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Filosofía desde la trinchera

Textos de selectividad

Marx MANIFIESTO COMUNISTA.

BURGUESES Y PROLETARIOS [*1*]

 

La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días [*2*] es la historia de las luchas de clases.

Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros [*3*] y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes.

En las anteriores épocas históricas encontramos casi por todas partes una completa división de la sociedad en diversos estamentos, una múltiple escala gradual de condiciones sociales. En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos; en la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros, oficiales y siervos, y, además, en casi todas estas clases todavía encontramos gradaciones especiales.

La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha por otras nuevas.

Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado.

De los siervos de la Edad Media surgieron los villanos libres de las primeras ciudades; de este estamento urbano salieron los primeros elementos de la burguesía.

El descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los mercados de las Indias y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido, y aceleraron, con ello, el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición.

El antiguo modo de explotación feudal o gremial de la industria ya no podía satisfacer la demanda, que crecía con la apertura de nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. La clase media industrial suplantó a los maestros de los gremios; la división del trabajo entre las diferentes corporaciones desapareció, ante la división del trabajo en el seno del mismo taller.

Pero los mercados crecían sin cesar; la demanda iba siempre en aumento. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El vapor y la maquinaria revolucionaron entonces la producción industrial. La gran industria moderna sustituyó a la manufactura; el lugar de la clase media industrial vinieron a ocuparlo los industriales millonarios -- jefes de verdaderos ejércitos industriales -- , los burgueses modernos.

La gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación y de todos los medios de transporte por tierra. Este desarrollo influyó a su vez en el auge de la industria, y a medida que se iban extendiendo la industria, el comercio, la navegación y los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, multiplicando sus capitales y relegando a segundo término a todas las clases legadas por la Edad Media.

La burguesía moderna, como vemos, es por sí misma fruto de un largo proceso de desarrollo, de una serie de revoluciones en el modo de producción y de cambio.

Cada e tapa de la evolución recorrida por la burguesía ha ido acompañada del correspondiente éxito político [10].*** Estamento oprimido bajo la dominación de los señores feudales; asociación armada y autónoma en la comuna [*4*]; en unos sitios, República urbana independiente; en otros, tercer estado tributario de la monarquía [11]; después, durante el período de la manufactura, contrapeso de la nobleza en las monarquías feudales o absolutas y, en general, piedra angular de las grandes monarquías, la burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del Poder político en el Estado representativo moderno. El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.

La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.

Dondequiera que ha conquistado el Poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus "superiores naturales" las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel "pago al contado". Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y bien adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotacion abierta, descarada, directa y brutal.

La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al sabío, los ha convertido en sus servidores asalariados.

La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las redujo a simples relaciones de dinero.

La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la que primero ha demostrado lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a los éxodos de los pueblos y a las Cruzadas.

La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales. La conservación del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes. Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores[12]. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.

Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes.

Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía dio un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indigenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la producción intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.

Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza.

La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.

KANT ¿Qué es la ilustración?

Kant: ¿Qué es Ilustración?

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.


La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.


Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.


Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.


Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.

Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.

Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas �cuidadosamente examinadas y bien intencionadas� acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función �en tanto conductor de la Iglesia� como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.

Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto �hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así� mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.

Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual �con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos� o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.


Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o �el siglo de Federico�.


Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos �sin perjuicio de sus deberes profesionales� pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.


He puesto el punto principal de la ilustración �es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable� en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.


Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

Kant: Filosofía de la Historia. Ed. Nova. Buenos Aires.

Marx

 

Manifiesto del Partido Comunista

Carlos Marx y Federico Engels

¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS!

 (Publicado por primera vez el 25 de febrero de 1.848)

 

MANIFIESTO DEL PARTIDO COMUNISTA

 

            Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el Zar, Metternichy Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.

            ¿Qué partido de oposición no ha sido motejado de comunista por sus adversarios en el poder? ¿Qué partido de oposición, a su vez, no ha lanzado, tanto a los representantes de la oposición más avanzados, como a sus enemigos reaccionarios, el epíteto zahiriente de `comunista’?

            De este hecho resulta una doble enseñanza:

            Que el comunismo está ya reconocido como una fuerza por todas las potencias de Europa.

            Que ya es hora de que los comunistas expongan a la faz del mundo entero sus conceptos, sus fines y sus tendencias; que opongan a la leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto del propio partido.

            Con este fin, comunistas de las más diversas nacionalidades se han reunido en Londres y han redactado el siguiente Manifiesto, que será publicado en inglés, francés, alemán, italiano, flamenco y danés.

 

Capítulo 1º.- Burgueses y proletarios

 

            La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases.

            Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestrosy oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna.

            En las anteriores épocas históricas encontramos casi por todas partes una completa diferenciación de la sociedad en diversos estamentos, una múltiple escala gradual de condiciones sociales. En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos; en la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros, oficiales y siervos, y, además, en casi todas estas clases todavía encontramos gradaciones especiales.

            La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha por otras nuevas.

            Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado.

            De los siervos de la Edad Media surgieron los vecinos libres de las primeras ciudades; de este estamento urbano salieron los primeros elementos de la burguesía.

            El descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los mercados de la India y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido, y aceleraron con ello el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición.

            La antigua organización feudal o gremial de la industria ya no podía satisfacer la demanda, que crecía con la apertura de nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. El estamento medio industrial suplantó a los maestros de los gremios; la división del trabajo entre las diferentes corporaciones desapareció ante la división del trabajo en el seno del mismo taller.

            Pero los mercados crecían sin cesar; la demanda iba siempre en aumento. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El vapor y la maquinaria revolucionaron entonces la producción industrial. La gran industria moderna sustituyó a la manufactura; el lugar del estamento medio industrial vinieron a ocuparlo los industriales millonarios -jefes de verdaderos ejércitos industriales-, los burgueses modernos.

            La gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial aceleró prodigiosamente el desarrollo del comercio, de la navegación y de los medios de transporte por tierra. Este desarrollo influyó, a su vez, en el auge de la industria, y a medida que se iban extendiendo la industria, el comercio, la navegación y los ferrocarriles, desarrollábase la burguesía, multiplicando sus capitales y relegando a segundo término a todas las clases legadas por la Edad Media.

            La burguesía moderna, como vemos, es ya de por sí fruto de un largo proceso de desarrollo, de una serie de revoluciones en el modo de producción y de cambio.

            Cada etapa de la evolución recorrida por la burguesía ha ido acompañada del correspondiente progreso político. Estamento bajo la dominación de los señores feudales; asociación armada y autónoma en la comuna;en unos sitios, República urbana independiente; en otros, tercer estado tributario de la monarquía;después, durante el período de la manufactura, contrapeso de la nobleza en las monarquías estamentales, absolutas y, en general, piedra angular de las grandes monarquías, la burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el Estado representativo moderno. El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.

            La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.

            Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus "superiores naturales" las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel "pago al contado". Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.

            La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados.

            La burguesía ha desgarrado el velo de emotivo sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero.

            La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar qué puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas de las pirámides de Egipto, de los acueductos romanos y de las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas de las migraciones de los pueblos y de las Cruzadas.

            La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción, y con ello todas las relaciones sociales. La conservación del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes. Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Quedan rotas todas las relaciones estancadas y enmohecidas -con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos-; hácense añejas las nuevas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado de esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.

            Espoleada por la necesidad de dar a sus productos una salida cada vez mayor, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes.

            Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento y la autarquía de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.

            Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas chinas y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros.Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza.

Locke

 

J. Locke: Segundo tratado sobre el gobierno civil. Capítulo 9. Alianza Editorial, Madrid.

 

 

CAPÍTULO 9

De los fines de la sociedad política y del gobierno

 

123. Si en el estado de naturaleza la libertad de un hombre es tan grande como hemos dicho; si él es señor absoluto de su propia persona y de sus posesiones en igual medida que pueda serlo el más poderoso; y si no es súbdito de nadie, ¿por qué decide mermar su libertad? ¿Por qué renuncia a su imperio y se somete al dominio y control de otro poder? La respuesta a estas preguntas es obvia. Contesto diciendo que, aunque en el estado de naturaleza tiene el hombre todos esos derechos, está, sin embargo, expuesto constantemente a la incertidumbre y a la amenaza de ser invadido por otros. Pues como en el estado de naturaleza todos son reyes lo mismo que él, cada hombre es igual a los demás; y corno la mayor parte de ellos no observa estrictamente la equidad y la justicia, el disfrute de la propiedad que un hombre tiene en un estado así es sumamente inseguro. Esto lo lleva a querer abandonar una condición en la que, aunque él es libre, tienen lugar miedos y peligros constantes; por lo tanto, no sin razón está deseoso de unirse en sociedad con otros que ya están unidos o que tienen intención de estarlo con el fin de preservar sus vidas, sus libertades y sus posesiones, es decir, todo eso a lo que doy el nombre genérico de "propiedad".

124. Por consiguiente, el grande y principal fin que lleva a los hombres a unirse en estados y a ponerse bajo un gobierno, es la preservación de su propiedad, cosa que no podían hacer en el estado de naturaleza, por faltar en él muchas cosas:

Primero, faltaba una ley establecida, fija y conocida, una ley que hubiese sido aceptada por consentimiento común, como norma de lo bueno y de lo malo, y como criterio para decidir entre las controversias que surgieran entre los hombres. Pues aunque la ley natural es clara e inteligible para todas las criaturas racionales, los hombres, sin embargo, cegados por sus propios intereses y por no haber estudiado dicha ley debidamente, tienen tendencia a no considerarla como obligatoria cuando se refiere a sus propios casos particulares.

125. En segundo lugar, falta en el estado de naturaleza un juez público e imparcial, con autoridad para resolver los pleitos que surjan entre los hombres, según la ley establecida. Pues en un estado así, cada uno es juez y ejecutor de la ley de naturaleza, y como los hombres son parciales para consigo mismos, la pasión y la venganza pueden llevarlos a cometer excesos cuando juzgan apasionadamente su propia causa, y a tratar con negligencia y despreocupación las causas de los demás.

126. En tercer lugar, falta a menudo en el estado de naturaleza un poder que respalde y dé fuerza a la sentencia cuando ésta es justa, a fin de que se ejecute debidamente. Aquellos que por injusticia cometen alguna ofensa, rara vez sucumbirán allí donde les es posible hacer que su injusticia impere por la fuerza. Una resistencia así hace que el castigo resulte peligroso, y aun destructivo, para quienes lo intentan.

127. Así, la humanidad, a pesar de todos los privilegios que conlleva el estado de naturaleza, padece

una condición de enfermedad mientras se encuentra en tal estado, y por eso se inclina a entrar en sociedad cuanto antes. Por eso sucede que son muy pocas las veces que encontramos grupos de hombres que viven continuamente en estado semejante. Pues los inconvenientes a los que están allí expuestos (inconvenientes que provienen del poder que tiene cada hombre para castigar las transgresiones de los otros) los llevan a buscar protección bajo las leyes establecidas del gobierno, a fin de procurar la conservación de su propiedad. Esto es lo que los hace estar tan deseosos de renunciar al poder de castigar que tiene cada uno, y de entregárselo a una sola persona para que lo ejerza entre ellos; esto es lo que los lleva a conducirse según las reglas que la comunidad, o aquellos que han sido por ellos autorizados para tal propósito, ha acordado. Y es aquí donde tenemos el derecho original del poder legislativo y del ejecutivo, así como el de los gobiernos de las sociedades mismas.

128. Porque en el estado de naturaleza (omitiendo ahora la libertad que se tiene para disfrutar de placeres inocentes), un hombre posee dos poderes:

El primero es el de hacer todo lo que a él le parezca oportuno para la preservación de sí mismo y de otros, dentro de lo que le permite la ley de la naturaleza; por virtud de esa ley, que es común a todos ellos, él y el resto de la humanidad son una comunidad, constituyen una sociedad separada de las demás criaturas. Y si no fuera por la corrupción y maldad de hombres degenerados, no habría necesidad de ninguna otra sociedad, y no habría necesidad de que los hombres se separasen de esta grande y natural comunidad para reunirse, mediante acuerdos declarados, en asociaciones pequeñas y apartadas las unas de las otras.

El otro poder que tiene el hombre en el estado de naturaleza es el poder de castigar los crímenes cometidos contra esa ley. A ambos poderes renuncia el hombre cuando se une a una privada, si pudiéramos llamarla así, o particular sociedad política, y se incorpora a un Estado separado del resto de la humanidad.

129. El primer poder, es decir, el de hacer lo que cree oportuno para la preservación de sí mismo y del resto de la humanidad, es abandonado por el hombre para regirse por leyes hechas por la sociedad, en la medida en que la preservación de sí mismo y del resto de esa sociedad lo requiera; y esas leyes de la sociedad limitan en muchas cosas la libertad que el hombre tenía por ley de naturaleza.

130. En segundo lugar, el hombre renuncia por completo a su poder de castigar, y emplea su fuerza natural -la cual podía emplear antes en la ejecución de la ley de naturaleza, tal y como él quisiera y con autoridad propia- para asistir al poder ejecutivo de la sociedad, según la ley de la misma lo requiera; pues al encontrarse ahora en un nuevo Estado, en el cual va a disfrutar de muchas comodidades derivadas del trabajo, de la asistencia y de la asociación de otros que laboran unidos en la misma comunidad, así como de la protección que va a recibir de toda la fuerza generada por dicha comunidad, ha de compartir con los otros algo de su propia libertad en la medida que le corresponda, contribuyendo por sí mismo al bien, a la prosperidad y a la seguridad de la sociedad, según ésta se lo pida, lo cual no es solamente necesario, sino también justo, pues los demás miembros de la sociedad hacen lo mismo.

131. Pero aunque los hombres, al entrar en sociedad, renuncian a la igualdad, a la libertad y al poder ejecutivo que tenía en el estado de naturaleza, poniendo todo esto en manos de la sociedad misma para que el poder legislativo disponga de ello según lo requiera el bien de la sociedad, esa renuncia es hecha por cada uno con la exclusiva intención de preservarse a sí mismo y de preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor, ya que no puede suponerse que criatura racional alguna cambie su situación con el deseo de ir a peor. Y por eso, el poder de la sociedad o legislatura constituida por ellos, no puede suponerse que vaya más allá de lo que pide el bien común, sino que ha de obligarse a asegurar la propiedad de cada uno, protegiéndolos a todos contra aquellas tres deficiencias que mencionábamos más arriba y que hacían del estado de naturaleza una situación insegura y difícil, Y así, quienquiera que ostente el poder legislativo supremo en un Estado está obligado a gobernar según lo que dicten las leyes establecidas, promulgadas y conocidas del pueblo y no mediante decisiones imprevisibles; ha de resolver los pleitos por jueces neutrales y honestos, de acuerdo con dichas leyes y está obligado a emplear la fuerza de la comunidad, exclusivamente, para que esas leyes se ejecuten dentro del país, y si se trata de relaciones con el extranjero, debe impedir o castigar las injurias que vengan de afuera, y proteger a la comunidad contra incursiones e invasiones. Y todo esto no debe estar dirigido a otro fin que no sea el de lograr la paz, la seguridad y el bien del pueblo.

 

J. Locke: Segundo tratado sobre el gobierno civil. Alianza Editorial, Madrid.

 

 

Tomás de Aquino

 

SANTO TOMÁS DE AQUINO: DE LA MONARQUÍA, LIBRO I, CAP. 1, 2 y 3. Ediciones Tecnos y Altaya (misma traducción), Madrid, 1987 y 1997.


CAPÍTULO 1: El hombre tiene necesidad de ser gobernado por alguien, puesto que debe vivir en sociedad; se distinguen varios poderes o regímenes

2. Es necesario comenzar ahora en nuestro comentario por exponer qué se entiende por la palabra rey. Porque todo cuanto se ordena a un fin puede ser conducido por diferentes caminos, se precisa un dirigente por medio del cual llegue directamente a su fin todo lo destinado a él. La nave, que se mueve por el impulso de vientos diversos hacia lugares distintos, no llegaría al fin previsto si no fuera dirigida hacia el puerto por un timonel competente; el hombre tiene algún fin al que se ordena toda su vida y su acción, porque actúa por medio del entendimiento cuyo obrar se descubre por su fin. Pero sucede que los hombres se dirigen al fin apetecido de modos diversos, cosa que la misma diversidad de las inclinaciones y las acciones humanas nos muestra. Luego el hombre necesita alguien que lo dirija a su fin. Cada hombre tiene grabada naturalmente la luz de la razón, para que con aquélla en sus actos se dirija a él. Y si en verdad le conviniera al hombre vivir individualmente, como sucede con muchos animales, no precisaría de nadie que le dirigiera a su fin, sino que él mismo, cada uno, sería su propio rey bajo el supremo rey Dios, porque a través de la luz de la razón, que le otorga Dios, él mismo dirigiría sus propias acciones. Pero corresponde a la naturaleza del hombre ser un animal sociable1 y político2que vive en sociedad, más aún que el resto de los animales, cosa que nos revela su misma necesidad natural3. Pues la naturaleza preparó a los demás animales la comida, su vestido, su defensa, por ejemplo los dientes, cuernos, garras o, al menos, velocidad para la fuga. El hombre, por el contrario, fue creado sin ninguno de estos recursos naturales, pero en su lugar se le dio la razón para que a través de ésta pudiera abastecerse con el esfuerzo de sus manos4de todas esas cosas, aunque un solo hombre no se baste para conseguirlas todas. Porque un solo hombre por sí mismo no puede bastarse en su existencia. Luego el hombre tiene como natural el vivir en una sociedad de muchos miembros.

3. Además, a los otros animales la naturaleza les inculcó todo lo que les es beneficioso o nocivo, como la oveja ve naturalmente en el lobo a un enemigo. Incluso algunos animales conocen naturalmente algunas hierbas medicinales y otras necesarias para su vida. El hombre, por el contrario, únicamente en comunidad tiene un conocimiento natural de lo necesario para su vida de modo que, valiéndose de los principios naturales a través de la razón llega al conocimiento de cada una de las cosas necesarias para la vida humana. No es, por tanto, posible que un solo hombre llegue a conocer todas estas cosas a través de su razón. Luego el hombre necesita vivir en sociedad, ayudarse uno a otro, de manera que cada uno investigue una cosa por medio de la razón, uno la medicina, uno esto, otro aquello.

Esto se ve con claridad meridiana en el hecho de que es propio del hombre el hablar, por medio del cual una persona puede comunicar totalmente a otra sus ideas. En cambio, los otros animales expresan mutuamente sus pasiones por gestos comunes, como el perro su idea por el ladrido y otros animales diversas pasiones de distintos modos. Luego el hombre es más comunicativo para otro hombre que cualquier otro animal gregario que pueda verse, como la grulla, la hormiga y la abeja5. Teniendo en cuenta esto, dijo Salomón6: Mejor es vivir dos juntos que uno solo. Porque tienen la ventaja de la mutua compañía.

4. Luego si la naturaleza del hombre exige que viva en una sociedad plural, es preciso que haya en los hombres algo por lo que se rija la mayoría. Pues, al existir muchos hombres y preocuparse cada uno de aquello que le beneficia, la multitud se dispersaría en diversos núcleos a no ser que hubiese alguien en ella que cuidase del bien de la sociedad, como el cuerpo del hombre o de cualquier animal se desvanecería si no hubiese alguna fuerza común que lo dirigiera a buscar el bien común de todos sus miembros. Por este motivo dijo Salomón7: Cuando no hay gobierno se dispersa el pueblo. Esto sucede con toda razón; pues no es lo mismo lo propio que lo común8 Por lo propio se enemistan algunos, por lo común se unen. Pues se dan distintas causas para distintos efectos. Luego conviene que, además de lo que mueve a cada uno hacia su propio bien, haya algo que mueva al bien común de muchos. Por eso mismo encontramos algo que rige mejor a todo cuanto se halla ordenado9.En el conjunto de los cuerpos otros cuerpos son dirigidos por el primero, o sea, el celeste, según el orden de la divina providencia, y todos los cuerpos lo son por la criatura racional10 . En el hombre individual el alma dirige al cuerpo, mientras que la razón gobierna las partes de¡ alma irascible y concupiscible11. Asimismo entre los miembros del cuerpo hay uno principal que mueve a todos, bien el corazón, bien la cabeza12 . Luego es preciso que en toda sociedad haya algo que la dirija.

5. Sucede13, pues, que todo lo que se halla ordenado a un fin avanza unas veces rectamente y otras no; por ello la sociedad en ocasiones es bien dirigida y en ocasiones mal 14. Cada cosa está bien regida cuando se la conduce al fin que le conviene. Pero es distinto el fin que conviene a los libres que el que a los siervos. Porque es libre quien es por causa de sí mismo, mientras que siervo es quien, cuanto es, lo es por causa de otro; luego, si la sociedad de los libres es dirigida por quien gobierna hacia su bien común, se da un régimen recto y justo, como corresponde a los libres15. Si, por el contrario, el gobierno se dirige no al bien común de la sociedad, sino al bien individual de quien gobierna, se dará un régimen injusto y perverso, por lo que también el Señor amenaza a tales dirigentes por medio de Ezequiel que dice16: ¡Ay de los pastores que se apacientan a sí mismos!, o sea, de quienes buscan su propio beneficio; ¿acaso los rebaños no deben ser apacentados por los pastores? Porque los pastores deben buscar el bien del rebaño y cada uno de los dirigentes el bien de la sociedad sujeta a ellos.

6. Luego si llega a haber un régimen injusto solamente a causa de una persona17, que busca en el gobierno su propio beneficio pero no el bien de la sociedad a él sometida, tal dirigente es llamado tirano, nombre derivado de la palabra fuerza18porque oprime, con la fuerza, y no gobierna con la justicia; por eso también los antiguos llamaban tiranos a algunos poderosos. Pero si en verdad no llega a haber un régimen injusto solamente a causa de uno sino de varios, aunque no sean muchos, se le llama oligarquía, o sea, gobierno de pocos, cuando unos pocos oprimen a su pueblo, por ejemplo, por medio de las riquezas, diferenciándose del tirano únicamente en la pluralidad. Y, si el gobierno inicuo es ejercido por muchos, se denomina democracia, o sea, poder del pueblo, cuando, por ejemplo, el pueblo oprime a los ricos con una fuerza aún más plebeya. De esta forma el pueblo actúa como un único tirano.

De igual modo puede dividirse el régimen justo. Si es gobernado por un grupo, se le llama con el nombre común de política, como cuando el grupo de los guerreros domina una ciudad o una provincia19. Pero si es gobernado por unos pocos honestos, a ese régimen se le llama aristocracia, o sea, el gobierno mejor o de los mejores, los cuales son llamados por eso próceres20. Mas, si realmente el gobierno justo es ejercido por uno exclusivamente, aquél es llamado con propiedad rey: por eso el Señor dice en Ezequiel21 : Mi siervo David será rey sobre todos y único pastor de todos ellos.

7. De ello se desprende que pertenece a la noción de rey ser uno solo el que presida y sea pastor, buscando el bien común de la sociedad y no el suyo. Como compete al hombre vivir en sociedad, porque él mismo no se basta a procurarse lo necesario para vivir si permanece en solitario, es preciso que la sociedad de muchos sea tanto más perfecta cuanto más suficiente sea por sí misma para lograr lo necesario para la vida22. Pues se da lo suficiente para vivir en familia los de una casa, en cuanto a lo necesario para los actos normales de nutrición y generación de la prole y similares; en un barrio23, en cuanto a lo que se precisa para una profesión; en una ciudad, la comuni­dad perfecta en cuanto a lo necesario para la vida, pero todavía más en una provincia24 por la necesidad de lucha y mutuo auxilio contra los enemigos. Por eso, el que diri­ge una comunidad perfecta, o sea, una ciudad o provin­cia, es llamado rey por antonomasia25 ; el que gobierna la casa, por el contrario, no se llama rey, sino padre de familia. Tiene, sin embargo, alguna semejanza con el rey26puesto que a veces los reyes son denominados padres del pueblo.

Luego es evidente por lo anterior que rey es aquel que dirige la sociedad de una ciudad o provincia hacia el bien común; de ahí que diga Salomón27: El rey manda que toda la tierra le sirva.

 

 

 

Platón

Platón

(Libro VII de la República. Ed. Gredos, páginas 338-348. Madrid, 1.986)

-Después de eso -proseguí- compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su ex- tensión, a la luz. En ellas están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.

-Me lo imagino...

-Imagínate ahora que, del otro lado del tabique , pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.

-Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

-Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?

-Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.

-¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?

-Indudablemente.

-Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿note parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven?(1)

-Necesariamente.

-Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y algunos de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?

-¡Por Zeus que sí!

-¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados?

-Es de toda necesidad.

-Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, ¿qué pasaría si naturalmente(2) les ocurriese que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes? ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?

-Mucho más verdaderas.

-Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?

-Así es.

-Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?

-Por cierto, al menos inmediatamente.

-Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.

-Sin duda.

-Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo cómo es en sí y por sí, en su propio ámbito.

-Necesariamente.

-Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.

-Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

-Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?

-Por cierto.

-Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquellos? ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y "preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre”(3) o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?

-Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.

-Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

-Sin duda.

-Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y, se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?

-Seguramente.

-Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibido, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.

-Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.

-Mira también si lo compartes en esto: no hay que asombrarse de que quienes han llegado allí no estén dispuestos a ocuparse de los asuntos humanos, sino que sus almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría descrita es correcta también en esto.

-Muy natural.

-Tampoco seria extraño que alguien que, de contemplar las cosas divinas, pasara a las humanas, se comportase desmañadamente y quedara en ridículo por ver de modo confuso y, no acostumbrado aún en forma suficiente a las tinieblas circundantes, se viera forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte, a disputar sobre sombras de justicia o sobre las figurillas de las cuales hay sombras, y a reñir sobre esto del modo en que esto es discutido por quienes jamás han visto la Justicia en sí.

-De ninguna manera sería extraño.

-Pero si alguien tiene sentido común, recuerda que los ojos pueden ver confusamente por dos tipos de perturbaciones: uno al trasladarse de la luz a la tiniebla, y otro de las tiniebla a la luz; y al considerar que esto es lo que le sucede al alma, en lugar de reírse irracionalmente cuando la ve perturbada e incapacitada de mirar algo, habrá de examinar cuál de los dos casos es: si es que al salir de una vida luminosa ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor ignorancia hacia lo más luminoso, es obnubilada por el resplandor. Así, en un caso se felicitará de lo que le sucede y de la vida a que accede; mientras en el otro se apiadará, y, si se quiere reír de ella, su risa será menos absurda que si se descarga sobre el alma que desciende desde la luz.

-Lo que dices es razonable.

-Debemos considerar entonces, si esto es verdad, que la educación no es como la proclaman algunos. Afirman que, cuando la ciencia no está en el alma, ellos la ponen, como si se pusiera la vista en ojos ciegos.

-Afirman eso, en efecto.

-Pues bien, el presente argumento indica que en el alma de cada uno hay el poder de aprender y el órgano para ello, y que, así como el ojo no puede volverse hacia la luz y dejar las tinieblas si no gira todo el cuerpo, del mismo modo hay que volverse desde lo que tiene génesis con toda el alma, hasta que llegue a ser capaz de soportar la contemplación de lo que es, y lo más luminoso de lo que es, que es lo que llamamos el Bien. ¿No es así?

-Sí.

-Por consiguiente, la educación sería el arte de volver este órgano del alma del modo más fácil y eficaz en que puede ser vuelto, mas no como si le infundiera la vista, puesto que ya la posee, sino, en caso de que se lo haya girado incorrectamente y no mire adonde debe, posibilitando la corrección.

-Así parece, en efecto.

-Ciertamente, las otras denominadas "excelencias" del alma parecen estar cerca de las del cuerpo, ya que, si no se hallan presentes previamente, pueden después ser implantadas por el hábito y el ejercicio: pero la excelencia del comprender da la impresión de corresponder más bien a algo más divino, que nunca pierde su poder, y que según hacia dónde sea dirigida es útil y provechosa, o bien inútil y perjudicial. ¿O acaso no te has percatado de que esos que son considerados malvados, aunque en realidad son astutos, poseen un alma que mira penetrantemente y ve con agudeza aquellas cosas a las que se dirige, porque no tiene la vista débil sino que está forzada a servir al mal, de modo que, cuanto más agudamente mira, tanto más mal produce?

-¡Claro que sí!

-No obstante, si desde la infancia se trabajara podando en tal naturaleza lo que, con su peso plomífero y su afinidad con lo que tiene génesis y adherido por medio de la glotonería, lujuria y placeres de esa índole, inclina hacia abajo la vista del alma; entonces, desembarazada ésta de ese peso, se volvería hacia lo verdadero, y con este mismo poder en los mismos hombres vería del modo penetrante con que ve las cosas a las cuales está ahora vuelta.

-Es probable.

-¿Y no es también probable, e incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los hombres sin educación ni experiencia de la verdad puedan gobernar adecuadamente alguna vez el Estado, ni tampoco aquellos a los que se permita pasar todo su tiempo en el estudio, los primeros por no tener a la vista en la vida la única meta(4) a que es necesario apuntar al hacer cuanto se hace privada o públicamente, los segundos por no querer actuar, considerándose como si ya en vida estuviesen residiendo en la Isla de los Bienaventurados?(5)

-Verdad.

-Por cierto que es una tarea de nosotros, los fundadores de este Estado, la de obligar a los hombres de naturaleza mejor dotada a emprender el estudio que hemos dicho antes que era el supremo contemplar el Bien y llevar a cabo aquel ascenso y, tras haber ascendido y contemplado suficientemente, no permitirles lo que ahora se les permite.

-¿A qué te refieres?

-Quedarse allí y no estar dispuesto a descender junto a aquellos prisioneros, ni participar en sus trabajos y recompensas, sean éstas insignificantes o valiosas.

-Pero entonces -dijo Glaucón- ¿seremos injustos con ellos y les haremos vivir mal cuando pueden hacerlo mejor?

-Te olvidas nuevamente(6), amigo mío, que nuestra ley no tiende a que una sola clase lo pase excepcionalmente bien en el Estado, sino que se las compone para que esto suceda en todo el Estado, armonizándose los ciudadanos por la persuasión o por la fuerza, haciendo que unos a otros se presten los beneficios que cada uno sea capaz de prestar a la comunidad. Porque si se forja a tales hombres en el Estado, no es para permitir que cada uno se vuelva hacia donde le da la gana, sino para utilizarlos para la consolidación del Estado.

-Es verdad; lo había olvidado, en efecto.

-Observa ahora, Glaucón, que no seremos injustos con los filósofos que han surgido entre nosotros, sino que les hablaremos en justicia, al forzarlos a ocuparse y cuidar de los demás. Les diremos, en efecto, que es natural que los que han llegado a ser filósofos en otros Estados no participen en los trabajos de éstos, porque se han criado por sí solos, al margen de la voluntad del régimen político respectivo; y aquel que se ha criado solo y sin deber alimento a nadie, en buena justicia no tiene por qué poner celo en compensar su crianza a nadie. "Pero a vosotros os hemos formado tanto para vosotros mismos como para el resto del Estado, para ser conductores y reyes de los enjambres, os hemos educado mejor y más completamente que a los otros, y más capaces de participar tanto en filosofía como en la política. Cada uno a su turno, por consiguiente, debéis descender hacia la morada común de los demás y habituaros a contemplar las tinieblas; pues, una vez habituados, veréis mil veces mejor las cosas de allí y conoceréis cada una de las imágenes y de qué son imágenes, ya que vosotros habréis visto antes la verdad en lo que concierne a las cosas bellas, justas y buenas. Y así el Estado habitará en la vigilia para nosotros y para vosotros, no en el sueño, como pasa actualmente en la mayoría de los Estados, donde compiten entre sí como entre sombras y disputan en torno al gobierno, como si fuera algo de gran valor. Pero lo cierto es que el Estado en el que menos anhelan gobernar quienes han de hacerlo es forzosamente el mejor y el más alejado de disensiones, y lo contrario cabe decir del que tenga los gobernantes contrarios a esto".

-Es muy cierto.

-¿Y piensas que los que hemos formado, al oír esto, se negarán y no estarán dispuestos a compartir los trabajos del Estado, cada uno en su turno, quedándose a residir la mayor parte del tiempo unos con otros en el ámbito de lo puro?

-Imposible, pues estamos ordenando a los justos cosas justas. Pero además cada uno ha de gobernar por una imposición, al revés de lo que sucede a los que gobiernan ahora en cada Estado.

-Así es, amigo mío: Si has hallado para los que van a gobernar un modo de vida mejor que el gobernar, podrás contar con un Estado bien gobernado; pues sólo en él gobiernan los que son realmente ricos, no en oro, sino en la riqueza que hace la felicidad: una vida virtuosa y sabia. No, en cambio, donde los pordioseros y necesitados de bienes privados marchan sobre los asuntos públicos, convencidos de que allí han de apoderarse del bien; pues cuando el gobierno se convierte en objeto de disputas, semejante guerra doméstica e intestina acaba con ellos y con el resto del Estado.

-No hay cosa más cierta.

-¿Y sabes acaso de algún otro modo de vida, que el de la verdadera filosofía, que lleve a despreciar el mando político?

-No, por Zeus.

-Es necesario entonces que no tenga acceso al gobierno los que están enamorados de éste; si no, habrá adversario que los combata.

-Sin duda.

-En tal caso, ¿impondrás la vigilancia del Estado a otros que a quienes, además de ser los más inteligentes en lo que concierne al gobierno del Estado, prefieren otros honores y un modo de vida mejor que el del gobernante del Estado?

-No, a ningún otro. 

            -¿Quieres ahora que examinemos de qué modo se formarán tales hombres, y cómo se los ascenderá hacia la luz, tal como dicen que algunos han ascendido desde el Hades hasta los dioses?

            -¿Cómo no habría de quererlo?

            -Pero esto, me parece, no es como un voleo de concha(7), sino un volverse del alma desde un día nocturno hasta uno verdadero; o sea, de un camino de ascenso hacia lo que es, camino al que correctamente llamamos “filosofía”.

-Efectivamente

-Habrá entonces que examinar qué estudios tienen este poder.

-Claro está.

-¿Y qué estudio, Glaucón, será el que arranque al alma desde lo que deviene hacia lo que es? Al decirlo, pienso a la vez esto: ¿no hemos dicho que tales hombres debían haberse ejercitado ya en la guerra?

-Lo hemos dicho, en efecto.

-Por consiguiente, el estudio que buscamos debe añadir otra cosa a ésta.

-¿Cuál?

-No ser inútil a los hombres que combaten.

-Así debe ser, si es que eso es posible.

 

Notas

(1)O sea, los objetos transportados del otro lado del tabique, cuyas sombras, proyectadas sobre el fondo de la caverna, ven los prisioneros.

(2)No se trata de que lo que les sucediese fuera natural –el mismo Platón dice que obrarían “forzados”- sino acorde con la naturaleza humana.

(3)En Od. XI 489-490.

(4)La Idea de Bien.

(5)Desde Píndaro (Olímp. II 70-72) la Isla de los Bienaventurados es el lugar de los justos tras la muerte. Cf. Gorgias 423 a-b.

(6)Cf. Adimanto en IV 419a

(7)La expresión remite a un juego infantil, que Adam interpreta siguiendo a Grasberger: se arrojaba al aire una concha, negra de un lado y blanco de otro, y los jugadores, divididos en dos bandos, gritaban “noche” o “día” (de ahí da “día nocturno” o “día verdadero”, en la frase siguiente, según Forster, citado por Adam). Según de qué lado caía, en un bando echaba a correr y el otro lo perseguía. Platón quiere decir –interpreta Adam siguiendo a Schleiermacher- que la educación no es algo tan intrascendente como dicho juego.