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Filosofía desde la trinchera

 

 

                                   29 de diciembre de 2009

 

Estoicos y epicúreos.

 

            Desde luego que hay que volver a los griegos para no salir de ellos. Cada vez estoy más convencido que en el ámbito de la sabiduría, no así de la ciencia, aunque sí de sus bases, no nos es necesario casi salir de los griegos. Al menos en lo que se refiere a nuestra cultura occidental. Otro cantar es la sabiduría oriental y las sabidurías mistéricas. Pero eso es otra cosa, que además pienso que también tienen su punto de unión. Cuando a lo largo de la historia se han alcanzado altas cotas de sabiduría, como es el caso de Montiagne, La Boéte, Spinoza y otros, por referirme al ámbito ético, son buenísimas actualizaciones del pasado griego. El germen está en los griegos. Por su puesto que no sugiero aquí un reduccionismo. Hay una historia de la ética y del pensamiento político que está encuadrada en el devenir histórico de los acontecimientos y peripecias del hombre. Esto es innegable e ineludible. Pero en los orígenes se concentra lo que después se ha de desarrollar. Por eso hemos hablado ya aquí, en este conjunto de pensamientos contra el poder de un francotirador de las injusticias y las mentiras, del pensamiento de los sofistas y Sócrates, de Platón y Aristóteles. Y los hemos abordado desde su actualidad. Es decir desde las lecciones que nos pueden impartir. Lo mismo sucede, por citar dos de las escuelas helenísticas, con los estoicos y los epicúreos. Su pensamiento es siempre actual y su permanencia se hace más ostensible cuando atravesamos momentos de crisis.

 

            En primer lugar es interesante referirse al hecho de que a filosofía postarsitotélica es heredera de Sócrates. El pensamiento de Sócrates tuvo dos direcciones contrarias, pero que se encontraban en germen en el propio pensamiento de Sócrates. Por un lado tenemos la herencia de Platón. Éste filósofo dió la máxima importancia a la dimensión comunitaria del pensamiento de su maestro. Para él lo importante era la comunidad frente al individuo. Es curioso que la muerte de Sócrates la podemos interpretar como causada por la introducción de la eticidad o la libertad en el mundo griego. La libertad rompe la unidad indisoluble que había en el mundo griego entre ética y política hasta Sócrates. La virtud era sólo entendida como virtudes públicas o política. Sócrates introduce la individualidad, el mundo de la libertad y la autonomía. Pero Platón opta, para resolver el problema con los sofistas, y como réplica a la democracia, por el estado totalitario. El estado platónico es una gran familia que anula al individuo. El individuo es en tanto que pertenece al estado y su función y quehacer viene dirigido por éste. El individuo es educado por el estado en una única educación igual para todos. El pensamiento disidente y heterodoxo es eliminado de raíz. Sólo existe una única filosofía verdadera y sólo existe una única forma posible de vivir según la justicia, el estado platónico. El individuo feliz y virtuoso no puede concebirse fuera de este estado.

 

            Pero hubo una segunda línea que deja la sombra de Sócrates y que nos ha llegado como las escuelas helenísticas. Aquí nos encontramos con los cirenáicos, los cínicos, los estoicos, los epicúreos y los escépticos. Hay una nota común entre todas estas filosofías: la primacía del individuo frente a la comunidad. Lo que se persigue, tras la caída de la polis, es el ideal del sabio. Y el sabio se construye a sí mismo. La polis no le es necesaria. En algunos casos es un mal necesario. Se renuncia a la política como actividad perturbadora. Se defiende el ideal de la vuelta a la naturaleza en el sentido de recuperar la razón universal que lo gobierna todo. El sabio, dicen cínicos y estoicos, debe obedecer a la naturaleza. La razón de la naturaleza, su ley es universal y lo abarca todo. La  ley de los pueblos son particulares y convencionales. Seguirla no nos hace sabios sino estúpidos en tanto que contingentes. En la ley de la naturaleza, en tanto que nosotros somos naturaleza está la sabiduría. Ya hemos hablado aquí del ideal estoico del cosmopolitismo como un ideal ético. Lo que nos une es la naturaleza. Y nuestra naturaleza es la humanidad. Lo que tenemos en común pues es nuestra humanidad, por el contrario, lo que nos separa son las naciones, las culturas, los estados, etc. por eso el sabio sigue a la naturaleza, no a las costumbres particulares. Las costumbres son pasajeras y variables, carecen de importancia. Cuando les damos más de la que tienen caemos en disputas y violencia. Así, todas estas escuelas, desde los cirenáicos a los escépticos, defendieron al individuo y a la humanidad como naturaleza propia del hombre por encima de las diferencias culturales. Vieja sabiduría que será interesante recobrar hoy para una globalización de la justicia.

 

            Los estoicos descubrieron que la felicidad positiva es imposible. La felicidad consiste en la eliminación del dolor, la apatía. El origen de la felicidad está en el deseo. También es ésta una vieja doctrina que es necesario recuperar hoy en día para forjar una ética del deseo que reemplace al individuo ególatra consumista en el que nos hemos y nos han convertido. El deseo es el origen de la infelicidad. Los estoicos desenmascararon la dinámica del deseo, como lo hiciera el budismo oriental. El deseo es imposible de ser satisfecho. El deseo es dinamismo, movimiento, intranquilidad, nos saca de nuestro ser, nos hace en suma infelices. Una vez satisfecho renace con nuevos bríos. No se puede domesticar. No existe para los estoicos una felicidad positiva, lo único que nos queda es dominar el deseo y el miedo. No desear nada es la piedra angular de la felicidad en tanto que tranquilidad o serenidad de espíritu. Y esta ausencia de deseo tiene una doble cara, la eliminación del miedo y el temor. El temor es un deseo negativo. Tememos perder algo, a alguien o a nosotros mismos. La clave está en no desear y aceptar el devenir inexorable del curso de las cosas. Nada depende de nosotros. El orden racional del mundo está fuera de nuestra voluntad. Luchar contra la razón universal, responsable del orden último del universo es locura. Y la locura es la expresión máxima de la infelicidad. No tenemos nada por lo que sufrir, porque no debe existir el apego a nada. La dulce pasión del sabio estoico es la alegría de vivir, algo así como un carpe diem filosófico, vivir el momento con intensidad, pero sin apego. Y esta es la serenidad de los sabios estoicos. Cuando esto no es posible siempre nos queda esa ancha puerta que es la muerte. Si no se puede vivir con dignidad, mejor es morir con ella. El suicidio o la eutanasia es la solución final a la vida digna.

 

            Aunque se suelen presentar de modo distinto, e, incluso, contrarios, los epicúreos tienen semejanzas con los estoicos y los complementan. Estos sí hablan de una felicidad positiva. El origen de la vida feliz es el placer. No hay vida feliz sin placer. Donde hay placer no hay dolor. Lo que descubrieron los estoicos es un mecanismo, del que hoy se ha rastreado su huella neurofisiológica, por el cual donde hay dolor, no hay placer y donde hay placer no hay dolor. Y sólo en la vida placentera podemos encontrar la felicidad. Así que el objeto de la vida feliz es el placer. Ahora bien, este hedonismo no tiene nada que ver con el libertinaje. Ni con el hedonismo transmitido por la iglesia cristiana. Para el cristianismo el hedonismo, y los epicúreos como sus máximos representantes, son el demonio. Bien saben ellos que donde hay placer no hay temor y donde no hay temor no hay necesidad de los dioses ni obediencia ciega debida a la superstición. Por eso, el cristianismo, en su intento de domesticación del hombre, ha considerado que el placer es el peor de los males. De ahí que el hedonismo es uno de sus anatemas. Efectivamente que donde hay placer no hay miedo y donde existe o reside, hay ausencia de dioses y de creencias. Y donde no hay dioses no hay poder basado en la superstición. Pero lo que los epicúreos han defendido ha sido otra clase de placer distinto a lo que los cristianos entienden por hedonismo que, en última instancia, identifican con libertinaje y lujuria. Lo que piensan los epicúreos es que lo primero que hay que hacer es eliminar el miedo. Donde hay miedo no hay posibilidad de placer. Los miedos fundamentales son a la muerte, a los dioses y a la enfermedad. A la muerte no hay que temerla porque la muerte es ajena a la vida, cuando yo estoy la muerte no está cuado la muerte está yo ya no estoy. De los dioses no sé si son o no son, pero si son serían inmortales y perfectos; así que para nada se ocuparían del hombre. La enfermedad es un mal mientras que no la podamos sustituir por un placer. Pero los dolores o son leves y duraderos y sustituibles por placeres o cortos e intensos. Los largos e intensos llevan a la muerte o a la opción por el suicidio cuando nuestra vida, a nuestro juicio, carece de dignidad. Así la felicidad está en el placer. Pero los estoicos dicen que de los placeres los únicos legítimos son los naturales, es decir, los necesarios para la vida: comer, beber, procreación, vestido y vivienda. Pero todo esto con extrema moderación, es decir, desde la austeridad. El cálculo de los placeres es la prudencia. Satisface menos un gran banquete que esperar ayunando y comer un mendrugo de pan con un pedazo de queso, como decía el viejo Epicuro. A cada placer dinámico hay que calcular el dolor que pueden producir después. Esta doctrina de los placeres, más realista que la anulación de los deseos de los estoicos, es necesaria hoy en día para la creación de una nueva forma de vivir y concebir la existencia más allá del consumo ilimitado, que por los propios límites del planeta, está tocando a su fin. Y luego están los placeres estáticos, los de la contemplación: el estudio y la contemplación artística. Aquí no hay medida. Estos son placeres del espíritu. Es necesario recobrar esta sabia doctrina del placer espiritual para forjar, a través de la educación, a nuevos ciudadanos que sean capaces de llenar su vida desde lo que hoy se llama el ocio creativo. Nada más y nada menos que los placeres estáticos y eminentemente humanos, unidos a la prudencia y la amistad como fundamentos de la vida feliz, que defendían los estoicos. ¿Sabremos llegar a un ideal de ciudadano en este sentido, o nos veremos obligados a ello (a la austeridad obligada y no deseada) tras un colapso civilizatorio del que cada vez estamos más cerca?. He mantenido un debate con Jorge Riechmann en este sentido y él apuesta por lo primero, mientras que mi pesimismo y mi naturalismo ético me llevan a pensar más bien, por desgracia, en lo segundo. Pero aunque mi razón es pesimista, mi corazón es optimista y quiere, lucha y ansía lo primero: ser capaz de salir del atolladero, del callejón del gato, por nosotros mismos y, además, redivivos.

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