos del saber, pero eso no es lo mismo que el relativismo o el todo vale. Lo que el escéptico nos dice es que no podemos acceder a la certeza y a la verdad última, pero que sí tenemos mecanismos para huir del error. Es decir, que no todo vale. Sí podemos refutar lo que es falso. El escepticismo reconoce los límites del conocimiento humano. No podemos acceder a la verdad, porque nuestro intelecto tiene un límite: la inducción, ésta no nos permite un conocimiento definitivamente verificado, como mostrara Hume y después Popper. Pero si podemos refutar, vía deductiva, el conocimiento erróneo. Esto en lo que se refiere al conocimiento científico. No entramos aquí en la consideración de que la ciencia no es sólo búsqueda del saber, sino un complejo social, industrial, militar y como fin último el consumo. El análisis de esto es mucho más complejo. Pero, no acepto, como hacen los posmodernos, que de ello se siga la irracionalidad del saber científico y la equiparación con cualquier otro saber. Lo más que acepto es que la objetividad es construida, pero desde la universalidad humana. El irracionalismo y el nihilismo que se desprende del discurso posmoderno lo único que hace es alimentar el fascismo político y económico. Así que decíamos, que no podemos saber con certeza que es la verdad, la justicia, la bondad y la belleza. Pero tenemos mecanismo que nos dicen qué no es. En la verdad científica están muy claros. En el asunto estético, ético y político, son menos claros. Pero me voy a ceñir brevemente a estos dos últimos. No es posible el conocimiento de lo que sea el bien y la justicia. Es más, cuando se ha pretendido saber hemos caído directamente en los totalitarismos políticos. No hay un fundamento ni transcendental, ni trascendente del bien y la justicia. Tampoco unos derechos naturales inscritos en la biosfera. Lo único que tenemos es un argumento pragmático histórico para justificar la justicia y la bondad. Por eso, en la ética y en la política, es muy importante el escepticismo como terapia. El escepticismo, decíamos, se puede considerar una filosofía terapéutica que nos cura de nuestros excesos intelectuales y de la vanidad humana, así como del entusiasmo mesiánico-político que cautiva a algunos líderes y sojuzga a la masa deseosa de una liberación del sufrimiento. Decía que con lo único que contamos es con los argumentos pragmáticos-históricos y con el fundamento naturalista de nuestra biología. El hombre es un animal y nada más que un animal. La peculiaridad propia del hombre es el lenguaje simbólico que procede de una mutación genética. El lenguaje ha hecho posible la emergencia de una nueva realidad, no escindida de la naturaleza, que es la cultura. Y es esta cultura la que ha transformado el medio en el que vivimos y éste es el proceso de adaptación. Lo hacen todos los animales. El concepto de adaptación pasiva es erróneo. Nos adaptamos transformando el medio, pero esto todos los animales. Lo que ocurre es que el hombre es consciente de ello por el lenguaje y proyecta estas transformaciones. Decía Popper que la diferencia entre una ameba y Einstein es que éste es consciente de sus errores. La diferencia es de cantidad, no cualitativa. Somos seres sociales y, como tales, nos regimos por el principio del altruismo recíproco que tiene su base, para ser efectivo, en la empatía. Ésta es por tanto, la base de la moral: la empatía, ser capaz de ponerse en el lugar del otro, por un lado, y la teoría de la mente, ser capaz de pensar lo que el otro piensa. Esto unido a la etología, el altruismo recíproco, son las bases de la ética naturalista. Y a ello habría que sumarle la ética ecológica, siguiendo el principio de responsabilidad de Jonas. De todo ello ya hemos hablado en estos escritos.

 

            Por otro lado hay que hacer notar una precisión sobre el progreso moral y político. Nada hay que garantice tal progreso. El progreso hacia lo mejor debe ser una idea regulativa de la praxis política, no un fin en sí mismo. Lo mejor, a mi modo de ver, es lo más universal, sin que esto arrastre tras de sí las diferencias, como hace el pensamiento dogmático que acaba en totalitarismo. Así, el progreso, la confianza en tal, ha de concebirse como una actitud ética, no como una verdad ontológica. Y esto conlleva que en cada momento debemos luchar por mantenerlo. Visto desde esta perspectiva, la actitud que subyace a lo que vengo diciendo es la del escepticismo, la provisionalidad. Todo lo conquistado es provisional, además de estar sujeto a la crítica, resulta que pude ser falso y habrá que cambiarlo por otra cosa. La actitud escéptica es la de la provisionalidad, pero el escéptico no se regodea en ella, sino que busca superarlo por algo menos provisional. El pragmatismo ético-político se basa en encontrar modos de vida y de organización política que hagan el mayor bien a la inmensa mayoría evitando, por supuesto, el mal radical y los males de las minorías. El pensamiento político debe ser un pensamiento abierto y en construcción y debe partir de nuestra propia naturaleza y del reconocimiento de nuestros propios límites. Frente a esto, el posmodernismo, filosofía e ideología dominante, lo que predican es el relativismo radical, el todo vale. Y esto no es más que alimentar la dinámica del más fuerte. El posmodernismo se convierte en un dogmatismo, una creencia, una forma de valores y de ver la vida, una ideología en suma, que nos esclaviza y deja las manos libres al poder. El escepticismo, en cambio, es una actitud de crítica. El escéptico se sabe instalado en la provisionalidad, que la razón humana no da más de sí, pero sabe distinguir el grado de los errores y elige el menos pernicioso y es una vacuna contra los dogmatismos. El escepticismo, en suma, está es una actitud positiva de construcción. El posmodernismo es la actitud, o bien del vencido, o, peor, del cínico, en el sentido peyorativo del término. (En sus orígenes existe una comunidad teórica entre cínicos y escépticos, lo que los diferenciaba eran sus métodos, que tenían, a mi modo de ver, más que ver con el temperamento, que con el pensamiento.) Por eso se puede decir que cada filósofo tiene la filosofía que le corresponde. El pensamiento surge más de nuestras pasiones que de la razón.

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