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Filosofía desde la trinchera

La eutanasia y el suicidio asistido son una cuestión pendiente de nuestra sociedad. Son el reflejo de la hipocresía y el oscurantismo. La ilegalidad del suicidio asistido y la eutanasia son formas radicales de tortura. Constituyen la intervención del estado, desde el principio paternalista, en la autonomía de los individuos. A la largo de la historia hemos conquistado el derecho a la vida. Una conquista en la que las religiones han tenido su papel. Pero las religiones del libro, que se fundan en la creencia de que el hombre ha sido cread a imagen y semejanza de dios, consideran que la vida es sagrada y no le pertenece al hombre. Esto ha sido siempre una forma de control. Y éste se ha venido ejerciendo por la alianza entre el trono y el altar. Una vez que acaece, tras la ilustración, el laicismo, se supone la separación entre el estado y la religión. Pero esta separación es más formal que real. La implicación que la ética cristiana, una moral heterónoma, pacata, oscurantista, prohibicionista, antihedonista y antivital, tiene en el poder legislativo y ejecutivo es tremenda. No en vano nuestra tradición occidental procede, además de Atenás, del cristianismo. Y, además, de la peor versión del cristianismo, la literalista y la que se funda en el golpe de estado de Constantino que convierte al imperio romano al cristianismo iniciándose, así, uno de los periodos más oscurantistas, fanáticos e intolerantes de occidente. Se eliminó todo saber científico, toda filosofía y toda religión pagana; y se estableció una única verdad: la dogmática cristiana y su ética de la prohibición, la sumisión y el resentimiento.

 

            Pero el laicismo, a pesar de haber hecho estragos no ha eliminado el gran poder de la iglesia. Su doctrina está en nuestra cultura. Y, además, la iglesia se estableció como una institución de poder. Durante veinte siglos ejerció su control explícitamente. Hoy en día, por medio de la tradición cristiana, lo hace de forma implícita e inconsciente. No hay otra forma de entender la ilegalización de la eutanasia y el suicidio asistido salvo la que se basa en la ética cristiana. Pero aquí está la hipocresía del poder. El poder laico obedece las consignas de la ética cristiana considerando la vida como un bien absoluto. Esto es lo mismo que sacralizar la vida, como hace la religión. Por encima de la vida está la dignidad y la libertad. Todo lo demás es privación de la libertad y control de las conciencias a partir del miedo, los remordimientos, las falsas esperanzas, en fin, toda una retahíla de los calificativos de la ética cristiana. Los estados laicos no han sido capaces de trascender la herencia de la ética cristiana y cambiar sus valores por otros humanistas y ecocéntricos. Seguimos anclados en el antropocentrismo y el teocentrismo, aunque ahora ese dios es el estado. El estado se convierte en el padre vigilante que debe marcar los designios de nuestro buen vivir. Esto es una farsa. En primer lugar, provoca una cantidad ingente de sufrimiento arbitrario, comparable a lo que sería la tortura. Pero todavía la hipocresía llega más lejos. Los gobiernos, en lugar de preocuparse por mantener las vidas forzosamente de aquellos que no quieren seguir viviendo, deberían preocuparse del daño que sus políticas económicas hacen en la sociedad, tanto los daños nacionales como internacionales. Porque no sólo hay una tortura contra aquellos que quieren morir y no pueden. Hay un genocidio generalizado causado por nuestro orden social basado, encima en el engaño de que no existe otra forma de hacer las cosas. Es decir, los gobernantes creen en el determinismo histórico. Si esto es así no sé que pintan ellos en el poder, si la historia obedece a leyes ciegas. Se nos engaña con el cuento de que los mercados marcan las pautas de la política. Es decir, se nos esclaviza. Y esta idea produce millones de muertos, además de la pobreza de miles de millones de seres humanos. Pero, después, no se nos deja morir en paz. Una moral pacata y débil que sirve como instrumento de control del poder sobre nuestras vidas se nos impone cargada de buenas intenciones, de moralina. Mentira, todo una farsa. No es más que el miedo a la libertad de los ciudadanos.

 

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            Todas las posturas son respetables en la medida en la que es respetable la persona. Pero no todas las opiniones son respetables. Las opiniones se pueden convertir en nuestras tiranas sino las sometemos al escrutinio de la crítica. El problema es que las opiniones y las ideas tienen consecuencias. Me parece respetable la posición del observador objetivo ante el tremendo mal que la humanidad puede estar causando a la naturaleza y a sus semejantes. Es obvio que el hombre es también naturaleza, que otra cosa iba a ser sino. Ahora bien, la postura del observador imparcial, es, además de falsa, peligrosa. En primer lugar no existe la imparcialidad. Más bien sería resignación, es decir, claudicar. Pero aquí viene la segunda consecuencia. Cuando el ciudadano de a pie claudica lo que sucede es que se le deja las manos libres al poder. Éste actúa también a partir de ideas y convicciones. No existe un determinismo en la historia, hay determinadas tendencias, pero no necesarias. La idea de que la historia es necesaria es una fábula del poder para tener las manos libres: un engaño y un autoengaño. Se puede ser todo lo pesimista que se quiera sobre la naturaleza humana, pero hay que actuar, como mínimo no claudicar ni resignarse. La resignación es el valor moral que han inventado todas las formas de poder para oprimir al hombre. Las grandes masacres de la historia no se hubiesen llevado a cabo sin dos factores: una serie de ideas que todo el mundo se creyó y que desencadenaron la catástrofe, y una sumisión de los ciudadanos. No hay una atalaya privilegiada para contemplar el mal en el mundo. Eso correspondería a dios, y éste no existe. Y si existiese sería maquiavélico.

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