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Filosofía desde la trinchera

Héroes

Pedro está en 2º de Bachillerato de Humanidades y, según él, acaba de escribir un poema en el que ajusta cuentas con Dios. El otro día, en clase de Literatura Universal, mientras yo explicaba el mito de Frankenstein, vi cómo cogía notas, no en el cuaderno de la asignatura, sino en una pequeña libreta que guarda, supongo, para los momentos de inspiración. Que más de una vez lo haya sorprendido ausente o enfrascado en la escritura poética no me desagrada. Su expediente académico es bueno. La cosa no es preocupante. Sé que por fin ha conseguido trazar un secreto puente entre las materias que cursa y su propio aprendizaje sentimental. En él la instrucción está influyendo -y de qué manera- en su educación.

Adela es compañera de Pedro y es una periodista nata. Cuando hace dos años empezamos a trabajar el género opinativo con el fin de crear una revista mural, ella fue una de las que más duramente se empleó. Un artículo de opinión de no más de trescientas palabras suele ser una empresa harto difícil, pero mucho más si quien la emprende es un alumno de Secundaria acostumbrado, desde pequeño, a esa gran falacia de la redacción libre, a la espontaneidad, a la anarquía y a la inconcreción más absolutas. La propuesta no tardó en atraer la atención de Adela. En todos sus gestos de frustración que yo advertía cuando corregía y desechaba sus primeros textos, descubrí, desde el primer instante, cierto destello de verdad, algo parecido a una voluntad muy superior a lo que normalmente solemos esperar de los alumnos de la LOE. No hubo motivación por mi parte, ni siquiera la clásica promesa de un premio. La constancia en el trabajo y esa misteriosa disciplina que a algunos procura la frustración han sido los únicos coadyuvantes en la metamorfosis de Adela. Desde entonces, obligada por ella misma, ha emprendido a solas caminos hacia los que la mayoría de maestros y profesores tratamos de empujar inútilmente a nuestros alumnos.

Félix está en el último año del Bachillerato tecnológico. Su currículo, desde 1º de ESO, es impresionante. Todas sus notas se cuentan por sobresalientes y matrículas de honor. Hace unos años sus profesores y el Departamento de Orientación le hicieron un seguimiento especial. Félix no salía de casa. Félix apenas poseía vida social. Félix estudiaba a todas horas. Félix era, así pues, un joven extraño y debía tener, por narices, algún problema. Desconozco los detalles del asunto, pero, al final, Félix se ha revelado, sencillamente, como un alumno brillante. Tal vez no estemos preparados para la excelencia. Tal vez la excelencia nos dé miedo, del mismo modo que tememos perdernos en una ciudad desconocida o recorrer una calle oscura. Lo cierto es que ahora Félix está llamado a hacer alguna Ingeniería Superior. Aunque él confiesa que lo que le gusta es la Filosofía. Como siempre, esto tampoco le ha creado un conflicto. Ya tiene casi decidido que estudiará las dos carreras.

Últimamente, cuando pienso en estos alumnos, no puedo evitar el recuerdo de mis años de instituto. ¿Era como ellos? ¿Poseía el mismo vigor, la misma fuerza de voluntad? ¿Era tan hermosamente decidido? No lo creo. En comparación con ellos, mi generación ha ido siempre a remolque de la realidad. Ellos, sin embargo, han tenido que despertar del sueño de los últimos planes educativos sin la ayuda de nadie. ¿Qué hubiera sido de mí en esta Secundaria para todos? ¿Cómo habría reaccionado al ver que mi esfuerzo era recompensado de la misma manera que la holgazanería de los demás? ¿Habría alcanzado esa impresionante capacidad de abstracción? Sin el temor a la repetición de curso, sin la presencia de unas materias exigentes, ¿podría haber encontrado el camino? Observándolos, uno se da cuenta de la grandísima mentira que hemos ido construyendo. Pero ellos, milagrosamente, han conseguido despojarse de la impostura de la igualdad y ahora están preparados para darnos unas cuantas lecciones a todos. Al tiempo que la pedagogía discute sobre el sexo de los ángeles, mientras las autoridades continúan perdidas en el laberinto de sus palos de ciego, mientras los docentes callamos y asentimos, ellos son capaces de ver las cosas muchísimo más claras. Y su criterio, en este sentido, es indiscutible. Pregúntenle ustedes, si tienen ocasión, qué opinan de la Diversificación, de los criterios de promoción y titulación en la ESO, del nuevo Bachillerato, de asignaturas como Ciencias para el Mundo Contemporáneo, de la Selectividad o de Bolonia. Pero, sobre todo, pregúntenle cómo desean ser instruidos. Observen la mueca de desagrado que se dibuja en sus rostros cuando cualquier tonsurado propagador de la nueva fe, cuando cualquier Kittin del tres al cuarto entra en el aula pretendiendo cambiar el mundo. Adviertan que ellos, los más sabios entre los sabios, son los que siempre guardan silencio, los únicos que no gritan: ¡Oh, Capitán, mi Capitán!

Y, no obstante, ni ustedes ni yo lo podemos evitar. Marcados a fuego por no sé qué designio del hado, hace muchos años que nadie habla de ellos. Y la verdad es que, cuando nos lo proponemos, observamos que resulta muy difícil decir algo mínimamente definitivo, aproximarnos siquiera con una pizca de rigor a describir cómo viven, o sobreviven, en este gigantesco reino de la mentira en que se ha convertido cualquier centro de enseñanza hispanistaní. Aunque parezca increíble siempre han estado con nosotros. Son la otra parte de las encuestas, la página en blanco de cualquier informe, ese silencio, esa pausa infinita en la perorata del experto. Son el nombre omitido, la presencia invisible, la nota a pie de página y la regla de la excepción.

Son los auténticos héroes de esta historia universal de la infamia educativa y hoy quiero hacerles un homenaje.

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