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Filosofía desde la trinchera

Luis Gómez Llorente: Autonomía escolar: el riesgo de la privatización encubierta

La ambigüedad del mensaje

Autonomía significa en principio capacidad autonormativa. Ser autónomo es darse a sí mismo normas de conducta (auto-nomos). Lo contrario es la heteronomía; obedecer normas dadas por otro. Por tanto, autonomía es casi sinónimo de libertad, y de ahí la seducción y buena prensa del vocablo autonomía.

Pero enseguida que nos preguntamos por el sujeto y por el contenido de esa capacidad autonormativa, percibiremos los múltiples significados que adquiere el término en función de su contexto: Autonomía, si, pero ¿Quién es el sujeto que la detenta, que la puede ejercitar? – En nuestro caso, ¿es el propietario del centro privado? ¿Es el director del centro público, es la comunidad escolar? ¿A quien estamos dando más poder cuando hablamos de autonomía?

Autonomía, si, pero ¿Para qué? - ¿Para administrar mejor los recursos disponibles sin cortapisas burocráticas, así como el régimen de disciplina escolar?; excelente. ¿Para “ajustar” el currículo a la demanda del entorno?; cuidado, mucho cuidado, la autonomía en la definición del currículo puede derivar a la implantación de cribas selectivas. ¿Autonomía para seleccionar al personal docente de los centros públicos?; eso es el principio del fin del funcionariado.

Así, pues, desde el principio advertimos que bajo el atractivo señuelo de la autonomía pueden introducirse principios corrosivos para la escuela pública. Es preciso por tanto manejar con cautela el concepto y denunciar las propuestas de signo neoliberal que so capa de la autonomía tiende a privatizar la escuela pública.

La nueva y actual ofensiva a la escuela pública

Existen unas formas tradicionales de fomentar la escuela privada en detrimento de la pública, que consiste en la entrega de franjas completas de la enseñanza al sector privado, como ha ocurrido en gran medida con la enseñanza profesional no reglada, y mucho también con la educación de adultos. Otra es la financiación indiscriminada, vía conciertos, de los colegios privados, que ahora tendrán una expansión increíble con la enseñanza infantil, dada la desidia de las Administraciones públicas para satisfacer por sí mismas estas necesidades. La otra forma tristemente tradicional consiste en no dotar suficientemente las escuelas públicas, en tanto se toleran las contribuciones complementarias en las concertadas, con lo cual se favorece el trasvase intersectorial y la llamada “descremación” de los centros públicos que en algunas zonas devienen en ser guetos para inmigrantes.

Pero lo nuevo, que está pasando muy inadvertido, es la privatización encubierta del sector público, esto es: El sometimiento de la escuela pública a los intereses privados; al interés del empresariado y al interés individual de los particulares. Simultáneamente, la adopción en los centros públicos del modelo de gestión típico de la empresa privada, de lo que es emblemática la dirección gerencial.

Por el camino que vamos, los centros públicos sólo tendrán de público el rótulo, la titularidad formal. En el fondo, acabarán sirviendo a los mismos intereses y con muy parecidos procedimientos, que los centros privados. A eso es a lo que llamamos privatización encubierta de la escuela pública.

Esta vasta maniobra opera en tres direcciones fundamentales, perfectamente simultáneas y coherentes que enseguida analizaremos: a) La privatización del currículo. b) La mercantilización del sistema escolar. c) El modelo de gestión gerencial, y su corolario: La laboralización del personal docente.

Es importante adquirir una visión de conjunto sobre estos tres aspectos, dado que una característica típica de la actual ofensiva contra la enseñanza pública consiste en el carácter fragmentario y aparentemente inconexo de las medidas en las que se concreta, lo cual disimula el fin en que convergen y detiene el categórico rechazo que merecerían por parte del funcionariado docente.

La privatización del currículo

Se ha minimizado el concepto de autonomía escolar reduciéndolo a autonomía de gestión. Quieren hacernos creer que somos autónomos si en cada centro la dirección goza de “autonomía” para organizar los planes de trabajo que mejor cumplan los objetivos básicos preestablecidos desde arriba, pero nos ocultan de donde proceden en definitiva esos objetivos a cuyo servicio se pone la escuela.

Cuando se habla tanto de autonomía no suele plantearse la cuestión más radical, que no es otra sino la autonomía del saber y de la educación frente a otros poderes de la sociedad. En otro tiempo la batalla por la autonomía del saber y de la educación fue la lucha contra el clero, y a favor de la escuela laica. Hoy la nueva “religión”, que tiene incluso sus fanáticos, es el economicismo, y así como entonces todo tuvo que someterse a la teología, parece que hoy todo –incluso la educación- tiene que someterse a los dictados del productivismo.

Casi imperceptiblemente los contenidos de la enseñanza se van desplazando en dirección a los intereses del mundo empresarial. Se trata de un hecho verificable, aunque se oculte en el discurso pedagógico convencional al uso, que sigue retóricamente anclado en postulados humanistas, aunque por debajo avancen políticas educativas en sentido opuesto. La doctrina a la que obedece esa reorientación de la escuela puesta al servicio de imperativos mercantiles puede rastrearse en los documentos de las Conferencias y recomendaciones de los organismos internacionales que los tecnócratas de la educación toman como Biblia y paradigma de “modernización”.

Conforme a esa orientación, lo que correspondería en la actualidad al sector público de la educación, a todos los niveles, es la formación del “capital humano”, de acuerdo con unos precisos objetivos económicos. Es exactamente lo que pide el Comité Consultivo de Negocios e Industria de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), en un documento de trabajo que fue presentado en el encuentro de Ministros de la Educación realizado en Dublín el 18 y 19 de marzo de 2004: “A nuestro juicio, el Gobierno es el principal responsable en materia de formación inicial. Los empleadores y las empresas contribuyen trabajando con el gobierno y las instituciones educativas para asignarles objetivos claros en función de las necesidades del mercado” [Le Monde diplomatique, abril 2005].

Téngase en cuenta para interpretar en sus justos términos lo dicho, lo que los economistas entienden por “capital humano”: “El “stock” de conocimientos evaluables económicamente e incorporados al individuo” Esos son los conocimientos a los que se va dando paso prioritariamente.

Por su parte, de forma más apremiante, la Mesa Redonda de los Industriales Europeos (ERT), entidad subsidiaria de la Comisión Europea, Mesa que constituye un poderosísimo lobby de presión formado por 45 directivos de las empresas más importantes de 16 países, en su informe “Educación y competencia en Europa” (1989), ya afirmaba: “El desarrollo tecnológico e industrial de los negocios europeos requieren una acelerada reforma de los sistemas y programas educativos”, y en otro documento de 1995 (Education for Europeans: Towards the Learning Society) insiste: “La industria europea ha tenido que responder rápidamente a [los] cambios [de la globalización económica] para sobrevivir y seguir siendo competitiva [...] Pero el mundo de la educación es demasiado lento en reaccionar [...] En casi todos los países europeos hay una distancia creciente entre la educación que los ciudadanos necesitan para el mundo complejo de hoy en día y la educación que reciben [...] Es hora de lanzar un grito de alarma para alertar a la sociedad de esta inadecuación de la educación” (1).

A su vez, la preocupación por el valor productivo, cotizable en el mercado, de la educación recibida, se ha hecho patente en las familias, angustiadas por el futuro laboral de sus hijos en un mundo hipercompetitivo, como lo demuestra el hecho harto significativo de que una Universidad madrileña (Alfonso X el Sabio) haya basado su publicidad radiofónica para la captación de alumnado, durante el pasado mes de julio, en el eslogan “Nuestros profesores están vinculados al mundo de la empresa” [sic].

La creciente influencia del mundo de los negocios sobre la esfera educativa es difusa y patente a todos los niveles, pero en algunos campos se hace más explícita y directa, como en el de las nuevas tecnologías. Así, p.e., encontramos que: “La interpenetración de la Comisión Europea y los intereses privados muy lejos en este ámbito. Con el pretexto de la construcción de la e-Europa, se ha llegado incluso a que las empresas mismas elaboren los programas escolares y universitarios que son necesarios para la ampliación de sus propios mercados. El consorcio Career Space, que agrupa once grandes empresas del sector de los TIC, europeas y sobre todo norteamericanas (figuran en él Cisco Systems, IBM, Microsoft, Intel, pero también Philips y Siemens, entre otras) redactó en una publicación oficial de las Comunidades Europeas una “guía para el desarrollo de programas de formación”, que se proponía definir nuevos estudios universitarios de formación en los TIC para el siglo XXI” (2).

Todo lo cual parecería razonable si la necesaria conexión entre el mundo empresarial y el mundo de la enseñanza se limitara a contribuir en el diseño de la formación profesional específica, fijando de común acuerdo los perfiles y competencias profesionales más adecuados a las exigencias del mercado, a cooperar en la formación de los profesionales en régimen de alternancia, y/o a financiar determinados programas de investigación concertados. Pero resulta desmedida cuando se proyecta sobre el sentido total de la educación, así como cuando pretende inmiscuirse en el modelo institucional de los centros educativos.

Nadie cuestiona que la educación haya de contribuir a la formación de los escolares como futuros productores. Esto lo tuvo muy en cuenta la escuela pública desde sus orígenes; en cuanto que fue concebida como escuela para todo el pueblo, no impartiría una educación propia de la clase ociosa. Pero la escuela pública fue consciente también de que debía impartir a todos unos saberes que ni la empresa, ni la inmensa mayoría de las familias, les iban a suministrar: La visión científica del mundo; la comprensión objetiva de los fenómenos sociales, la formación ético-cívica, y la maduración de las facultades estéticas, aunque estos bienes no sean cotizables en el mercado laboral para el común de los mortales.

El problema, pues, reside en determinar, dentro del proceso educativo, en qué momentos se ha de priorizar lo uno y lo otro, la formación humana y la capacitación profesional, sin anticipar prematuramente ésta, y sin que la obsesión por adquirir conocimientos que produzcan una rentabilidad crematística lo invada todo, postergando de hecho los saberes que posibilitan el ejercicio racional de la libertad.

Desde el punto de vista económico, el conocimiento es una mercancía –“capital humano”- cuyo valor, como el de todas las mercancías esta sujeto a las fluctuaciones del mercado, y además una mercancía bastante perecedera, pues el vertiginoso ritmo de los progresos tecnológicos, y de las fluctuaciones del mercado, imponen a los pocos años la obsolescencia de los conocimientos adquiridos. De ahí el necesario reciclaje y la formación permanente. Únase a esto la volatilidad de los empleos, y la consecuente versatilidad laboral al que están sometidos los jóvenes de nuestros días.

Se explica por tanto que los empleadores requieran, sobre todo de la educación primaria y secundaria, el adiestramiento en los conocimientos instrumentales, mucho más que en los saberes substantivos. Lo que importa según ellos son los conocimientos que por su carácter formal –vacío- puedan servir, acompañados de una actitud de ductilidad o fácil adaptación a lo nuevo, para adquirir en su momento el conocimiento específico requerido a una determinada ocupación. Los empleadores están plenamente de acuerdo con ese lema tan de moda: Lo importante es “aprender a aprender”. Manejar con soltura los instrumentos de comunicación oral y escrita, así como los medios de acceso a la información. En el mejor de los casos, saber seleccionarla, ordenarla, y ser capaz de expresar su contenido, aplicándola al caso planteado.

Por supuesto, nadie niega la utilidad de esos conocimientos instrumentales, absolutamente imprescindibles no sólo para el empleo, sino también para poder vivir en plenitud el mundo actual. Pero siempre que su cultivo no entrañe descuido o decadencia de los saberse substantivos de carácter científico y humanístico, cuya defensa se tacha a veces erróneamente de academicismo trasnochado. Olvidan quienes así piensan que la posesión de esos saberes es lo que constituye el soporte de la autonomía moral del individuo, porque no se razona y se juzga con los datos que almacena el disco duro del ordenador, sino con las ideas que residen en la mente, y con los criterios sólidamente asentados en la propia reflexión.

El concepto del saber como emancipación de las conciencias que nos legó la Ilustración; el saber como liberación de la ignorancia, de la superstición, de la moral de la obediencia, haciendo posible la autonomía moral, así como cultivo de la sensibilidad, son los valores que la escuela pública se propuso hacer accesibles para todos, aunque no sean ciertamente valores crematísticos. Ese concepto de la educación integral es lo que se halla en peligro.

La mercantilización del sistema

El sistema escolar de un país está constituido por el entramado de instituciones escolares que prestan a la población el servicio educativo. Su estructura orgánica obedece a la estructura preestablecida del currículo escolar. En nuestra país tenemos un sistema de triple red en la enseñanza infantil, primaria y secundaria: Centros públicos, privados, y concertados. A nivel universitario, de doble red: Universidades públicas y privadas, aunque haya cierta financiación pública subrepticia de algunas Universidades privadas (cesión de terreno, becas, hospitales y servicios concertados, formación de su profesorado en los centros públicos, etc).

La mercantilización del sistema consiste en concebir la totalidad del servicio educativo como un gigantesco mercado, empezando por definir la educación como un producto más, como una mercancía que se compra y que se vende como la ropa, el calzado o los automóviles. De ahí que con pasmosa naturalidad se hable ya de “oferta educativa” y “demanda educativa”, terminología obviamente calcada del lenguaje mercantil.

Conforme a esa concepción los oferentes son los centros educativos, y los demandantes son los padres; en la edad adulta, los propios estudiantes que eligen el “producto educativo” que desean consumir.

Con arreglo a esa visión mercantilista de la educación –obviamente de raíz ultraliberal- la libertad de enseñanza consiste substancialmente en lo mismo que la libertad de mercado: Libre iniciativa y libre empresa del lado de la oferta, y libre elección del lado del demandante o consumidor.

La lógica que implacablemente se deriva de ese lenguaje exige que el oferente (los centros, la patronal) gocen de libertad suficiente para diversificar sus productos, dado que a mayor diversificación de la oferta educativa, mayor libertad de elección por parte del demandante o consumidor.

Dentro de toda esa concepción mercantilista de la educación, el principal resorte que impulsa la calidad del producto educativo no es sino la competencia. Los centros compiten entre sí disputándose la preferencia en la elección de los padres, quienes lógicamente elegirán lo mejor para sus hijos, y por tanto cada centro se esforzará en ofrecer los mejores productos para obtener a los mejores alumnos y las mejores familias.

La escolarización universal y la gratuidad universal (que los ultraliberales exigieron en su día bajo el formato del “cheque escolar”, aunque ahora se conformen con los conciertos), constituyen la gran coartada frente a las críticas sobre las desigualdades que lleva consigo un régimen basado en la competitividad y el mercado. Porque se supone que la universalidad de la escolarización, unida a su gratuidad, establecen “per se” la “igualdad de oportunidades”, a partir de la cual, el “mérito” o esfuerzo de cada uno [de los escolares estudiando, y de las familiar aportando libremente cuotas complementarias], legitima las desigualdades de hecho que se produzcan.

Ahora bien, no seríamos completamente veraces, si a ese cuadro trazado por la concepción mercantilista de la educación, no le agregásemos el hecho de que sus defensores, conscientes de los muchos flancos débiles que presenta, también aceptan algunos elementos correctores, o de “discriminación positiva”, tales como los planes de atención preferente a zonas de población deprimida, las intervenciones puntuales de educación compensatoria, la política de becas, e incluso un más o menos teórico servicio de asesoramiento a los padres para mejor orientarles en el ejercicio de la “libre elección” de lo más conveniente en cada caso para sus pupilos.

Hasta qué punto estas medidas contrarresten, o por lo menos atenúen, los efectos de un sistema en sí mismo segregatorio, y generador de desigualdades, depende de la voluntad política de cada Administración; de cuánto énfasis ponga en propiciar la diversificación de los centros, y cuánto interés ponga a cambio en las medidas compensatorias.

Cuanto antecede nos permite percibir claramente que el concepto de autonomía de los centros es la clave de todo este mecanismo: Sin autonomía para crear (libre iniciativa), sin autonomía para gestionar diversificando el currículo o producto que se ofrece (libre empresa), no hay posible comparación entre cualidades y calidades diferentes (libre competencia), ni por último se ofrecería diversidad de opciones al consumidor (libre elección). Es decir, la autonomía, interpretada con mentalidad empresarial [¿por qué no decir capitalista, que es su nombre?] resulta ser el eje del mercado educativo, o mercantilización del sistema escolar.

Pues bien, estas ideas, aunque nunca reconocidas en su crudo y coherente sistematismo, han ganado, o si ustedes quieren, se han infiltrado en muchas mentes que se consideran a sí mismas progresistas. Un cierto lenguaje con apariencia de modernidad, ha tenido mucho que ver con ese arrastre hacia un ideario que tiene tan nítido origen y cuño conservador.

Frente a toda esa concepción mercantilista es preciso comenzar negando la premisa mayor, y afirmar que la educación no es una mercancía, aunque no pueda evitarse que haya algunos mercaderes de la educación. Y si la educación no es una mercancía no tiene sentido hablar de mercado educativo, ni debieran describirse los hechos concernientes a la educación con la terminología de los mercaderes, oficio por cierto muy necesario y respetable, pero completamente distinto al de los maestros, profesores, o pedagogos.

Es aberrante concebir el hecho educativo como una mercancía, porque en la educación no se trafica con cosas, sino que se opera con algo sagrado como es la conciencia humana; es la formación de la conciencia, a cuyo desarrollo el educador contribuye aportando el depósito de saberes legado por la historia de la cultura.

Por algo la educación fue encomendada a los padres, y a los sacerdotes, dado que se suponía actuaban por amor a la verdad, y sólo por amor a sus hijos o discípulos. En la modernidad hubo que transmitir unos saberes que desbordaban los conocimientos de los padres, y en la cultura secular o laica, el papel de los sacerdotes quedó felizmente reducido al ámbito religioso, y por todo ello se crean las escuelas públicas, para que la sociedad asuma la función de complementar la educación paterna y eventualmente religiosa.

Ni la educación ha sido siempre negocio (los sofistas se desacreditaron porque cobraban por sus enseñanzas), ni la educación tiene por qué caer necesariamente dentro de la lógica mercantil.

Enfocar el hecho educativo como mercado de la educación es algo que degrada la enseñanza. Automáticamente se la somete a las leyes inexorables del mercado, a la forma de valorar y justipreciar las mercancías, y de orientar las inversiones. Se la somete a unos principios que fueron concebidos para optimizar la producción y el intercambio de las manufacturas, pero no para manipular los resortes organizativos de los que depende la formación de las conciencias, y la justicia del orden social en cuanto al reparto de los bienes esenciales.

Por el contrario, concebir la educación como servicio público, universal y gratuito, expresa el compromiso de la sociedad con todos y cada uno de sus miembros, materializando de este modo el mandato constitucional: “Todos tienen derecho a la educación”.

Servicio público implica que la Administración pública es la garante de su prestación, poniendo los medios adecuados para su realización efectiva. Lo cual no significa necesariamente estatalización absoluta de la educación, pues las entidades de origen privado que lo desean pueden contribuir a la prestación de servicio siempre que acepten las características imprescindibles de lo público, concertándolas con la Administración, sin pretender utilizar los fondos públicos como si fueran empresas privadas.

Lo que sí implica servicio público es un criterio de inversión y de rentabilidad completamente distintos a los que se derivan de las leyes del mercado. El criterio aquí no es el obtener el máximo lucro al mínimo coste, sino la satisfacción de unas necesidades individuales y sociales al mejor nivel de calidad que la sociedad en su conjunto pueda mantener.

Por eso, la ordenación lógica de un servicio público, como es la educación, no responde a las fluctuaciones del mercado, sino a una planificación racional de las necesidades objetivas de la población, y a una distribución igualitaria de los bienes, usando como medida el dar a cada cual según sus necesidades. Esto es, promoviendo en todo lo posible una mayor igualdad de resultados a base de enérgicas intervenciones orientadas a subsanar en los alumnos las desigualdades de origen.

Quienes al escuchar esto, servicio público de la educación, asignación de recursos conforme a una planificación racional, responsabilidad de la Administración que es quien tiene que garantizar la efectividad y la calidad del servicio .... temen por la libertad, y ven los fantasmas del totalitarismo, olvidan que fueron precisamente los hombres de la revolución liberal quienes inventaron ese modelo; lo que entonces se llamó “Instrucción Pública”. Y lo diseñaron de ese modo, precisamente de ese modo, para sustraer a la escuela de otro tipo de intereses y condicionantes, tales como el control ideológico del clero, o la condición económica y social de los progenitores.

Ellos quisieron una escuela nacional que fuera en verdad integradora u homogenizadora del cuerpo social, lo que no tiene nada que ver con uniformizadora en el plano ideológico, como lo demuestra que ellos mismos declarasen la más estricta neutralidad religiosa e ideológica del Estado en cuanto tal, a la vez que inventaban y garantizaban el ejercicio de la libertad de cátedra.

Precisamente por ello y para ello inventaron a la vez el funcionariado docente, a fin de que el maestro y el profesor pudieran ejercer de verdad la libertad de cátedra, sin quedar sujetos a la coacción explícita o tácita del empleador.

Quienes establecieron en la práctica los principios de la economía liberal para regular el tráfico de las cosas, tuvieron el talento de sustraer sin embargo el mundo escolar a la lógica del mercado, incardinándolo en el mundo de la razón, del interés público, y de las libertades cívicas. Son los neoliberales, infieles a sus ancestros, quienes pretenden deconstruir aquella obra de verdadero progreso.

Tampoco es contraria una razonable autonomía pedagógica a la concepción de la enseñanza como servicio público. Nadie sabe mejor que los propios docentes como adaptar el currículo –preestablecido en sus líneas maestras con carácter general- a las necesidades de sus alumnos, tanto en cuanto los métodos didácticos más apropiados en cada caso, como a la elección de materias optativas, e incluso a la selección del material escolar más idóneo. Nadie sabe mejor que los componentes de un claustro cual es la distribución ideal de los recursos materiales y humanos disponibles.

Pero la autonomía de los centros tiene un límite infranqueable que las Administraciones deben garantizar: So capa de autonomía pedagógica no se pueden diversificar los centros de tal modo que implique segregación del alumnado, haciendo unos para los más listos y otros para los peor dotados, cosa fácil de conseguir manipulando intencionalmente el currículo.

En esto conviene ser claros y tajantes, pues nos jugamos mucho ahora, cuando tenemos una población más heterogénea que en las décadas precedentes, y cuando es un interés público de primer orden amalgamar esa población mediante la convivencia desde los primeros años, y consiguiendo unos niveles formativos equiparables, así como la asunción generalizada de los principios democráticos en que se basa la paz social.

Seamos claros a fuer de inoportunos: Cada familia quiere para sus hijos un centro selecto. Cada claustro quiere para su centro los mejores alumnos. Lo uno y lo otro es perfectamente explicable y legítimo. Pero alguien tiene que velar por el interés general, y el interés general no consiste en aplicar criterios ni trucos selectivos. Hoy más que nunca necesitamos una escuela integradora, aún a costa de que sea un poco menos excelente.

Gestión gerencial y laboralización de los docentes

Con la brevedad que impone ya la escasez de espacio disponible nos referiremos por último al tercer aspecto de la ofensiva privatizadora, del que acabará resintiéndose gravemente el estatus funcionarial del profesorado, aunque muchos todavía no quieren darse cuenta.

Dicho en pocas palabras de lo que se trata es de ir modificando el modelo de gestión clásico de un establecimiento público, en el sentido de imitar el modelo propio de la empresa privada, esto es, el modelo gerencial.

Nosotros también quisimos que se modificara el modelo de gestión, pero en un sentido participativo. Nos molestaba del estatalismo la jerarquización, y llegamos a decir: “Es preciso liberar a la escuela del Estado y del patrón”. Por tanto, nosotros enfocábamos la modernización en dirección autogestionaria. Mayor autonomía sí, pero para la comunidad escolar; para el claustro dentro de sus funciones, y para el Consejo Escolar en lo que le es propio.

Sin embargo las cosas no van por ahí. Aquí nadie se atreve –por el momento- a rechazar abiertamente la participación por que se consideró como un avance hacia la escuela democrática, pero en la práctica todos los gobernantes, de todos los colores, la dejan languidecer, mientras que dan pasos positivos y decisivos en la dirección contraria.

Ahora, al socaire de los problemas de disciplina escolar, que indudablemente existen, lo que se hace es reforzar más y más la figura de la dirección y del equipo directivo, en claro detrimento de las facultades de los órganos colectivos de participación. Cuando la LOCE suprimió la elección del director, el progresismo puso el grito en el cielo, pero lo cierto es que el PSOE, al hacer la LOE no ha sostenido lo que propuso en sus enmiendas a la anterior Ley de Educación, sino que ha establecido un sistema híbrido conforme al cual, desvitalizada y moribunda la participación, será la Administración el factor más influyente para designar a los directores. Amén de reservar a las Administraciones la facultad de preestablecer el baremo de méritos que tienen que aplicar esas comisiones híbridas.

Por otra parte, y como si no guardara relación con esto, tenemos la tendencia a la “profesionalización” del director, revestida de argumentos tecnocráticos. La prolongación del mandato, y la elevación de emolumentos por el ejercicio del cargo, que se consolidan mediante una evaluación positiva llevada a cabo por la Administración.

Se habla del “liderazgo pedagógico” que debe ejercer la dirección, sin que se explique claramente su alcance. En alguna reunión de directores (véanse las referencias en el semanario Escuela) se ha solicitado que los directores pudieran nombrar a los Jefes de Departamento. En algún territorio autonómico ya se ha establecido que la dirección del centro determine el “perfil profesional” adecuado para la provisión de parte de las plazas de personal docente y servicios complementarios. Es innegable que no pocos vieron con simpatía aquello de la “categoría” de director que estableció la LOCE, cuando no se atrevió a resucitar explícitamente el extinto Cuerpo de Directores. Solo falta que el director tenga mano influyente para valorar los méritos profesionales de sus compañeros de claustro, ahora que se trata de perfilar la carrera docente, y de gratificar económicamente el grado de dedicación de cada uno.

Hay que estar ciego para no ver que todo eso excede con mucho del necesario refuerzo de las competencias del director –y del profesorado- en orden a la disciplina escolar, y que nada tiene que ver con la conveniente simplificación de los trámites burocrático-administrativos que actualmente sobrecargan al equipo directivo. Es precisa una torpe ceguera para no percibir que se va hacia un modelo gerencial que intenta aproximar el papel del director al del patrón en un colegio privado.

Ahora bien, concebida la gestión en plan empresarial, el funcionariado docente resulta contraindicado; aparece como un handicap de la escuela pública, pues a la hora de competir, el gestor de la privada maneja un personal más dócil, más versátil y sumiso, pues está sujeto a la eterna incertidumbre que se deriva de su condición laboral. Esto explica por qué, siguiendo esa lógica perniciosa se está empezando a socavar el estatus del funcionariado, empezando por el régimen de traslados y asignación de destinos.

La cuestión es grave, porque el funcionariado no es un régimen de privilegios, como frívolamente se dice, sino algo ideado para garantizar la neutralidad ideológica del Estado, y para asegurar el trato igual a todos los ciudadanos por parte de los servidores públicos. Tender hacia la laboralización de los docentes es otra forma de desnaturalizar la escuela pública.

La escuela pública puede funcionar de forma vertical jerárquica, que es lo antiguo, aunque ahora se nos presente con lenguajes encubridores, o de forma horizontal, democrática, que fue el camino emprendido al que de modo inconfeso se está renunciando.

El director ya era un primus interpares. Ahora se le quiere transformar en un escalón jerárquico, al que se le premiará si cumple un plan cuyos objetivos tienen el visto bueno de sus superiores en la Administración, y para exigirle más responsabilidad, se le amplía la autonomía de gestión del plan.

No es esa la autonomía que deseábamos. Lo que queríamos era mayor autonomía para las decisiones pedagógicas de los claustros, de los departamentos, y en definitiva del profesor en el aula. Lo que exigíamos era mayor autonomía para organizarnos con unos recursos que nunca llegaron en grado suficiente. Lo que queríamos era modificar el estatus funcionarial creando una carrera docente que justipreciara la dedicación de cada cual como resorte para hacer funcionar bien todo el sistema.

En resumen, si la prometida autonomía para lo que va a servir es para que cada centro someta más sus enseñanzas al dictado del mercado; para excitar la competición de los centros entre sí, y para derivar hacia la gestión gerencial, en verdad podemos decir que de la autonomía se ha hecho el caballo de Troya de la privatización encubierta.

Notas:

(1) The European Round Table of Industrialists. Education for Europeans: Towards the Learning Society. 1995, p. 6 (Citado por David Medina en su ponencia de las Jornadas sobre Neoliberalismo, autonomía y gestión escolar. FETE, 2006.

(2) CHRISTIAN LAVAL. “La escuela no es una empresa”. PIDÓS, 2004. pag. 180.

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