Epicuro a Heródoto: gozarse
Para los que no puedan, oh Heródoto, indagar cada cosa de por sí de las que he escrito acerca de la Naturaleza, ni estudiar libros voluminosos, hago este resumen de todo ello, a fin de darles un entero y absoluto memorial de mis opiniones y de que puedan en cualquier tiempo valerse de él en las cosas más importantes, caso que se dediquen a la contemplación de la Naturaleza. Aun los aprovechados en el estudio del universo deben esculpir en la memoria una imagen elemental de todo, pues más necesitamos de un prontuario general y memorial abreviado, que de las cosas en particular. Entraremos, pues, en él, y lo encomendaremos repetidas veces a la memoria, para que cuando emprendamos la consideración de cosas importantes concebidas antes, e impresas en la memoria las imágenes o elementos generales, hallemos también exactamente las particulares. Lo primero y principal en un aprovechado es poder usar diestramente de su discurso cuando se ofrezca, tanto en los compendios simples y elementales, cuanto en la contemplación de las voces. Ello es que no es posible sepa la inmensa muchedumbre de las cosas en general quien no sabe reducir a pocas palabras toda su serie y cuanto se halle tratado antes particularmente. Por lo cual, siendo útil a cuantos se dedican a la fisiología este método de escribir y amonestado muchas veces a ejecutarlo por los físicos, singularmente los dados a esta tranquilidad de vida, conviene formar éste tal cual compendio de los primeros elementos de las opiniones.
Primeramente, pues, oh Heródoto, conviene entender el significado de las voces, para que con relación a él podamos juzgar de las cosas, ya opinemos, ya inquiramos, o ya dudemos, a fin de que no resulte un proceso en infinito andando las cosas vagas e irresolutas, y no estemos sólo con lo vano de las voces. Es, pues, necesario lo primero atender a la noción de cada palabra, y ya nada necesita de demostración, pues tendremos lo inquirido, lo dudado y lo opinado sobre que nos aprovechemos, o bien conviene observar todas las cosas según los sentidos, simplemente según las accesiones, ya del entendimiento, ya de cualquiera criterio. En el mismo grado se hallan las pasiones; con lo cual tenemos por donde notar lo permanente y lo cierto.
Conocidas estas cosas, conviene ya ver las ocultas. Será lo primero, que nada se hace de nada o de lo que no existe; pues de lo contrario, todo nacería de todo sin necesitar de semillas. Y si lo que se corrompe no pasara a ser otra cosa, sino a la no existencia, ya todo se hubiera acabado. Pero el universo siempre fue tal cual es hoy, tal será siempre, y nada hay en que se convierta; pues fuera del mismo universo nada hay a que pueda pasar y en que pueda hacer mudanza. Esto ya lo dije al principio del Epítome mayor, y en el primero de los libros De la Naturaleza. El universo es cuerpo; y que hay cuerpos en todo, lo atestigua el sentido, estribando en el cual, es fuerza concluir de lo oculto por medio del raciocinio, como dije antes. Si no hubiese el que llamamos vacuo, el lugar, y la naturaleza intocable, no tendrían los cuerpos adonde estuviesen, ni por donde se moviesen, como es claro se mueven. Fuera de esto, nada puede entenderse ni aun por imaginación, comprensivamente, o análogamente a lo comprensible, como que está recibido por todas las naturalezas, y no como que se llaman secuelas y efectos de ello. [Esto mismo dice en el libro I De la Naturaleza, en el XIV, en el XV y en el Epítome grande.]
De los cuerpos, unos son concreciones y otros son cuerpos simples de que las concreciones se forman. Son éstos indivisibles e inmutables, puesto que no pueden pasar todos a la no existencia, antes bien perseveran firmes cuando se disuelven los compuestos, siendo llenos por naturaleza, y no tienen en qué ni cómo se disuelvan. Así, los principios de las cosas precisamente son las naturalezas de estos cuerpos átomos o indivisibles. Aun el universo es infinito e ilimitado: porque lo que es limitado tiene término o extremo: el extremo se mira por causa de otro: así, lo que no tiene extremo tampoco tiene fin; lo que no tiene fin es infinito y no limitado. El universo es infinito, ya por la muchedumbre de estos cuerpos, ya por la magnitud del vacuo: porque si el vacuo fuese infinito y los cuerpos finitos, nunca estos cuerpos reposarían, sino que andarían dispersos por el vacuo infinito, no teniendo quien lo fijase y comprimiese en sus choques y percusiones. Si el vacuo fuese finito y los cuerpos infinitos, no tendrían estos cuerpos infinitos adonde estar.
Más: estos cuerpos indivisibles y llenos, de los cuales se forman las concreciones y en los cuales se disuelven, son incomprensibles o incapaces de ser circunscritos, por la variedad de sus figuras; pues no es posible que la gran diferencia de estas mismas figuras conste de átomos comprendidos. Y más, que cada figura contiene simplemente infinitos átomos; aunque en las
diferencias o variedades no son simplemente infinitos, sino sólo incomprensibles. [Pues, como dice más abajo, no hay división en infinito. Dice esto porque sus cantidades se mudan; si no es que alguno las eche simplemente al infinito aun en cuanto a las magnitudes.]
Los átomos se mueven continuamente. [Y más abajo dice �que se mueven con igual celeridad de movimiento, prestándoles el vacuo perpetuamente semejante viaje, tanto a los levísimos cuanto a los gravísimos. Que unos están muy distantes entre sí; otros retienen su trepidación cuando están inclinados a complicarse, o son corroborados por los complicables. La naturaleza del vacuo que separa cada átomo es quien obra esto, ya que no puede darles firmeza. La solidez que ellos tienen causa su trepidación y movimiento, a efectos de la colisión. Que estos átomos no tienen principio, supuesto que ellos y el vacuo son causa de todo.� Dice también más adelante: �Que los átomos no tienen ninguna cualidad, excepto la figura, la magnitud y la gravedad.� Y en el libro décimo de sus Elementos o Instituciones afirma: �Que el color de los átomos se cambia según la variedad de sus posiciones; como también que acerca de ellos no se trata de magnitud propiamente tal, puesto que el átomo nunca se percibió por los sentidos.�] Esta voz, cuando se recuerda todo esto, envía a la mente un tipo o imagen idónea de la naturaleza de las cosas.
Hay infinitos mundos, sean semejantes o desemejantes; pues siendo los átomos infinitos, como poco ha demostramos, son también llevados remotísimamente. Ni los átomos (de los cuales se hizo o se pudo hacer el mundo) quedaron asumidos en un mundo ni en infinitos; en semejantes a éste, o en desemejantes. Así, no hay cosa que impida la infinidad de mundos. Aun los tipos o imágenes son semejantes en figura a los sólidos y firmes, no obstante que su pequeñez dista mucho de lo perceptible y aparente. Ni estas separaciones o apartamientos pueden no hacerse en lugar circunscrito, ni la aptitud no proceder de la operación de los vacuos y pequeñeces, ni los efluvios dejar de conservar en adelante la situación y base que tienen en los sólidos. A estos tipos los llamarnos imágenes. Asimismo, este llevamiento hecho por el vacuo sin choque alguno con otras cosas, es tan veloz, que corre una longitud incomprensible por grande, en un punto indivisible de tiempo; pues igual lentitud y velocidad reciben con la repercusión y la no repercusión. Ni por eso el cuerpo que es llevado hacia bajo llega a muchos lugares igualmente, según los tiempos que especulamos por la razón, pues esto es incomprensible; y él viene juntamente en tiempo sensible de cualquiera paraje del infinito, pero no viene de aquél de quien concebimos es hecho el llevamiento. Lo mismo sucederá a la repercusión, aunque mientras tanto dejemos sin interrupción lo breve del llevamiento.
Es útil poseer este principio, o sea elemento, por razón que las imágenes buenas y provechosas usan de las más extremadas tenuidades. Tampoco se les opone ninguna cosa aparente, y por eso tienen una velocidad extrema, siéndoles proporcionado y conmensurable todo poro o conducto. Además que a su infinito nada o pocas cosas hay que causen obstáculo, cuando a lo mucho o infinito siempre hay quien obste. Añádase que la producción de las imágenes se hace tan velozmente como el pensamiento. El flujo de efluvios de la superficie de los cuerpos es continuo y desconocido de los sentidos, por la plenitud opuesta que guarda en el sólido la situación y orden de los átomos por mucho tiempo, si bien alguna vez está confusa. Las congresiones en el contenido o circunscrito son veloces, por no ser necesario que la plenitud se haga según la profundidad; y hay algunos otros modos que producen estas naturalezas: ni cosa alguna de éstas relucta a los sentidos si atiende uno a cómo las imágenes producen las operaciones cuando de las cosas externas remiten a nosotros las simpatías, o sea correspondencias.
Conviene, pues, juzgar que cuando entra alguna cosa externa en nosotros, vemos sus formas y las percibimos con la mente. Ni las cosas externas pueden descubrirnos su naturaleza, su color y su figura de otro modo que por el aire que media entre nosotros y ellas; o bien por los rayos o por cualesquiera emisiones o efluvios que de nosotros parten a ellas. Así que nosotros vemos viniendo de las cosas a nosotros ciertos tipos o imágenes de los colores y formas semejantes, arregladas a una proporcionada magnitud, y entrándonos brevísimamente en la vista o en el entendimiento. Después, cuando volvemos la fantasía por la misma causa de uno y continuo, y conservamos la simpatía del sujeto según la conmensurada fijación nacida de allí y de la plasmación de los átomos según la profundidad en el sólido, y la imaginación que concebimos claramente por el entendimiento o por los órganos sensorios, sean de forma, sean de accidentes; ésta es la forma del sólido, engendrada según la densidad sobrevenida, o sea el vestigio remanente de la imagen.
En lo que opinamos hay siempre falsedad y error cuando por testimonio no se confirma, o por testimonio se refuta: y no atestiguado después según el movimiento que persevera en nosotros de la accesión fantástica o imaginaria, por medio de cuya separación se comete el engaño. La semejanza de los fantasmas recibidos como imágenes, ya sea en sueños, ya por cualesquiera otras acepciones de la mente, ya por los demás sentidos, no estarían adonde están, ni se llamarían verdaderas si no fuesen algo, a saber, aquello a que nos dirigimos o arrojamos. Ni habría error si no recibiésemos también algún otro movimiento en nosotros mismos, unido sí, pero que tiene intervalo. Según este movimiento unido (bien que con intervalo) a la accesión fantástica, si no se confirma con testimonio, o con testimonio se contradice, se hace la falsedad: o mentira; pero si confirma con testimonio, o con testimonio no se refuta, se hace la verdad. Importa, pues, mucho retener esta opinión, a fin de que ni se borren los criterios acerca de las operaciones, ni el error confirmado igualmente lo perturbe todo.
La audición se hace siendo llevado algún viento de voz o de ruido, que de algún modo prepare la pasión acústica o auditiva. Esta efusión se esparce en partículas de igual mole, que conservan consigo cierta mutua simpatía, unidad y virtud propia, la cual penetra hasta donde se envían o dirigen, y que por lo regular es causa de que el otro sienta o perciba. Pero si no prepara por lo menos lo externo solamente, pues sin dimanar de allí alguna simpatía, ciertamente no se haría semejante percepción. Así que no conviene creer que es el aire quien recibe la impresión de la voz (o de otras cosas) que viene, pues sufrirá muchos defectos en el padecer esto por ella; sino que la percusión que nos da la voz despedida se hace por ciertas partículas o moléculas de la efusión aérea capaces de obrarla, la cual nos prepara la pasión acústica. Lo mismo es del olfato que de la audición, pues nunca operaría esta pasión si no hubiera ciertas moléculas dimanadas de las cosas conmensuradas a mover el órgano sensorio. Algunas de ellas andan perturbada e impropiamente; otras ordenada y propiamente.
Se ha de suponer que los átomos no traen cualidad alguna de cuanto aparece, excepto la figura, gravedad, magnitud y demás cosas que necesariamente se siguen a la figura, pues toda cualidad se muda; pero los átomos no se mudan, porque es preciso que en las disoluciones de los concretos quede alguna cosa sólida e indisoluble, la cual no se mude en lo que no es, ni de aquello que no es, sino según la trasposición en muchas, y en algunas según la accesión y retrocesión. Así que es preciso que las inmutables sean incorruptibles y no tengan naturaleza de cosa mudable, sino corpúsculos y figuraciones propias. Es necesario, pues, que permanezcan. Y en las cosas que en nosotros voluntariamente se transforman, se recibe la figura que en ellos permanece; pero las cualidades que no están en lo que se muda, no quedan con ella, sino que de todo el cuerpo se aniquilan y destruyen. Pueden, pues, las cosas que restan hacer suficientemente diversas concreciones, ya que es preciso queden algunas cosas y no todas paren en el no ser.
No se ha de creer que en los átomos hay magnitud absoluta, pues acaso lo que aparece podría atestiguar lo contrario; sino que hay ciertas mutaciones en las magnitudes. Siendo esto así, se podrá dar mejor razón de las cosas que se hacen según las pasiones y sentidos. El tener los átomos magnitud absoluta o sensible, de nada serviría a las diferencias de las cualidades, además que si la tuvieran, los átomos se nos presentarían visibles, lo cual no vemos acontezca, ni podemos concebir pueda el átomo hacerse visible. Añádese a esto que no se debe juzgar que en un cuerpo finito haya infinitos corpúsculos y de cualquiera tamaño. Y así, no sólo se debe quitar la sección o división en infinito de mayor en menor (a fin de no debilitar todas las cosas, y luego nos vemos obligados con la comprensión a extenderlas, como se hace con la comprensión de muchos corpúsculos agregados), sino que ni se ha de tener por dable la transición de las cosas finitas en infinitas, aun de mayor a menor. Ni tampoco luego que se dice que una cosa tiene infinitos corpúsculos o de cualesquiera tamaños, se puede entender claramente cómo esta magnitud pueda ser también finita, pues cuando los corpúsculos tienen cuantidad cierta, es evidente que no son infinitos; y al contrario, siendo ellos de magnitud determinada, lo sería también de magnitud misma, siendo así que su extremidad es de tenuidad infinita. Y si esta extremidad no se ve por sí misma, no hay modo de entender lo que desde ella se sigue; y siguiendo así en adelante, será fuerza proceder en infinito con la mente.
Débese también considerar en lo mínimo que hay en el sentido, que ni es tal como lo que tiene mutaciones, ni tampoco del todo desemejante, sino que tiene algo de común con las digresiones; pero no tiene intervalo de partes. Y cuando por la semejanza de comunión creemos haber comprendido algo de él, prescindiendo de una y otra parte, precisamente hemos de incidir en igualdad. Luego contemplamos estas cosas comenzando de lo primero; y no en sí mismo, ni porque une partes a partes, sino en la propiedad de éstas, la cual mide sus magnitudes, mucho las grandes y poco las pequeñas. Por esta analogía se ha de juzgar el uso de la pequeñez o mínimo del átomo, pues consta que en pequeñez se diferencia de lo que vemos por el sentido, pero usa de la misma analogía. Y que el átomo tenga magnitud por dicha analogía, lo hemos argüido, dándole pequeñez solamente, excluyendo la longitud. Más: se ha de juzgar que las longitudes tienen sus confines mínimos, pero no confusos, los cuales por sí mismos proporcionan dimensión a los átomos mayores y menores, por la contemplación del raciocinio en las cosas visibles; pues lo que tienen de común con los inmutables basta para llegar a perfeccionar lo que son hasta entonces.
La conducción unida de los que tienen movimiento no puede hacerse; y de lo infinito, sea supremo o ínfimo, no se ha de decir que está arriba o abajo, pues sabemos que si lo que se entiende estar sobre la cabeza lo suponemos procedente en infinito, nunca se nos manifestará; ni lo que está debajo de lo así entendido será tampoco infinito a un mismo tiempo hacia arriba y hacia abajo, pues esto no puede entenderse. Así que de la conducción o progreso en infinito, sólo se ha de concebir una hacia arriba y otra hacia abajo; aunque infinitas veces lo que nosotros llevamos hacia lo que está sobre nuestra cabeza, llega a los pies de las cosas superiores, o bien a las cabezas de las inferiores lo que llevamos hacia abajo. Con todo, el movimiento universal opuesto uno a otro, se entiende en infinito.
Es también preciso tengan los átomos igual velocidad cuando son llevados por el vacuo sin chocar con nadie, pues suponiendo que nada encuentran que les obste, ni los graves corren más que los leves, ni los menores más qué los mayores, teniendo todos su conducto conmensurado o proporcionado, y no hallando tampoco quien les impida ni el llevamiento o movimiento superior, ni el oblicuo por los choques, ni el inferior por los pesos propios. En cuanto uno retiene a otro, en tanto tendrá movimiento, unido a la mente e inteligencia, mientras que nada se le oponga o extrínsecamente , o por el propio peso, o por la fuerza del que choca. Aun a las concreciones hechas no serán llevadas una más velozmente que otra, siendo los átomos iguales en velocidad, por ser llevados a un lugar mismo los átomos de tales concreciones, y en tiempo indivisible. Pero si no van a un lugar mismo, irán en tiempo considerado por la razón, si son o no frecuentes sus choques, hasta que la misma continuación del llevamiento los sujete a los sentidos.
Lo que opinan juntamente acerca de lo invisible, a saber, que los tiempos que se han de considerar por la razón deben tener movimiento perenne, no es verdadero en nuestro asunto, pues todo lo que se ve, o lo que por accesión recibe la inteligencia, es verdadero. Después de todo esto, conviene discurramos del alma en orden a los sentidos y a las pasiones, pues así tendremos una solidísima prueba de que el alma es cuerpo compuesto de partes tenuísimas, difundido por toda la concreción o conglobación, pero muy semejante a espíritu, que tiene temperamento cálido, de un modo parecido a éste, de otro modo parecido a aquél. En particular recibe muchas mutaciones por la tenuidad de sus partes, y aun por las partes mismas; pero ella tiene más simpatía con la concreción suya que con toda la restante. Todo esto lo declaran las fuerzas del alma, las pasiones, los movimientos ligeros, los pensamientos y demás cosas, las cuales, si nos faltan, morimos.
También se ha de tener por cierto que el alma tiene mucha causa en el sentido; pero no la tendría si en cierto modo no la cubriese todo lo demás del concreto. Y aunque este resto del concreto le prepara esta causa, y es participe del evento mismo, no lo es, sin embargo, de todos los que ella posee; por lo cual, apartándosele el alma, ya no tiene sentido, pues él no participaba en sí de aquella virtud, sino que la naturaleza la preparó al otro, como engendrado con él: lo cual, ejecutándolo por una virtud perfecta para con él, y consumándolo luego según el movimiento sensible sobrevenido, lo comunica por un influjo común y simpatía, como dije. Así, aun coexistiendo el alma, quitada alguna otra parte, nunca queda el sentido entero: como también ésta perecería juntamente disolviéndose quien la cubre, ya sea todo, ya sea alguna parte en quien resida la agudeza y eficacia del sentido. Lo restante del concreto o masa que queda, sea unido, sea por partes, no tiene sentido separada el alma: pues a la naturaleza de ésta pertenece una gran multitud de átomos. Y así, disuelta la concreción, se esparce y difunde, el alma,.y no tiene ya las mismas fuerzas, ni se mueve. Tampoco le queda el sentido, porque no se puede entender que ella sienta si no es usando dichos movimientos en este compuesto, cuando lo que la cubre y contiene no es tal cual es aquello en que existiendo tiene dichos movimientos.
[Todavía dice esto mismo en otros lugares; y que el alma se compone de átomos sumamente lisos y redondos, muy diferentes de los del fuego, y que lo que está esparcido por lo demás del cuerpo es la parte irracional de ella; pero que la parte racional es la que reside en el pecho, como se manifiesta por el miedo y por el gozo. Que el sueño se hace cuando por el trabajo padecen las partes del alma difundidas por toda la masa corpórea, por ser retenidas o por divagar, y luego caen unidas con las divagantes. Que el esperma se recoge de todos los cuerpos (2); y conviene notar que no es incorpóreo, pues lo dice según la frecuencia del nombre, y no de lo primero que de él se entiende. Según él, no es inteligible lo incorpóreo sino en el vacuo. Este vacuo ni puedo hacer ni padecer; sino que por sí solo da movimiento a los cuerpos. Así, los que dicen que el alma es incorpórea, deliran; pues si fuera tal, no podría hacer ni padecer; pero nosotros vemos prácticamente; en el alma ambos efectos.]
Quien refiera a las pasiones y sentidos estos raciocinios acerca del alma, y tenga presente lo que dijimos al principio, entenderá bastante estar todo comprendido en los tiempos, de manera que pueda explicarse por partes con toda seguridad y firmeza. Lo mismo se ha de decir de las figuras, los dolores, las magnitudes, las gravedades y demás cosas predicadas de los cuerpos como propias de ellos y existentes en todos, a lo menos en los visibles o en los conocidos por los sentidos y que por sí mismos no son naturalezas. Esto no puede entenderse ni como lo no existente, ni como algunas cosas incorpóreas existentes en el cuerpo, ni como partículas de éste, sino como todo el cuerpo que tiene universalmente naturaleza eterna compuesta de todas estas cosas, ni puede ser conducido sin ellas: como cuando de los mismos corpúsculos se forma una masa o concreción mayor, sea de los primeros, o de magnitudes de el todo, pero en algo menores; sino sólo, como digo, que tiene de todos ellos su naturaleza eterna. También se ha de saber que todas estas cosas tienen sus propias adiciones e intermisiones, pero siguiéndole la concreción, y no separandósele nunca, sino aquélla que, según la inteligencia concreta del cuerpo, recibe el predicado. También acontece muchas veces a los cuerpos el seguírseles lo que no es eterno ni incorpóreo aun en las cosas invisibles. De manera, que usando de este nombre según la común acepción, manifestamos que los accidentes ni tienen la naturaleza de el todo a la cual llamamos cuerpo, tomada en concreto, ni la de los que perpetuamente le siguen, sin los cuales no puede imaginarse cuerpo. Pero según ciertas adiciones, siguiéndose el concreto, nombramos cada cosa; y a veces la contemplamos cuando acaece cada una, aun no siguiéndose perpetuamente los accidentes.
Ni esta perspicuidad o evidencia se ha de expeler del ente, porque no tiene naturaleza de el todo, a quien sobreviene algo, que también llamamos cuerpo; ni la de los que siguen eternamente, ni la de lo que se cree subsistir por sí mismo. Esto no se ha de entender acerca de dichas cosas, ni de las que suceden eternamente; sino que aun los accidentes se han de tener todos por cuerpos según aparecen, y no perpetuamente, adjuntos o siguientes: ni tampoco que tengan por sí mismos orden de naturaleza o substancia, sino que se ven conforme a modo que da el mismo sentido.
También se debe considerar mucho que no se ha de inquirir el tiempo como inquirimos las demás cosas en el sujeto, refiriéndonos a las anticipaciones que se ven en nosotros, sino que se ha de raciocinar por el mismo efecto, según el cual pronunciamos, mucho tiempo o poco tiempo, teniendo esto y usándolo innata o congénitamente. Ni se han de ir cazando en esto ciertas locuciones como a más hermosas, sino usar las que hay establecidas acerca de ello. Ni predicar de él ninguna otra cosa como que es consustancial al idioma mismo. Algunos lo ejecutan así; pero yo quiero se colija que aquí sólo recogemos y medimos lo que es propio en nuestro asunto; y esto no necesita demostración, sino reflexión, pues a los días y a las noches, y aun a sus partes, añadimos tiempo. Lo mismo hacemos en las pasiones, en las tranquilidades, movimientos y reparos, entendiendo de nuevo algún otro evento propio de ello acerca de estas cosas, según el cual nombramos el tiempo. [Esto lo dice también en el libro II De la naturaleza y en el Epítome grande.]
[Después de lo referido sigue diciendo: que se ha de creer que los mundos fueron engendrados del infinito, según toda concreción finita semejante en densidad a las que vemos, siendo todas éstas discretas y separadas por sus propias revoluciones mayores y menores; y que luego vuelven a disolverse todas, unas con brevedad, otras con lentitud, padeciendo esto unas por éstas, y otras por aquéllas. Es, pues, constante que dice ser los mundos corruptibles, puesto que se mudan sus partes. Y en otros lugares dice que la tierra está sentada sobre el aire. Que no se debe juzgar que los mundos necesariamente tienen una misma figura; antes que son diferentes lo dice en el libro XII tratando de esto, a saber: que unos son esféricos, otros elípticos, y otros de otras figuras; pero, no obstante, no las admite todas.]
Tampoco los animales procedieron del infinito, porque nadie demostrará cómo se recibieron en este mundo tales semillas de que constan los animales, las plantas y todas las demás cosas que vemos, pues esto no pudo ser allá, y se nutrieron del modo mismo. De la misma forma se ha de discurrir acerca de la tierra. Se ha de opinar asimismo que la naturaleza de los hombres fue instruida y coartada en muchas y varias cosas por aquellos mismos objetos que la circundan, y que sobreviniendo a esto el raciocinio, extendió más aquellas nociones, aprovechando en una más presto y en otras más tarde, pues unas cosas se hallan en períodos y tiempos largos desde el infinito, y otras en cortos. Así, los nombres al principio no fueron positivos, sino que las mismas naturalezas de los hombres teniendo en cada nación sus pasiones propias y propias imaginaciones, despiden de su modo en cada una el aire según sus pasiones e imágenes concebidas, y al tenor de la variedad de gentes y lugares. Después generalmente fue cada nación poniendo nombres propios, para que los significados fuesen entre ellos menos ambiguos y se explicasen con más brevedad. Luego añadiendo algunas cosas antes no advertidas, fueron introduciendo ciertas y determinadas voces, algunas de las cuales las pronunciaron por necesidad, otras las admitieron con suficiente causa, interpretándolas por medio del raciocinio.
Respecto a los meteoros, el movimiento, el regreso (3), el eclipse, el orto, el ocaso y otros de esta clase, no se ha de creer se hacen por ministerio, orden y mandato de alguno que tenga al mismo tiempo toda bienaventuranza con la inmortalidad, pues a la bienaventuranza no corresponden los negocios, las solicitudes, las iras, los gustos, sino que estas cosas se hacen por la enfermedad, miedo y necesidad de los que están contiguos. Ni menos unas naturalezas ígneas y bienaventuradas querrían ponerse en giro tan arrebatado; sino que el todo guarda aquel ornato y hermosura, puesto que, según los nombres, todas las cosas son conducidas a semejantes nociones, y de ellas nada parece repugna a aquella belleza, porque si no, causaría esta contrariedad gran perturbación en las almas. Y así, se ha de opinar que esta violenta revolución se hace según la que recibió al principio en la generación del mundo; y así cumple exactamente por necesidad este período.
Además, se ha de saber que es obra de la fisiología la diligente exposición de las causas de las cosas principales, que lo bienaventurado incide en ella acerca del conocimiento de los meteoros, escudriñando con diligencia qué naturalezas son las que se advierten en tales meteoros y cosas congénitas. Igualmente que tales cosas o son de muchos modos, o en lo posible, o de otra diversa manera; pero que simpliciter, no hay en la naturaleza inmortal y bienaventurada cosas que causen discordia o perturbación alguna. Y es fácil al entendimiento conocer que esto es así. Lo que se dice acerca del ocaso, del orto, del retroceso, del eclipse y otras cosas de este género, nada conduce para la felicidad de la ciencia; y los que contemplan estas cosas tienen semejantemente sus miedos, pero ni saben de qué naturaleza sean, ni cuáles las principales causas, pues si las supiesen anticipadamente, acaso también sabrían otras muchas, no pudiendo disolverse el miedo por la precognición de todo ello según la economía de las cosas más importantes. Por lo cual son muchas las causas que hallamos de los regresos, ocasos, ortos, eclipses y demás a este modo, como también en las cosas particulares.
Y no se ha de juzgar que la indagación sobre el uso de estas cosas no se habrá emprendido con tanta diligencia, cuanta pertenece a nuestra tranquilidad y dicha. Así que, considerando bien de cuántas maneras se haga en nosotros la tal cosa, se debe disputar sobre los meteoros y todo lo no explorado, despreciando a los qué pretenden que estas cosas se hacen de un solo modo, y ni añaden otros modos, según la fantasía nacida de los intervalos, ni menos saben en quiénes no se halle la tranquilidad. Juzgando, pues, que debe admitirse el que ello se hace de tal modo, y de otros por quienes también hay tranquilidad, y enseñando que se hace de muchos modos, como si viésemos que así se hace, estaremos tranquilos.
Después de todo esto, se debe considerar mucho que la principalísima perturbación que se hace en los ánimos humanos consiste en que estas cosas se tienen por bienaventuradas e incorruptibles, y que sus voluntades, operaciones y causas son juntamente contrarias a ellas; en que los hombres esperan y sospechan, creyendo en fábulas, un mal eterno; o en que, según esta insensibilidad temen algo en la muerte, como si quedase el alma en ellos, o aun en que no discurren en estas cosas y padecen otras por cierta irracional confianza. Así los que no defienden el daño, reciben igual o aun mayor perturbación que los ligeros que tales cosas opinaban.
La imperturbación o tranquilidad consiste en que, apartándonos de todas estas cosas, tengamos continua memoria de las cosas universales y principalísimas. Así, debemos, atender a las presentes y a los sentidos, en común a las comunes, en particular a las particulares, y a toda la evidencia del criterio en el juicio de cada cosa. Si atendemos a esto, hallaremos ciertamente las causas de que procede la turbación y el miedo, y las disiparemos; como también las causas de los meteoros y demás cosas que de continuo suceden y que los hombres temen en extremo.
Esto es, en resumen, amigo Heródoto, lo que te pensé escribir en orden a la naturaleza de todas las cosas. Su raciocinio va tan fundado, que si se retiene con exactitud, creo que aunque no ponga uno el mayor desvelo en entenderlo todo por partes, superará incomparablemente en comprensión a los demás hombres; pues explicará por sí mismo y en particular muchas cosas que yo trato aquí en general, aunque con exactitud; y conservándolo todo en la memoria, se aprovechará de ello en muchas ocasiones. En efecto, ello es tal, que los que ya hubiesen indagado bien las cosas en particular o hubiesen entrado perfectamente en estos análisis, darán otros muchos pasos adelante sobre toda la Naturaleza; y los que todavía no hubiesen llegado a perfeccionarse en ellas, o estudiasen esto sin voz viva que se lo explique, con sólo que apliquen la mente a las cosas principales, no dejarán de caminar a la tranquilidad de la vida.
Epicuro a Pitocles: gozarse
Diome Cleón tu carta, por la cual vi permaneces en tu benevolencia para conmigo, digna por cierto del amor que yo te profeso, y que no sin inteligencia procurabas introducirte en asuntos tocantes a la vida feliz. Pedísteme te enviase un Compendio de los meteoros, escrito con buen estilo y método para aprenderlo fácilmente, ya que los demás escritos míos dices son arduos de conservar en la memoria, por más que uno los estudie de continuo. Abracé gustosamente tus ruegos, y quedé sorprendido con gratísimas esperanzas. Así, habiendo escrito ya todas las otras cosas, concluí también el Tratado que deseas, útil sin duda a otros muchos, principalmente a los que poco ha comenzaron a gustar de la genuina fisiología, y a los que se hallan en la profunda ocupación de negocios encíclicos y continuos. Recibe, pues, atentamente estos preceptos, y recorrelos con cuidado tomándolos de memoria, junto con los demás que en un breve Compendio envié a Heródoto.
Primeramente se ha de saber que el fin en el conocimiento de los meteoros (ya se llamen conexos, ya absolutos) no es otro que el librarnos de perturbaciones, y con la mayor seguridad y satisfacción, al modo que en otras cosas. Ni en lo imposible se ha de gastar la fuerza ni tener consideración igual en todas las cosas, o a los discursos escritos acerca de la vida o a las interpretaciones de otros problemas físicos; v. gr.: que el universo es cuerpo y naturaleza intocable, o que el principio son los átomos, y otras cosas así, que tienen única conformidad con las que vemos, lo cual no sucede en los meteoros. Pero éstos tienen muchas causas de donde provengan, y un predicado de substancia cónsono a los sentidos. Ni se ha de hablar de la Naturaleza según axiomas y legislaciones nuevas, sino establecerlos sobre los fenómenos; pues nuestra vida no ha menester razones privadas o propias, ni menos gloria vana, sino pasarla tranquilamente.
Todo, pues, en todos los meteoros se hace constantemente de diversos modos, examinado concordemente por los fenómenos, cuando uno deja advertidamente lo probable que de ellos se dice. Cuando uno, pues, deja esto y desecha aquello que es igualmente conforme a lo que se ve, claro es que cayendo de todo el conocimiento de la Naturaleza, se ha difundido en la fábula. Conviene tomar algunas señales de lo que se perfecciona en los meteoros, y algunas también de los fenómenos que se hacen en nosotros, que se observan y que realmente existen, y no las que aparecen en los meteoros (4), pues no se puede recibir se hagan estas cosas de muchos modos. Debe, no obstante, separarse cualquiera imagen o fantasma, y dividirlo con sus adherentes; lo cual no se opone a las cosas que, acaecidas en nosotros, se perfeccionan de varios modos.
El mundo es un complejo que abraza el cielo, los astros, la tierra y todo cuanto aparece, el cual es una parte del infinito, y termina en límite raro o denso; disuelto éste, todo cuanto hay en él se confunde. O bien que termina en lo girado o en lo estable, por circunscripción redonda, triangular o cualquiera otra; pues todas las admite cuando no hay fenómeno que repugne a este dicho mundo, en el cual no podemos, comprender término. Que estos mundos sean infinitos en número puede comprenderse con el entendimiento, y que un tal mundo puede hacerse ya en el mundo mismo, ya en el intermedio (así llamo al intervalo entre los mundos) en lugar de muchos vacuos, y no en grande, limpio y sin vacuo, como dicen algunos. Quieren haya ciertas semillas aptas, procedidas de un mundo, de un intermundio, o bien de muchas, las cuales poco a poco reciben aumento, coordinación y mutación de sitio si así acontece, y que son idóneamente regadas por algunas cosas hasta su superfección y permanencia, en cuanto los fundamentos supuestos son capaces de tal admisión. No sólo es necesario se haga concreción y vórtice en aquel vacuo en que dicen se debe formar el mundo por necesidad, según opinan, y que se aumenta hasta dar con otro, como afirma uno de los que se llaman físicos; pero esto es repugnante a lo que vemos.
El sol, la luna y demás astros no hechos según sí mismos, después fueron recibidos del mundo. Asimismo la tierra y el mar y todos los animales que luego se iban plasmando y recibían incremento según las uniones y movimientos de ciertas pequeñas naturalezas, o llenas de aire o de fuego, o de ambos. Así persuade estas cosas el sentido. La magnitud del sol y demás astros, en cuanto a nosotros, es tanta cuanta aparece (5). [Esto también lo trae en el lib. II De la Naturaleza; porque si perdiese, dice, por la gran distancia, mucho más perdería el calor; y que para el sol no hay distancia más proporcionada que la que tiene, en cuanto e él, sea mayor, sea algo menor o sea igual a la que se ve.] De la misma suerte nosotros un fuego que vemos de lejos, por el sentido lo vemos. Y en suma, toda instancia en esta parte, la disolverá fácilmente quien atienda a las evidencias, según demostraremos en los libros De la Naturaleza.
El orto y ocaso del sol, luna y demás astros pueden hacerse por encendimiento y extinción (6) si tal fuese su estado, y aun de otros modos, según lo antedicho, pues nada de lo que vemos se opone. Pudiera igualmente ejecutarse por aparición sobre la tierra, y por ocultación, como también se ha dicho, pues tampoco se opone fenómeno alguno. El movimiento de estos astros no es imposible se haga por el movimiento de todo el cielo; o bien que estando éste quieto, y moviéndose aquéllos, por necesidad que se les impusiese el principio en la generación del mundo, salen del oriente, y luego por el calor y voracidad del pábulo ígneo, van siempre adelante a los demás parajes. Los regresos del sol y luna es admisible se hagan según la oblicuidad del cielo, así acortado por los tiempos; por el ímpetu del aire, o por causa de la materia dispuesta que siempre tienen consigo, de la cual una parte se inflama y la otra queda sin inflamarse; o bien desde el principio este movimiento envuelve y arrebata consigo dichos astros para que hagan su giro. Todo esto puede ser así, o semejantemente; ni hay cosa manifiesta que se oponga, con tal que estando uno firme siempre en estas partes en cuanto sea posible, pueda concordar cada cosa de éstas con los fenómenos, sin temer los artificios serviles de los astrólogos.
Los menguantes y crecientes de la luna pueden hacerse ya por vuelta de este cuerpo, ya por una semejante configuración del aire, o por anteposición de alguna cosa, o bien por todos los modos que, según los fenómenos que vemos, conducen a semejantes efectos. Si ya no es que alguno, eligiendo uno solamente, dejo los otros; y no considerando qué cosa es posible vea el hombre, y qué imposible, desee por esto ver imposibles. Más: es dable que la luna tenga luz propia, y dable la reciba del sol; pues entre nosotros se ven muchas cosas que la tienen propia, y muchas que de otros. Y nada impide que de los fenómenos que hay en los meteoros, teniéndolos de muchos modos en la memoria, penetre uno sus consecuencias, y juntamente sus causas, no atendiendo a tales inconsecuencias que suelen correr diversamente en aquel único modo.
La aparición, pues, de la fase en ella puede hacerse por mutación de partes, por sobreposición, y por todos los modos que se viere convienen con los fenómenos. Ni es menester añadir que en todos los meteoros se ha de proceder así, pues si procedemos con repugnancia a las cosas claras, nunca podremos alcanzar la tranquilidad legítima. Los eclipses de sol y luna pueden hacerse por extinción, como vemos se hace esto entre nosotros, y también por interposición de algunos otros cuerpos, o de la tierra o del cielo, o cosa semejante. Así se han de considerar mutuamente los modos congruentes y propios, y juntamente, que las concreciones de algunas cosas no son imposibles.
[En el libro XII De la Naturaleza, dice lo siguiente: �El sol se eclipsa asombrándolo la luna, y la luna se eclipsa dándola la sombra de la tierra, pero según retroceso.� Esto también lo dice Diógenes Epicúreo en el libro I de sus Cosas selectas.] El orden del período es como el que entre nosotros toman algunas cosas fortuitas, y la naturaleza divina en ningún modo concurre a estas cosas, sino que se mantiene libre de semejantes cuidados y en plena bienaventuranza. Si no se practica esto, todo discurso acerca de las causas de los meteoros será vano, como ya lo ha sido para algunos, que no habiendo abrazado el modo posible, dieron en el vano, y creyendo que aquéllos se hacen de un modo solo, excluyen todos los demás aun factibles, se arrojan a lo imposible, y no pueden observar los fenómenos que se han de tener como señales.
La diferencia de longitud de noches y días se hace por apresurar el sol sus giros sobre la tierra y después retardarlos, o porque la longitud de los lugares varía, y anda los unos con mayor brevedad, al modo que también entre nosotros se ven cosas breves y tardas, a cuya comparación debemos tratar de los meteoros. Los que admiten un modo, contradicen a los fenómenos, y no ven de cuánto es capaz el hombre que observa. Las indicaciones o señales pueden hacerse según las contingencias de las estaciones, como vemos sucede entre nosotros a las cosas animadas, y también por otras cosas, como en las mutaciones del aire; pues estas dos razones no repugnan a los fenómenos. Ahora, por cuál de estas causas se haga esto, no es dable saberse.
Las nubes pueden engendrarse y permanecer por las condensaciones del aire o impulsos de los vientos; por las agregaciones de átomos mutuamente unidos y aptos para ello;. por acopio de efluvios salidos de la tierra, y aun por otros muchos modos no impide se hagan tales consistencias. Pueden éstas por sí mismas, ya condensándose, ya mudándose, convertirse en agua y luego en lluvias, según la calidad de los parajes de donde vienen y se mueven por el aire, haciendo copiosísimos riegos algunas concreciones, dispuestas a emisiones semejantes.
Los truenos pueden originarse por la revolución del aire en las cavidades de las nubes, a la manera que en nuestros vasos (7); por el rimbombo que hace en ellas el fuego aéreo; por los rompimientos y separaciones de las nubes; por el choque, atrito y quebrantamiento de las mismas cuando han tomado compacción semejante al hielo; y generalmente, los fenómenos mismos nos llaman a que digamos que esta vicisitud se hace de muchos modos.
Los relámpagos asimismo se hacen de varios modos: ya por el choque y colisión de las nubes, pues saliendo aquella apariencia productriz de fuego, engendra el relámpago; ya por vibración venida de las nubes, causada por cuerpos cargados de viento que produce el relámpago; ya por el enrarecimiento de las nubes antes adensadas, o mutuamente por sí mismas o por los vientos; ya por recepción de luz descendida de los astros, impelida después por movimiento de las nubes y vientos, y caída por medio de las mismas nubes; ya por transfusión de una sutilísima luz de las nubes, ya porque el fuego comprime las nubes y causa los truenos; como también por el movimiento de éste, y por la inflamación del viento hecha por el llevamiento arrebatado o giró vehemente. También puede ser que rompimiento de las nubes a violencia de los vientos, y caída de los átomos causadores del fuego, se produzca la imagen del relámpago. Otros muchos modos observará fácilmente quien atienda a los fenómenos que vemos, y pueda contemplar las cosas a ellos semejantes.
El relámpago precede al trueno en dichos globos de nubes, porque luego que cae el soplo de viento es expelida la imagen creatriz del relámpago; después el viento envuelto allí hace aquel ruido, y según fuere la inflamación de ambos, lleva también mayor velocidad y ligereza el relámpago hacia nosotros; pero el trueno llega después, al modo que en las cosas que vemos de lejos que dan algunos golpes.
Los rayos pueden hacerse, ya por muchos globos de viento, ya por su revolución y vehemente inflamación; por rompimiento de alguna parte y su violenta caída a parajes inferiores, y regularmente son los montes elevados donde los rayos caen; por hacerse la ruptura a causa de que las partes que se le siguen son más densas por la densidad de las nubes revueltas por esta caída del fuego. Como también puede hacerse el trueno por haberse excitado mucho fuego, el cual cargado de viento fuerte rompa la nube, no pudiendo pasar adelante a causa de que el recíproco adensamiento se hace de continuo; y de otros muchos modos pueden hacerse los rayos, sin que se mezclen fábulas, como no las habrá cuando uno juzgue de las cosas ocultas siguiendo atentamente las manifiestas.
Los présteres o huracanes pueden hacerse por las muchas nubes que un continuo viento impele hacia abajo, o por un gran viento que corra con violencia e impela por defuera las nubes unas a otras; por la perístasis (8) del viento cuando algún aire es oprimido por arriba circularmente; por afluencia grande de vientos que no pueden disiparse por partes opuestas, a causa de la densidad del aire circunvecino. Si el préster baja hasta la tierra, se levantan torbellinos, al paso que se hace el movimiento del viento, y si baja al mar vórtices de agua.
Los terremotos pueden provenir o del viento encerrado en la tierra, el cual pugnando en los entumecimientos menores de ella, se mueve de continuo cuando prepara la agitación de la tierra, y la va ocupando otro viento de afuera; o por el aire que entra debajo del suelo, o en parajes cavernosos de la tierra, adensado a la violencia de los soplos. Según este tránsito, pues, de movimientos de muchas partes inferiores y sólidas, y de su resorte cuando da en partes de la tierra más densas, es dable se hagan los terremotos, no negando puedan también hacerse de otros muchos estos movimientos de la tierra.
Los vientos suelen excitarse en ciertos tiempos, cuando continuamente y de poco en poco se van uniendo partículas heterogéneas, y también por juntarse gran copia de agua. Los vientos menos fuertes se hacen cuando entran pocos soplos en muchas cavidades, y se distribuyen en todas ellas.
El granizo se forma o por una concreción fuerte proveniente de todos lados a causa de la perístasis y distribución de algunas partículas impregnadas de aire, o por concreción moderada, cuando algunas otras partículas como de agua salen igualmente y hacen la opresión de los granos, y también por rompimiento, de manera que cada grano subsista de por sí y se concreten en abundancia. Su forma esférica, no es imposible se haga o por liquidación de sus ángulos y extremos en rededor al tiempo de tomar consistencia, como dicen algunos, o porque su circunferencia, sea de partes ácueas o sea de aéreas, tiene igual presión por todas partes.
La nieve puede hacerse o cayendo de las nubes el agua tenue por poros proporcionados, o condensándose las nubes dispuestas y esparciéndolas los vientos, adquiriendo luego mayor densidad con el movimiento, por el estado de vehemente frialdad que tienen las nubes en parajes inferiores; o por concreción hecha en las nubes de igual varidad, puede hacerse esta emisión de ellas, encontrándose mutuamente las partículas parecidas al agua, y quedándose unidas, las mismas que compeliéndose entre sí, forman el granizo; todas las cuales cosas se hacen principalmente en el aire. No menos, por el choque de las nubes ya densas, se coagula y forma la gran copia de nieve, y todavía se puede hacer de otros muchos modos.
El rocío se hace congregándose del aire mutuamente las partículas que son causa de esta humedad; pero también por la extracción de ellas de parajes húmedos o que contienen aguas, en cuyos sitios se hace principalmente el rocío. Cuando el acopio de tales vapores toma un lugar y se perfecciona en humedad, vuelve a moverse hacia abajo y cae en varios parajes, al modo que entre nosotros se hacen cosas semejantes a ésta (9).
La escarcha se hace tomando estos rocíos cierta consistencia y densidad, por la fría perístasis del aire. El hielo se hace perdiendo el agua su figura esférica, compeliéndose los triángulos escalenos y acutángulos del agua, y por la mezcla y aumento que se hace exteriormente de otras cosas, las cuales, coartadas y quebrantadas las cantidades o partes esféricas, disponen el agua a la concreción.
El arco iris se hace hiriendo los resplandores del sol en el aire húmedo; o por cierta naturaleza propia de la luz y del aire que produce las propiedades de estos colores (ya sean todos, ya uno solo), la cual, reflejando luego en lo más vecino del aire, recibe el color que vemos brillar en aquellas partes. El ser circular su figura proviene de que su intervalo se ve igual todo en rededor; o porque los átomos que andan en el aire reciben tal impulso; o porque llevados estos átomos con las nubes por el mismo aire cercano a la luna, dan a esta concreción una forma orbicular.
El halón o corona alrededor de la luna se hace cuando por todas partes concurre fuego a ella, y los flujos que la misma despide resisten con igual fuerza, de modo que forman un círculo nebuloso y permanente a su rededor, sin discernirse del todo uno de otro; o bien sea que removiendo la luna a igual distancia el aire en contorno, forma aquella densa perístasis o círculo a su rededor. Lo cual se hace por algunas partes o flujos que impelen exteriormente, o por el calor que atrae allí algunas densidades a propósito para causar esto.
Los cometas se hacen o porque a ciertos tiempos se coliga en lo alto cantidad de fuego en ciertos lugares; o porque la perístasis o circunferencia del cielo tiene a tiempos cierto movimiento propio sobre nosotros que manifiesta tales, astros; o porque ellos mismos, en algunos tiempos, son llevados por alguna perístasis, y viniendo a nuestras regiones se hacen manifiestos. Su defecto u ocultación se hace por las causas opuestas a lo dicho, dando giro a algunas de estas cosas, la cual acontece, no sólo porque esté quieta esta parte del mundo a cuyo rededor gira lo restante, como dicen algunos, sino porque el movimiento circular del aire le está en rededor, y le impide el giro que tienen los demás: o porque ya en adelante no les es apta la materia, sino sólo allí donde los vemos puestos. Aún puede hacerse esto de otros muchos modos, si sabemos inferir por raciocinio lo que sea conforme a lo que se nos manifiesta.
Algunos astros van errantes, cuando acontece que tomen semejantes movimientos; otros no se mueven. Es dable que aquéllos, desde el principio fuesen obligados a moverse contra lo que se mueve circularmente, de modo que unos sean llevados por una misma igual revolución, y otros por otra que padezca desigualdades. Puede ser también que en los parajes adonde corren haya algunos en que las extensiones del aire sean iguales, y les impelan así adelante, y ardan con igualdad; y en otros sea tanta la desigualdad, que aun lo que se ve haga mutaciones. El dar una sola causa de estas cosas, siendo muchas las que los fenómenos ofrecen, lo hacen necia e incongruamente los que andan ciegos en la vana astrología, y dan en vano las causas de algunas cosas, sin separar a la naturaleza divina de estos ministerios.
Obsérvase a veces que algunos astros se dejan detrás a otros, ya porque éstos andan con más lentitud, aunque hacen el mismo giro, ya porque tienen otro movimiento contrario al de la esfera que los lleva, y ya porque en su vuelta unos hacen el círculo mayor y otros menor. El definir absolutamente estas cosas pertenece a los que gustan de ostentar prodigios a las gentes.
En cuanto a las estrellas que se dice caen, puede esto ser por colisión con alguna cosa, o con ellas mismas, puesto que caen hacia donde corre el viento, como dijimos de los rayos. También pueden hacerse por un concurso de átomos productivo de fuego, dada la oportunidad de producirlo; o por el mismo movimiento hacia la parte a que desde el principio se dirigió impetuosamente el agregado de átomos; o por algunas porciones de viento condensadas a manera de niebla, y encendidas a causa de su revolución, haciendo después ruptura de quien las sujeta, hacia cualquiera parte que se dirijan sus ímpetus, llevadas allí por el movimiento. Todavía hay otros modos inexplicables con que esto puede hacerse.
Las señales o indicios que se toman de ciertos animales se hacen según lo que acontece en las estaciones, pues los animales no nos traen coacción. alguna de que sea invierno, v. gr., ni hay naturaleza divina alguna que esté sentada observando las salidas y movimientos de estos animales, y luego produzca las señales referidas. Ni por ventura animal alguno de alguna consideración caerá en necedad semejante, cuanto menos el que goza de toda felicidad.
Todas estas cosas, oh Pitocles, debes tener en la memoria, para poder librarte de patrañas y observar las cosas homogéneas a ellas. Dedícate principalmente a la especulación de los principios, del infinito y demás cosas congénitas, los criterios, las pasiones, y aquello por cuya causa examinamos dichas cosas. Una vez bien consideradas, ellas misma facilitaran el conocimiento de las cosas particulares. Los que poco o nada aprecian estas causas, manifiestan que ni pudieron penetrar las que aquí trato, ni consiguieron aquello por que deben solicitarse (10).
Epicuro a Meneceo: gozarse
Ni el joven dilate el filosofar, ni el viejo de filosofar se fastidie; pues a nadie es intempestivo ni por muy joven ni por muy anciano el solicitar la salud del ánimo. Y quien dice, o que no ha llegado el tiempo de filosofar o que ya se ha pasado, es semejante a quien dice que no ha llegado el tiempo de buscar la felicidad, o que ya se ha pasado (11). Así, que deben filosofar viejos y jóvenes: aquéllos para reflorecer en el bien a beneficio de los nacidos; éstos para ser juntamente jóvenes y ancianos, careciendo del miedo de las cosas futuras. Conviene, pues, cuidar de las cosas que producen la felicidad, siendo así que con ella lo tenemos todo, y no teniéndola, lo ejecutamos todo para conseguirla. Practica, por tanto, y solicita las cosas que te he amonestado repetidas veces, teniendo por cierto que los principios, para vivir honestamente, son éstos: primero, que Dios es animal inmortal y bienaventurado, según suscribe de Dios la común inteligencia, sin que le des atributo alguno ajeno de la inmortalidad e impropio de la bienaventuranza; antes bien has de opinar de él todo aquello que pueda conservarle la bienaventuranza e inmortalidad. Existen, pues, y hay dioses, y su conocimiento es evidente; pero no son cuales los juzgan muchos, puesto que no los atienden como los juzgan. Así, no es impío el que niega los dioses de la plebe o vulgo, sino quien acerca de los dioses tiene las opiniones vulgares; pues las enunciaciones del vulgo, en orden a los dioses, no son anticipaciones, sino juicios falsos (12). De aquí nacen las causas de enviar los dioses daños gravísimos a los hombres malos y favores a los buenos, pues siéndoles sumamente gratas las virtudes personales, abrazan a los que las poseen, y tienen por ajeno de sí todo lo que no es virtuoso.
Acostúmbrate a considerar que la muerte nada es contra nosotros, porque todo bien y mal está en el sentido, y la muerte no es otra cosa que la privación de este sentido mismo. Así, el perfecto conocimiento de que la muerte no es contra nosotros, hace que disfrutemos la vida mortal, no añadiéndola tiempo ilimitado, sino quitando el amor a la inmortalidad. Nada hay, pues, de molesto en la vida para quien está persuadido de que no hay daño alguno en dejar de vivir. Así, que es un simple quien dice que teme a la muerte, no porque contriste su presencia, sino la memoria de que ha de venir; pues lo que presente no conturba, vanamente contrista o duele esperado. La muerte, pues, el más horrendo de los males, nada nos pertenece; pues mientras nosotros vivimos, no ha venido ella; y cuando ha venido ella, ya no vivimos nosotros. Así, la muerte ni es contra los vivos ni contra los muertos; pues en aquéllos todavía no está, y en éstos ya no está. Aún muchos huyen la muerte como el mayor de los males, y con todo eso suelen también tenerla por descanso de los trabajos de esta vida. Por lo cual el sabio ni teme el no vivir, puesto que la vida no le es anexa, ni tampoco lo tiene por cosa mala. Y así como no elige la comida mas abundante, sino la más sabrosa, así también en el tiempo no escoge el más diuturno, sino el más dulce y agradable.
No es menos simple quien amonesta a los jóvenes a vivir honestamente, y a los viejos a una muerte honesta; no sólo porque la vida es amable, sino porque el mismo cuidado se debe tener de una honesta vida, que de una honesta muerte. Mucho peor es quien dice:
| Bueno es no ser nacido, o en naciendo |
Caminar del averno a los umbrales; |
pues si quien lo dijo lo creía así, �qué hacía que no partía de esta vida? Esto en su mano estaba, puesto que sin duda se le hubiere otorgado la petición; pero si lo dijo por chanza, fue un necio en tratar con burlas cosa que no las admite.
Se ha de tener en memoria que lo futuro ni es nuestro, ni tampoco deja de serlo absolutamente: de modo que ni lo esperemos como que ha de venir infaliblemente, ni menos desesperemos de ello como que no ha devenir nunca. Hemos de hacer cuenta que nuestros deseos, los unos son naturales, los otros vanos. De los naturales unos son necesarios, otros naturales solamente. De los necesarios unos lo son para la felicidad, otros para la tranquilidad del cuerpo, y otros para la misma vida. Entre todos ellos, la especulación es quien sin error hace que conozcamos lo que debemos elegir y evitar para la sanidad del cuerpo y tranquilidad del alma; pues el fin no es otro que vivir felizmente. Por amor de esto hacemos todas las cosas, a fin de no dolernos ni conturbarnos. Conseguido esto, se disipa cualquiera tempestad del ánimo, no pudiendo encaminarse el animal como a una cosa menor, y buscar otra con que complete el bien del alma y cuerpo.
Nosotros necesitamos del deleite cuando nos dolemos de no tenerlo; mas cuando no nos dolemos, ya no lo necesitamos. Por lo cual decimos que el deleite es el principio y fin de vivir felizmente. A éste conocemos por primero y congénito bien: de él toman origen toda elección y fuga; y a él ocurrimos discerniendo todo bien por medio de la perturbación o pasión como a regla. Y por cuanto es éste el primero y congénito bien, por eso no elegimos todos los deleites, antes bien acontece que pasamos por encima de muchos cuando de ellos se nos ha de seguir mayor molestia. Aun preferimos algunos dolores a los deleites, si se ha de seguir mayor deleite a la diuturna tolerancia de los dolores.
Todo deleite es un bien a causa de tener por compañera la naturaleza, pero no se ha de elegir todo deleite. También todo dolor es un mal; pero no siempre se han de huir todos los dolores. Debemos, pues, discernir todas estas cosas por conmensuración, y con respecto a la conveniencia o desconveniencia; pues en algunos tiempos usamos del bien como si fuese mal, y al contrario, del mal como si fuese bien. Tenemos por un gran bien el contentarse con una suficiencia, no porque siempre usemos escasez, sino para vivir con poco cuando no tenemos mucho, estimando por muy cierto que disfrutan suavemente de la magnificencia y abundancia los que menos la necesitan, y que todo lo que es natural es fácil de prevenir; pero lo vano, muy difícil. Asimismo, que los alimentos fáciles y sencillos son tan sabrosos como los grandes y costosos, cuando se remueve y aleja todo lo que puede causarnos el dolor de la carencia. El pan ordinario (13) y el agua dan una suavidad y deleite suma cuando un necesitado llega a conseguirlos.
El acostumbrarnos, pues, a comidas simples y nada magníficas es conducente, para la salud; hace al hombre solícito en la práctica de las cosas necesarias a la vida; nos pone en mejor disposición para concurrir una u otra vez a los convites suntuosos, y nos prepara el ánimo y valor contra los vaivenes de la fortuna. Así, que cuando decimos que deleite es el fin, no queremos entender los deleites de los lujuriosos y derramados, y los que consisten en la fruición, como se figuraron algunos, ignorantes de nuestra doctrina o contrarios a ella, o bien que la entendieron siniestramente; sino que unimos el no padecer dolor en el cuerpo con el estar tranquilo en el ánimo. No son los convites y banquetes, no la fruición de muchachos y mujeres, no el sabor de los pescados y de los otros manjares que tributa una mesa magnífica quien produce la vida suave, sino un sobrio raciocinio que indaga perfectamente las causas de la elección y fuga de las cosas, y expele las opiniones por quienes ordinariamente la turbación ocupa los ánimos.
De todas estas cosas la primera (14) y principal es la prudencia; de manera que lo más estimable y precioso de la filosofía es esta virtud, de la cual proceden todas las demás virtudes. Enseñamos que nadie puede vivir dulcemente sin ser prudente, honesto y justo; y por el contrario, siendo prudente, honesto y justo, no podrá dejar de vivir dulcemente; pues las virtudes son congénitas con la suavidad de vida, y la suavidad de vida es inseparable de las virtudes. Porque �quién crees que puede aventajarse a aquél que opina santamente de los dioses, nunca teme la muerte, y discurre bien del fin de la naturaleza; que pone el término de los bienes en cosas fáciles de juntar y prevenir copiosamente, y el de los males en tener por breves su duración y su molestia; que niega el hado, al cual muchos introducen como dueño absoluto de todo, y sólo concede que tenemos algunas cosas por la fortuna, y las otras por nosotros mismos; y en suma, que lo que está en nosotros es libre, por tener consigo por naturaleza la reprensión o la recomendación? Sería preferible seguir las fábulas acerca de los dioses, a deferir servilmente al hado de los naturalistas; pues lo primero puede esperar excusa por el honor de los dioses; pero lo segundo se ve en una necesidad inexcusable (15).
[Epicuro no tiene por diosa a la Fortuna, como creen algunos (pues para Dios nada se hace sin orden), ni tampoco por causa instable (esto es, afirma que de la Fortuna ningún bien ni mal proviene a los hombres para la vida feliz y bienaventurada); pero que suele ocasionar principios de grandes bienes y males.] �Se ha de juzgar que es mejor ser infeliz racionalmente, que feliz irracionalmente; y que gobierna la fortuna lo que en las operaciones se ha juzgado rectamente.
Estas cosas y otras semejantes deberás meditar continuamente día y noche contigo mismo y con tus semejantes; con lo cual, ya duermas, ya veles, nunca padecerás perturbación alguna, sino que vivirás como un dios entre los hombres; pues el hombre que vive entre bienes inmortales, nada tiene de común con el animal mortal.�
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