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Filosofía desde la trinchera

Hombres de leyenda

Por Fernando Clemente, filósofo.

 

Hace unos días fui testigo de una escena inolvidable en un centro escolar. Y no me sale decir eso de “centro educativo” porque “Educación”, entendemos, es una noble palabra que responde, más que a otro asunto, a la formación integral del individuo y no a la información memorística del alumno, y porque además, a la “Educación”, hay que guardarle el respeto que se merece por los vivos que aún se desviven intentando educar y, sobre todo, por los muertos que nos educaron sin manuales ni oposición; aquellos que nos enseñaron a distinguir que una cosa es educar y otra bien distinta es aprobar.

La cuestión es que esa mañana, el día de autos, uno sintió vergüenza, pena penita pena y mala hostia al ver y padecer a aquellos biznagos patanes boicoteando un acto, llamémosle cultural, y usurpando los pupitres que otros con más merecimiento y mayor interés de otras partes del planeta sí desearían ocupar. ¿Cuándo se va a enterar el respetable y los que velan celosamente por el respetable, desde sus proyectos de ley, Logses, Lodes y demás tómbolas, que hay niños que hacen diariamente kilómetros a pie y cruzan los caudalosos ríos de Sumatra para ir a una mísera escuela sin puertas ni ventanas? ¿Cuándo nos vamos a enterar que los pueblos ignorantes salen más caros que los educados, y que la Educación debe ser la más preciada e intocable Razón de Estado para que conceda salud mental y fuerza creativa a sus ciudadanos? ¿Cuándo nos vamos a enterar, mi amor, que un verso valdrá siempre más que un boletín? Pero nada, aquí nada, aquí hay barra libre. “¡Jefe, otra de gambas a la plancha, que paga mi cuñao!”.

Se trataba de una charla interactiva, con fotos y todo, que ofrecimos mi compañero visual y un servidor a unos que están matriculados en un instituto, y que ni son de la ESO ni son bachilleres ni son de la FP, pero que bien podrían estar rascándose las amígdalas debajo de un edredón en un centro de instrucción y recreo televisado, en vez de cobrar esa indigna y vergonzosa nómina mensual de mil y pico de eurazos que se chulean por la cara. El salón se llenó de estos encabritados muchachotes, de algunos abatidos profesores y de otros tantos alumnos respetuosos y resignados. La escena que presencié fue patética: bullicio constante de la mitad del salón para atrás, piernas colgadas y balanceantes en las butacas, chulería de garrafón y semblantes compungidos e impotentes de los docentes. Y entonces, el que subscribe, ante tal panorama desolador e insalvable, dejó de hablar para no maldecir, dio la espalda y se sentó para no provocar el rosario de la aurora, y cedió su turno de palabra al compañero, quien, acostumbrado a este tipo de personal enjaulado y de oratoria sorda, continuó como pudo y cerró el espectáculo entre vítores, berreos y algún que otro tartamudo aplauso.

Y desde que nos quedamos solos en el salón hasta la noche silenciosa de aquel memorable día, la imagen que uno conserva de la leyenda de la Institución Libre de Enseñanza me acompañó de manera involuntaria, como un acto reflejo frente a la desventura presenciada aquella mañana.

… Érase una vez que en este país hubo unos profesores legendarios que se inventaron otra manera de enseñar, otra manera de descubrir el mundo a los escolares. Corrían los tiempos de eso tan español como era la prohibición de la libertad y acatar los dogmas religiosos, morales y políticos bajo pena de expediente sancionador y de ostracismo profesional. Y aquellos maestros y pedagogos valientes que desobedecieron esas imposiciones, apelando a su heroica libertad de cátedra, fueron expulsados de la docencia pública y confinados a los extramuros de aquella España de Frascuelo. Estos proscritos eran catedráticos liberales y krausistas cuyos nombres hoy pocos recuerdan. Azcárate, Salmerón y el supremo partero español de mentes ajenas Francisco Giner de los Ríos resistieron durante años las embestidas del destierro y abrieron por su cuenta y riesgo una academia con una sola y virtuosa finalidad: reformar educativamente su reino, en cuyos dominios había menos bibliotecas y escuelas que dragones alados. ¿Qué pretendían nuestros rebeldes protagonistas con tan dignísima tarea? Pues, reconquistar como jabatos lo que aquel Estado de cerrado y sacristía les habían saqueado a ellos; que no era otra cosa que poder ejercer la enseñanza sin ningún tipo de coacción, como profesores que eran, y cultivar la libertad de pensamiento, como hombres libres que se sentían. Querían estos orgullosos maestros, en esa batalla, formar hombres no colegiales al peso. Y fue tal su empeño y su éxito que, pasados unos años, concretamente en 1876, el parlamento del reino reconoció la labor de estos sabios educadores permitiéndoles la creación de la Institución Libre de Enseñanza como una entidad educativa pública y aconfesional. Es entonces cuando estos caballeros de leyenda, que velaban armas por la ilustración de los hombres, y los discípulos que les sucedieron, emprenden aquella titánica y apasionante tarea de educar al pueblo estimulando el uso de la razón crítica y de la conciencia ética, abandonando la vieja y rancia instrucción memorística y abanderando la educación integral y sociocultural con una sola herramienta: la palabra socrática y partera del maestro. Y el resultado fue un tiempo de épicas victorias contra las tinieblas de la ignorancia y la fecunda presencia por estas tierras de ilustres científicos, filósofos y literatos. Hasta que una guerra civil y lo que vino después, y lo que sobrevino a este después también, acabó con todo aquel vergel…

Y pensar que hace justo ahora veinte años, en el mismo salón de aquel centro de enseñanza y ante bachilleres entregados entonces, unos comediantes sin subvención presentaron una deslumbrante obra teatral escrita por José Miguel López, heredera de aquella Institución Libre de Enseñanza. “¡Ah, La Educación! –declamaba Diógenes El Perro- ¡La más bella corona convertida ahora groseros cuernos de adulterador, en anteojeras para los nuevos asnos, en la estupidez que los tecnólogos del mañana enmarcarán en una orla… !”.

 

Fernando Clemente

Zafra, marzo 2013.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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