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Filosofía desde la trinchera

La corrupción, de hecho, es un componente esencial en una partitocracia dependiente del soporte económico del mercado desarrollado

Corrupción o utopía

Sin financiación ilegal la supervivencia misma de los partidos políticos sería inviable

Martes 20 de octubre de 2009, por José Sánchez Tortosa

Las condiciones materiales mismas que las sociedades opulentas ponen en juego propician el auge de sus enemigos: el fanatismo homicida y el angelical idealismo pánfilo que es hijo de esas sociedades


No es la corrupción lo que destruye una sociedad dotada de los mecanismos de un sistema de democracia representativa en las sociedades opulentas de inicios del siglo XXI. La corrupción, de hecho, es un componente esencial en una partitocracia dependiente del soporte económico del mercado desarrollado. Sin financiación ilegal la supervivencia misma de los partidos políticos sería inviable. Lo que denominamos corrupción es la cuota necesaria que el contribuyente ha de pagar para el sostenimiento de un sistema corrupto, pero tolerable en la medida en que conserva ciertas garantías ciudadanas y un mínimo bienestar económico y social. Por lo demás, toda realidad está sujeta a procesos de corrupción, si consideramos el dictamen aristotélico. O, dicho de otro modo, nada real es eterno, ni perfecto absolutamente. Esta evidencia antiutópica queda relegada al olvido por los fanatismos y por ese fanatismo débil, retórico, que es el idealismo democrático. Mientras ese margen de corrupción no desborde el umbral asumible por el sistema, éste mantendrá su equilibrio inestable. El ciudadano tendrá que tolerar la existencia de una casta privilegiada que tiene acceso a las prebendas del poder, pero si son capaces de desarrollar una gestión racional de la sociedad, ésta podrá dar cobertura material a la mayor parte de los sujetos que la componen. Pero pretender que un sistema de estas características pueda gestionarse en un plano de ausencia total de corrupción es soñar con los ojos abiertos, es entregarse a un idealismo suicida, a una utopía cuyo previsible despertar muestre, sin más, los restos de la catástrofe.

Precisamente, lo que carcome los cimientos de un tipo de sociedad como ésta son esas dos derivas que se ciernen sobre nosotros sin que los responsables administrativos parezcan advertirlo o, en todo caso, sin que muestren el mínimo esfuerzo por defenderse de su empuje, ya que están atrapados por las redes ideológicas y retóricas que las alimentan, cuando no forman, directamente, parte de ellas, y en ocasiones de ambas: son la incompetencia y el fanatismo, dos variantes de la estupidez humana.

Por su naturaleza, las democracias occidentales son vulnerables a fuerzas sociales menos escrupulosas o más ilusorias. Las condiciones materiales mismas que las sociedades opulentas ponen en juego propician el auge de sus enemigos: el fanatismo homicida y el angelical idealismo pánfilo que es hijo de esas sociedades.

La utopía, ese «reino que no es de este mundo», amenaza nuestra civilizada decadencia, pone en peligro esos átomos de auténtico epicureísmo que aún van quedando, los pocos oasis de inteligencia y belleza que resisten bajo la idiocia hegemónica, bajo la estulticia institucionalizada. Los políticos establecidos en las cúpulas de ciertos Estados muestran una actitud más propia de salvadores iluminados que de gestores al servicio de la Res publica. La imparable deriva sofística inherente al propio desarrollo de las sociedades de masas pone al mando a los menos capaces. Ante la estulticia democratizada, no quedan defensas en los individuos, ni propiamente individuos ni ciudadanía que merezcan tales términos, desarmados, gracias a un sistema educativo que ha dinamitado el pensamiento, ante la retórica vacía y amplificada por los medios masivos de producción de consenso.

«Para decirlo en una palabra, aquéllos [Solón y Clístenes] habían determinado que el pueblo, como un tirano, debía establecer los cargos públicos, castigar a los infractores y resolver las disputas, y que los que fueran capaces de mandar y hubieran adquirido unos medios de vida suficientes, se ocuparan de los asuntos públicos como si fueran sus servidores y que, si llegaban a ser justos, fueran aplaudidos y se conformaran con este honor. Además, que no alcanzaran disculpa alguna caso de gobernar mal, sino que cayeran en las mayores penas. Por eso ¿cómo se podría encontrar una democracia más firme o más justa que la que ponía a los más capacitados al frente de los asuntos y hacía al pueblo señor de ellos?»

(ISÓCRATES, Areopagítico, 21-28)

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