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Filosofía desde la trinchera

Indignación y resistencia.

 

            Si quereos cambiar el mundo, para empezar, es necesario indignarse, para ello, hace falta tener dignidad, considerarse un hombre, no mercancía. Y esto es lo que somos para los poderes. Y es necesario pensar esto muy en serio a la hora de votar. ¿Qué somos para nuestros representantes, personas o mercancías? Si somos lo segundo lo mejor es no votar. Voto en blanco. Una buena lección de educación para la ciudadanía, es decir, política, y ética, para nuestros representantes. Que no son más que eso, nuestros representantes. A los que es menester recordarles que no tienen el poder. Aunque tácticamente lo tengan, pero no les corresponde legalmente. El poder es del pueblo. Y es necesario que éste coja las riendas de su destino y se enfrente a la hipocresía, a la farsa, a la mentira, al engaño, a los halagos y participe críticamente, no interesadamente. El voto no es interesado, es de principios. La sociedad cambia cuando los ciudadanos son realmente tales. Cuando son vasallos no son más que la rueda de transmisión del poder totalitario y caciquil. La democracia, que no es ni mucho menos en lo que estamos, exige de ciudadanos. Exige de virtud pública, no de seguidores, fans, fanáticos, incondicionales, pesebristas, tradicionalistas, inconscientes, farsantes… quiere virtud pública, ejemplaridad, compromiso, pensamiento, autoconciencia, crítica, asumir el error. Señores, no estamos en democracia, estamos en una partitcoracia oligárquica. El ciudadano no es nada, salvo un instrumento en manos de los partidos. Nunca los partidos contarán con él, salvo en la campaña electoral, es necesario recuperar los ideales de la democracia, del poder del pueblo. Pero para ello es necesario desenmascarar la falsedad del poder y la connivencia de los ciudadanos. Hemos sido nosotros, conscientemente engañados, los que hemos permitido éste estado de cosas. No se puede permitir, desde la ética más elemental, que un albañil esté subido en un andamio hasta los sesenta y siete años y un diputado, sin ni siquiera calentar el sillón, a los siete años de “trabajo” tenga derecho a la pensión completa. No es de recibo que los ciudadanos, el estado, pague la crisis provocada por el capital y los banqueros y ahora repartan dividendos y a nosotros nos demanden apretarnos el cinturón. No es admisible que nuestros representantes políticos formen parte de corporaciones empresariales internacionales después de abandonar la política. Es necesario una regeneración política, ya. Y el ciudadano es el que en definitiva tiene el poder de poner y quitar. Si reducimos la democracia a su última expresión, podemos decir que ésta es la capacidad que el pueblo tiene de poner y quitar a los gobernantes sin derramamiento de sangre. Pero cuando el pueblo pierde esta capacidad es que es un súbdito, un vasallo, o, peor, un enchufado o un cliente del sistema. Que no nos engañen más con palabras bonitas de democracia y soberanía del pueblo. Mentira. Esto es una tiranía de los partidos y los ricos que viven en estrecha comunión. En nuestras manos está la capacidad de indignación y de recuperar la democracia, el poder del pueblo. Y a esto es a lo que se llama resistencia, lo que salvó a Europa del nazismo. Pero antes es necesario que recuperemos la virtud civil y saber que todos pertenecemos a la polis y que la virtud de ésta, la justicia, depende de la nuestra, la prudencia.

 

            Hace unos pocos días leía un librito de Staphane Hessel, y prologado por José Luís Sanpedro, ambos cuentan con 93 años a sus espaldas, que se llama “Indignaos”. No pretendo hacer ninguna reseña de este libro, es lo suficientemente corto y conciso como para que el libro sea su propia reseña. Sólo quiero arrancar desde esta obra magistral, de la ética y la política, mi reflexión. En primer lugar cuando veo a hombres que a esta edad en la que la mayoría estaremos muertos y que siguen luchando contra la injusticia y que no han perdido la capacidad de indignación, me embriaga una sensación de impotencia y de admiración. Yo no podría. O, acaso, yo no puedo, y a mi edad. Estos hombres son ejemplos, ejemplares de la ética civil, del compromiso del ciudadano con la polis. Uno a su lado se ve empequeñecido, pero aprende. Y aprende que lo último es la renuncia y la cobardía. A que la historia ha progresado no por leyes deterministas, no por la voluntad de los tiranos, no por las fuerzas de la economía, que no es más que la fuerza de unos pocos que ostentan el poder, sino por el esfuerzo ético de unos pocos. Por personas que han creído, precisamente en eso, en que somos personas, no cosas. Es a toda esa legión de luchadores morales a los que les debemos nuestra comodidad y bienestar. No se lo debemos al avance tecnocientífico, por sí sólo, éste necesita de la ética y la política, tampoco al avance del mercado, éste sin regulación ético-política, nos lleva a la barbarie. Se lo debemos a los que han apostado por la polis. Es decir, por la política, en su sentido originario griego: por el interés público. Y por eso este libro, que va dirigido a los jóvenes, es un revulsivo para la actualidad. Un nonagenario, redactor superviviente de los derechos humanaos, llama a los jóvenes a la indignación. Y ésta es la gran validez de su obra. La vejez y la experiencia de un hombre que vivió en un siglo atroz, convulso, genocida, pero, a la vez, triunfal porque fue capaz de proclamar los derechos humanos, que pide a los jóvenes que se indignen ante las injusticias actuales. Las injusticias actuales no son menos que las de hace unas décadas. Estamos asistiendo al triunfo de la mediocridad, de la mercancía frente al sujeto, de la barbarie frente a la ética, de la idiotez frente a la solidaridad y la inteligencia. Estamos ante la tecnobarbarie, hipnotizados por el poder de seducción de la tecnología, de los discursos vacíos. Y, mientras tanto, la maldad genocida impera en el mundo. Pero no sólo en el tercer mundo, que eso, hipócritamente, lo damos por hecho, para poder sobrevivir en nuestro estado de opulencia, sino en las sociedades del bienestar. Cada vez las diferencias entre ricos y pobres aumentan, cada vez la brecha tecnológica y digital es mayor. El acceso a los alimentos y al agua potable es más limitado, los recursos energéticos alcanzan su cenit. Y nosotros nos conformamos. Sólo queremos seguir consumiendo. Nuestra felicidad ha sido hipotecada. Sólo, quizás, la miseria nos salvará de nuestra ignorancia, egocentrismo e insensibilidad.

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