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Filosofía desde la trinchera

De David López Sandoval.

No hay sitio para ti

Lo tienes muy crudo, chaval. Se acabó la fiesta, alguien ha cerrado el garito y ha tirado las llaves por el desagüe. O, si prefieres otro símil, has perdido la partida. Mejor incluso: alguien te ha hecho trampas para que la pierdas. Los años que te esperan no serán tuyos. Eres un muerto viviente. Resulta que perteneces a la primera generación que, sin mediar una guerra o una epidemia, vivirá peor que la de sus padres. 

¿Los culpables? Bueno, eso importa poco. Aquí no se libra nadie: hombres de negocios, banqueros, políticos de medio pelo, nuevos ricos que hicieron su agosto apilando ladrillos, familias endeudadas hasta las cejas, padres que cambiaban de coche como de calzoncillos, hijos que han estado chupando de la teta, del botellón y de otros espejismos de este parque temático en que han convertido tu mundo. Ocurre que, cuando hasta el último mindundi ha estado en el ajo, buscar culpables no deja de ser un ejercicio de autocompasión bastante ridículo.

Pero lo peor de todo, lo que realmente te llevará por el camino de la amargura es que, no solo no te han dejado ni las migajas del banquete, sino que te han birlado el revólver para que no puedas salir a la calle pegando tiros. Porque la verdad es que la Historia dice que los de tu edad soléis dar bastante miedo a los poderosos cuando os cabreáis. Pero, claro, para estar cabreado hace falta saber lo que sucede a  tu alrededor. Y tú ahora no tienes ni puta idea. Estás en Babia. Y mucho me temo que eso es lo que se ha pretendido. Mucho me temo que la cosa ha sido planeada con minuciosidad de relojero.

Abre los ojos si no me crees. Mira lo que está pasando. Echa un vistazo a tus clases, a tus profesores, a tus compañeros. ¿Sabes dónde se solía armar antes hasta los dientes la gente de tu edad? ¿Sabes en qué lugares comenzaba esa protesta, ese jaleo que siempre ha puesto de los nervios a quienes parten el bacalao? Yo te lo diré: en las aulas, en esas mismas aulas que ahora te parecen cárceles donde se pudren los primeros veinte años de tu vida. Allí la gente se armaba con la razón, con la voluntad de saber, y luego salía a la calle, agarraba del cuello de la camisa a cualquier factótum y le gritaba acercando mucho la nariz a su jeta asustada: ¡basta ya, no me gusta el mundo que nos estáis dejando!

Desgraciadamente, eso se ha acabado. Que tú hagas algo semejante es tan improbable como que Belén Esteban recite de corrido los cien primeros versos de la Odisea. No, nunca lo harás. No puedes hacerlo. Y no porque seas un gallina, sino porque te han convertido en un inválido social. Y la verdad es que no es para menos. Resulta que te dejan titular con tres asignaturas suspensas, que te pagan una beca por mantenerte seis horas al día sentado en el mismo pupitre, que te enseñan que el que no pega ni chapa tiene al final la misma recompensa que quien hinca los codos de claro en claro y de turbio en turbio. ¿Qué se podía esperar de algo así?

Te han fabricado para que a lo máximo que aspires sea a estar detrás de una barra sirviendo hamburguesas, anestesiado por el premio fácil de unos títulos académicos que valen menos que un billete de seis euros y por tus pequeñas glorias del sábado por la noche, absolutamente ignorante de cómo plantar cara a los que te han chorizado el futuro. Tiene gracia, la generación con más años de escolarización y con más títulos es la menos preparada de la historia reciente de España. La generación más protegida por el Estado es la que al final se ha revelado como la más indefensa.

No hay sitio para ti, cantaban a finales de los ochenta los MCD. Pues eso, descolocado, en tierra de nadie, sin futuro, así te has quedado. Y con un palmo de narices tan grande, tan jodido, que ahora no sabes hacia dónde mirar.

¿No lo oyes? ¿De verdad que no oyes esos golpes? Es la mediocridad, es el paro, es la precariedad laboral, es la emigración. Y están llamando a tu puerta.

 

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