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Filosofía desde la trinchera

Epílogo. La fortuna y la necesidad como condición de la felicidad.

            Cada vez considero más que la felicidad no es el objeto de la vida, sino, como he defendido muchas veces, la libertad y la virtud. Pero es el caso que sin un cierto bienestar la vida es imposible. Pero, incluso, no ya cultural y espiritualmente, sino desde el punto de vista más animal y biológico. Pero, claro, es que resulta que la felicidad, mejor llamarla bienestar, por ser la primera algo que tiene connotaciones religiosas y filosóficas, depende, en gran medida, de la fortuna, de la suerte. Es una lotería. Pero entonces entra en juego aquí el problema de la libertad. Si nuestra vida depende en parte de nuestra libertad, de las acciones que tomamos, las cuales tendrán sus consecuencias: viviremos más o menos bien o no (además de afectar al prójimo), entonces está claro que nuestro bienestar está, al menos, condicionado por la libertad. Pero, ¿y si como cada vez sospecho más, no es este el caso? Entonces estaríamos hablando de la inexistencia de la libertad, me refiero a la libertad que tenemos de constituirnos como personas, no a la libertad política, ésa es otra historia. Y si hay una ausencia de la libertad para construirnos, para habérnosla con nuestras circunstancias, que diría Ortega, entonces nuestro bienestar está en manos de otros factores. La fortuna, que decían los clásicos o los condicionantes causales que nos marcan las ciencias: desde la historia hasta la física. Es decir, que todo el conjunto de leyes que estas ciencias describen, muy importante señalar las neurociencias, condicionan lo que de alguna manera somos. Que, en definitiva, no es más que información. Y que la confluencia entre estas leyes y su entrecruzamiento es lo que hemos llamado fortuna, o suerte, o azar y sobre ello no tenemos ningún dominio. Estamos absolutamente sometidos.

            Esto me lleva a pensar en el sabio Spinoza, al que es el momento de releer, igual que a Cioran y de nuevo la tranquila sabiduría de los estoicos, que nos decía que todo se reducía a una única substancia, un único ser, absolutamente determinado, donde no cabe el azar y todo se reduce a la necesidad de la causalidad. Y esa sustancia es la sustancia infinita, o dios, o la naturaleza. Es la postura teológica-filosófica denominada panteísmo. Dios es la naturaleza o la naturaleza (el universo) es dios. Y esa substancia infinita tiene infinitos atributos, pero nosotros sólo percibimos dos (espacio y tiempo). Y, a su vez, cada atributo tiene infinitos modos de ser, que son los seres particulares que observamos en el universo. Pero en realidad todo es apariencia porque el ser es uno. En fin, de todo ello se deduce, por la vía de la necesidad, que todo está determinado y que la libertad no es más que apariencia. Por tanto, nuestro bienestar o malestar vendrá determinado o bien por el determinismo férreo, o por el azar ciego. Pero, si seguimos a Spinoza, o los sabios estoicos, entonces resulta que nuestra felicidad consistiría en la aceptación de nuestro ser. Y en ello consistiría nuestra libertad y la alegría de vivir. En aceptar lo inevitable, eliminar el deseo, identificarse con la ley universal del cosmos para diluirse en él. Algo, también, muy similar a la sabiduría budista.

            Todo esto está muy bien, pero lo que ahora me preocupa es que los que no somos sabios, sólo gente de a pie, como mucho filósofos, tomamos cada día decisiones que construyen nuestra vida, además de afectar a la de los que nos rodean y, a veces, decisiones radicales, en el sentido de que producirán un cambio radical en nuestra vida, quizás irreversible, casi siempre. Y estos son los dilemas con los que nos vemos enfrentados a veces. Y digo bien, dilemas, las dos o más opciones que se nos plantean son posibles. Y por ello los dilemas no tienen solución porque cualquier solución es viable. Los problemas, en cambio, tienen solución. En nuestra vida, en tanto que estamos constituidos éticamente, nos las tenemos que haber siempre con dilemas. Sólo la sabiduría y la prudencia nos pueden ayudar; pero, ¡son tan inalcanzables!

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