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Filosofía desde la trinchera

Ortega, el yo y las circunstancias.

Ortega, el yo y las circunstancias.

“Yo soy yo y mis circunstancias”, dice Ortega, pero como hemos señalado ya, es común que se conozca la mitad de la sentencia orteguiana y se pierde la segunda que es la que le da sentido. “…y si no las salvo a ellas, no me salvo yo”. Está claro que aquí Ortega une circunstancias y yo. Todo lo contrario de lo que puede aparentar la primera parte de la famosa cita. No hay distinción o separación entre lo que yo soy y mis circunstancias…, es más, lo que yo soy viene determinado por mis circunstancias que condicionan mi yoidad. Ahora bien, ese yo, tampoco es un yo permanente. Es, para empezar, pura virtualidad condicionada por las circunstancias que, a su vez, son las de ese sujeto y no la de otro y que vienen dadas en el tiempo como fruto, ellas mismas, de causas y condiciones. Porque las circunstancias, las poquísimas que conocemos, son condicionadas por la interpretación del sujeto. Es aquello que decía Nietzsche -y que comentaremos a parte- de “No hay hechos, sino interpretaciones”. Es decir, que las circunstancias y el sujeto son en tanto que coemergen el uno del otro de manera sinérgica. Es decir, que están coimplicados, que no pueden ser separados o escindidos. Hay un determinismo débil en la sentencia orteguiana; porque éste afirma: si no las salvo a ellas… Esto es, hay como una voluntad del yo, voluntad que quizás Ortega pensase que existía realmente; no lo sé. Pero sí creo saber que, la voluntad, eso que rimbombantemente llamamos: libre albedrío, pues no es más que el resultado de múltiples, innumerables e incognoscibles causas y condiciones (las circunstancias). Esto se escapa a lo que Ortega pudo querer decir. No lo sé, porque no soy un especialista, ni en Ortega, ni en nada. Pero, a partir de Ortega, o de otros, pienso por mi cuenta, interpreto. En realidad, ya lo dijo Nietzsche como apunté antes: “No hay hechos, sólo interpretaciones”.

Pero no nos desviemos demasiado, aunque qué otra cosa es filosofar sino dar vueltas sobre lo mismo una y otra vez y en ese cansino reflexionar siempre va emergiendo algo nuevo. No hay repetición, aunque lo parezca. Ése dar vueltas sobre lo mismo, que es el filosofar, es un girar en espiral, no un retorno siempre de lo mismo. Y esto es así inevitablemente porque nos vamos autocreando. Y está en la propia frase de Ortega. Salvar las circunstancias es elegir entre ellas, las que conocemos, de tal manera que nuestra elección nos salve de la catástrofe. Del mal que nos acecha, que llevamos dentro, en la supuesta naturaleza que creemos ser y en las circunstancias; y que eludimos si somos los suficientemente inteligentes. Claro, como se ve, esa elección, supuestamente libre, viene condicionada y, además, decimos que ha de ser inteligente. Pero, fijémonos, que, aquí, cuando decimos inteligente, no podemos separar la inteligencia lógico-lingüística de las emociones o los afectos. La inteligencia es, como decía la filósofa Adela Cortina, inteligencia cordial (de cor, cores, corazón en latín). Y ello conlleva que lo lógico viene condicionado por lo emocional o afectivo y a la inversa. Por eso la elección no es tan libre como parece. Podemos hablar, para no meternos en honduras, de un determinismo débil. El caso es que el yo, el sujeto del que habla Ortega es una construcción. Atrás queda el yo cartesiano, lógico-matemático y sustancial. Aquí el yo es sujeto y el sujeto es existencial (el conjunto de experiencias que constituyen a las circunstancias), no substancial. Eso es, que el sujeto cambia, es impermanente, supuestamente se autoconstruye, pero condicionadamente por las circunstancias. Éstas, ni son todas las que conocemos, ni permanentes. En realidad, circunstancias y yo constituyen la existencia, la subjetividad.

Y yendo más allá de Ortega, pero sin contradecirlo, aunque él no tuviera conocimiento de esto (ya digo que lo que digan las grandes inteligencias son una forma de mirar el mundo privilegiada desde la cual nosotros miramos con nuestros propios ojos), podemos decir que el sujeto, la subjetividad, en un proceso de autoindagación, es experiencia, o, más exactamente, un conjunto de experiencias, pero si indagamos en ellas, las experiencias aparecen permanencen cambiando y desaparecen. Es decir, siguiendo al filósofo Chul Han, lo característico del ser es la Ausencia. El que nunca es el que era. Lo que llamaba Heráclito el eterno fluir de las cosas y nos ofrecía la imagen del río. Y, curiosamente, esto es lo mismo que nos apunta el budismo como Vacuidad y el taoísmo como el Tao que lo impregna todo, que es inefable y, cuya metáfora es también la del río que fluye. Y esto ya sería hablar de otra cosa, pero, si seguimos la lógica de la eliminación del sujeto sustancial nos quedamos en la subjetividad existencial y esto es la ausencia de yo. Algo bien conocido por la mística occidental y por el pensamiento filosófico oriental. Y, también, por el segundo Heidegger que, como es sabido, mantuvo sus contactos con el pensamiento oriental de primera mano, aunque no citase. Por eso, su último pensamiento fuera un mostrar. Y Ortega, que no sabemos quién copia a quién, pues con su sujeto y sus circunstancias disuelve lo sustancial en lo vital. Es decir, la VIDA, como Ausencia o Vacuidad o Eterno Fluir es la unidad impermanente y cambiante del yo y las circunstancias. En última instancia: nombres detrás de los que no hay cosa o substancia.

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