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Filosofía desde la trinchera

Cada vez creo más en la fuerza de las ideologías, ahora que dicen que han muerto, y, sobre todo, en las conspiraciones. Nunca pensé que un racionalista crítico como yo acabase defendiendo teorías conspirativas de la historia, pero es que los hechos son tozudos.

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La necesidad de un mesías, un salvador, un paraíso es connatural al hombre. Forma parte de la esperanza, pero esta esperanza, generalmente da lugar a la creación de infiernos en la tierra, las menos hace posible un avance ético-político de la humanidad.

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                               Teocracia o ley del aborto.

                Les suelo decir a mis alumnos que nuestra civilización se asienta sobre dos pilares: uno en Atenas, la filosofía y la ciencia y otro en Jerusalén, el origen del cristianismo que cuajaría definitivamente en Roma y éste sería un tercer pilar con su estado, su derecho, sus comunicaciones, su ciudadanía y su inmenso sincretismo. Pues bien, cae el imperio romano y retrocedemos ocho siglos. Llega una época de barbarie, oscurantismo, superstición, vasallaje y teocracia. Es decir que el fundamento de la ley social va a residir en la ley divina. Pues esto es lo que está ocurriendo en nuestra España en la que se aúna el dios mercado con el dios cristiano más reaccionario y sectario. Y lo digo por lo que está ocurriendo con el aborto y lo que llevamos soportando, en todos los gobiernos, y en todo el mundo, con la eutanasia.

                Hay varios errores que me gustaría señalar. El primero de ellos es la primacía que se da a la vida como valor fundamental. Es obvio que la vida es uno de los valores fundamentales. Es más, y no hay que confundir, la vida es el soporte de los valores y los bienes, en realidad, no es un valor en sí. Pero el cristianismo considera que la vida es un valor, es más, es un don divino. Es decir, que es un regalo otorgado por dios y que, por ende, no nos pertenece. De ahí que ni aborto ni eutanasia, ni suicidio asistido, ni cuidados paliativos. Pero el catolicismo tiene la vocación de universalidad, para eso se llama católico (universal) y pretende que su creencia, siempre particular, sea convertida en ley universal. Pues bien, a esto se le llama teocracia y es un atropello contra la libertad de conciencia, de creencia y de acción. Las leyes en una democracia deben ser abiertas, es decir, que dejen margen a las prácticas que se derivan de las creencias particulares, siempre que éstas no atenten contra la dignidad de la persona y contra la propia democracia. Porque la tolerancia también tiene sus límites que son, precisamente, los de la intolerancia.

                En segundo lugar, en el caso del aborto, se atenta contra el derecho de la mujer a decidir sobre su propia vida. Se antepone un “derecho” con fundamento teológico del no nacido, que ni siquiera es persona, aunque lo sea en potencia, sobre la persona real y en acto. Esto es una auténtica barbaridad moral. Es la pérdida de la dignidad de la mujer, de su autonomía y de su libertad. Es caer en la desigualdad entre hombre y mujer que la iglesia defiende y practica. La lucha por la igualdad ha sido ardua y ha dejado muchos cadáveres en la cuneta, como para que ahora, un gobierno pseudodemocrático, la tire por la borda. El fundamento de la ley no puede caer nunca del lado de la religión, sino de los principios éticos que animan el espíritu de los derechos humanos. Bastante tiene la mujer con sufrir la violencia de género, cuyo origen está también en la tradición cristiana que la considera inferior y posesión del hombre así como la vía de la entrada del mal en el mundo, como para verse ahora tutelada por un estado inspirado en el más rancio catolicismo. Un catolicismo que ha olvidado la ética evangélica.

                Una tercera observación es sobre el no nacido. ¿Quién es el gobierno y la iglesia a sus espaldas para permitir el sufrimiento atroz y de por vida de una persona? Esto sólo se puede entender desde el fanatismo, el sadismo y la hipocresía (claro porque los ricos, como lo han hecho siempre, se irán a abortar a otro país) Y esto es el resultado de anteponer la vida como valor supremo a la dignidad y la felicidad. Es lo mismo que ocurre con la eutanasia, aunque a ésta le dedicaremos otro escrito. La vida sin dignidad no merece la pena de ser vivida y uno debe ser libre de decidir si quiere seguir viviendo o no. Pero en el caso del no nacido no se puede ni siquiera plantear la cuestión. A éste se le obliga por ley a vivir en el sufrimiento. Y se condena a los padres a una existencia limitada al cuidado del hijo enfermo y sufriente. Doble condena, el cuidado permanente y soportar el sufrimiento de tu hijo. Cuando un hijo es todo lo contrario, es alegría, afirmación de la existencia, su cuidado es una proyección hacia el futuro, verlo crecer es ir vislumbrando su autonomía, que algún día, aunque nos duela, se hará total. Un hijo es libertad y dignidad. Pero la moral católica nos enseña la resignación, que en el fondo no es más que resentimiento.

Mi deseo a todas las mujeres en particular y a la sociedad en general de que esta ley nunca se lleve a cabo.

 

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Me encanta coincidir con los creyentes, pero esto sólo ocurre cuando no son fundamentalistas teológicos, sino seguidores de la ética evangélica. Al fin y al cabo, creyentes y ateos, procedemos de la filosofía griega y la religión cristiana. Esos pilares son irrenunciables por muy afilosófico o ateo que uno sea, o ignorante de la filosofía y la religión. Ambas forman parte de nuestro inconsciente colectivo o de la cultura.

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