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Filosofía desde la trinchera

 

 

(En este artículo quiero responder a algunas cuestiones y dudas que quedaron pendientes hace ya unos meses. En concreto, a las que suscitaron el positivismo y el relativismo. Nuestro compañero y amigo Mariano me hizo algunas preguntas al respecto. Espero que el presente texto las responda satisfactoriamente.)

 

LOS DOGMAS DEL OCASO.

Antonio Gallego Raus

Cada época privilegia determinados conceptos y anatemiza los contrarios. La nuestra es, sin duda, la más estúpida de toda la historia, que ya es decir. Sí, porque jamás se sometieron a escarnio público tantos conocimientos y saberes seculares. Nunca se ha cayó tan bajo desde tan alto. Nos toca asistir, impotentes, al desmoronamiento acelerado de la civilización, la inteligencia y la Cultura (con mayúsculas).

Consideremos los rasgos ideológicos primitivos y dominantes de nuestra época. Quiero decir: los dogmas, prejuicios y falacias con que se arman los actuales sayones de la civilización para decapitarla. Veamos de cerca sus reverenciados dogmas (para ellos axiomas). Son tres, pero su potencia es devastadora. Quizá el segundo y el tercero sean corolarios del primero. Veámoslos:

1. Mundo proteico. Todo cambia, nada permanece.
El posmoderno recela de lo permanente. Prefiere el cambio continuo, la mudanza incesante. Lo permanente encerrara ominosos peligros y atávicos riesgos. Luego veremos por qué.

2. Todo es plural y diverso.
Nada es igual a nada. Cada cosa es lo que es en función de sus “leyes particulares” (valga el oxímoron) y precisas circunstancias.

3. Todo es relativo.
No existe la verdad objetiva, valga la redundancia. “A” puede ser cierto, bueno o bello para Pedro y falso, malo o feo para Juan. Y no podemos saber quién lleva razón.

Ya está, con esto se puede dinamitar una civilización o lo que sea. Esto es suficiente para amojamar molleras, desbaratar la razón y hacer naufragar la más provecta de las culturas.

EN LA ESCUELA.

Inyectemos estas sustancias (pseudo)filosóficas o ideológicas en el torrente sanguíneo de la escuela y veamos qué pasa.

1. Mundo proteico: Todo cambia, nada permanece.

-El mundo está sometido a continuos cambios, nada es seguro ni permanente.

-En consecuencia, ¿qué sentido tiene conocer concienzudamente contenidos teóricos? Lo que hoy aprenda y memorice el alumno, mañana será rebatido o sustituido por algo nuevo. Repudiemos los contenidos teóricos y desterremos la memoria.

-Todo cambia rápidamente: el ámbito laboral, el tecnológico, el económico, el empresarial, el doméstico… Por tanto, necesitamos, ante todo, flexibilidad. Mentes flexibles hasta la contorsión circense que se sepan adaptar a las incesantes novedades. Como las cosas cambian rápida e impredeciblemente, lo importante es que el chaval aprenda a aprender. Si aprende a aprender, siempre estará adaptado a cualquier eventual y mundanal cambio. Nada podrá temer.

-El alumno deberá hacerse experto en buscar información, no en retenerla en la memoria. Si sabe buscarla en la Red, todo arreglado.

-Los contenidos teóricos no sirven de nada en un mundo en constante mudanza. Embargan la memoria de trastos inútiles, falaces e ideológicos. Lo útil es lo práctico. No es nada práctico que el alumno memorice las provincias de España pudiendo consultarlas en cualquier momento, sino que, por ejemplo, sepa desplazarse de un punto a otro del país. Esto es: que adquiera competencias básicas.

2. Todo es plural y diverso.

-Pluralidad y diversidad. La escuela no debe uniformar, ni siquiera formar (dar forma). Al contrario, el sistema debe adaptarse a la diversidad del alumnado. La diversidad no se combate: se celebra como prueba y exhibición de riqueza cultural, tolerancia y libertad. El alumno vago no tiene por qué dejar de serlo. El insolente tampoco. El irresponsable, ídem.

-Más que dar formación académica al niño o joven, lo que precisamos es darle una educación en valores democráticos. La razón de ello es sencilla: puesto que no existe el conocimiento cierto, permanente y objetivo, no nos queda otra que la opinión múltiple y diversa. A un mundo estable le corresponde el juicio. A uno proteico, como el nuestro, la opinión. Consecuentemente, nuestra tarea es intentar fabricar futuros ciudadanos tolerantes que sepan convivir armoniosamente en su disparidad de pareceres; incluso en sus opiniones diametralmente opuestas. No podemos aspirar al entendimiento universal, sino a la tolerancia de lo diferente. Nada hay que entender, pues no existe o no es posible el conocimiento objetivo. Todo es cuestión de respetar lo diferente u opuesto.

-Nada hay universal. Hay particularidades, todas igualmente respetables (toda jerarquía es reprobable en cuanto que despótica y coercitiva). Los contenidos y programas escolares deben respetar las particularidades e idiosincrasias de cada colegio e instituto. También, de cada alumno. Por tanto, cada programación debe estar adaptada al entorno sociocultural del colegio en cuestión.

-Asimismo, hagamos al alumno la adaptación curricular que mejor condiga con su particular forma de aprender.

-Celebremos la multiculturalidad.

3. Todo es relativo.

-El torturado juzga mala la tortura. El torturador la ve bien. ¿Quién lleva razón? Ambos y ninguno. Para aquél es mala y para éste buena, ya está. El relativismo es una forma de adaptación mental a la diversidad de pareceres del mundo. La fórmula que permite aceptarla dejando en silencio el juicio ético (racional). Con ello nos hacemos indiferentes a la contradicción: “El acto A no es bueno o malo, sino que es bueno o malo según quien lo juzgue.” Antes de la llegada del relativismo, si “A” era cierto, “No A” era falso. Lógicamente. Tras su llegada A y su contrario son igualmente admisibles. Todo vale.

-No hay culturas superiores a otras en ningún sentido. Tan respetable son los derechos humanos como su conculcación.

-Todas las opiniones son igualmente respetables. La del alumno no vale menos que la del profesor. La del hijo no menos que la del padre…

LAS RAÍCES.

¿Cómo hemos ido a darnos de bruces con estos dogmas posmodernos? ¿De dónde proceden? ¿Cuál es su prosapia filosófica? Éstas son preguntas demasiado complejas para un artículo, pero intentaré dar algunas respuestas parciales.

Para entender los porqués de nuestro particular ocaso intelectual, debemos percatarnos de que la historia moderna, en especial la posmodernidad, está caracterizada por su firme veta anti-racionalista. Recordemos, una vez más, la definición que el RAE da de posmodernidad:

“Movimiento artístico y cultural de fines del siglo XX, caracterizado por su oposición al racionalismo y por su culto predominante de las formas, el individualismo y la falta de compromiso social.”

Es aquí donde entra en acción estelar el positivismo. Varias veces he hablado de él, pero creo que no con la suficiente claridad.

EL POSITIVISMO EN LA CIENCIA. EL TRIUNFO DE COMTE.

¿Saben ustedes por qué estamos así? Quiero decir: gobernados por tontos, semianalfabetos y ladinos oportunistas (lo que no evita que haya honrosas excepciones). En gran medida, por la envidia, que es muy mala. Me explico. Como harto saben, la educación y la enseñanza de este país (y muchos otros países) están en manos de psicólogos y pedagogos: los “expertos” en educación. Conviene, pues, conocer de cerca sus ideas y formación intelectual.

Empecemos por el principio: la psicología quiso ser una ciencia, una ciencia positiva. Los psicólogos de los primeros decenios del siglo pasado sufrieron fuertes accesos de envidia. De envidia por la física de Newton, el mayor genio científico de la historia. La psicología practicada antes de 1912 (fecha bautismal del conductismo, la psicología científica), era una psicología introspectiva, de sillón. Cada psicólogo hacía su propia psicología inspirándose en reflexiones gratuitas y carentes de base empírica y experimental. Lo que demostraba la física newtoniana es que la experiencia y el experimento controlado son los únicos medios adecuados para descubrir y explicar el mundo (al fin, para describirlo). Así pues, el psicólogo aprendiz de científico natural, repudió toda suerte de especulación, tachándola de superchería y palabrería. La razón sólo podía divagar, perderse en subjetividades e ilusiones inútiles. Sintomáticamente, la APA (la Asociación Estadounidense de Psiquiatría) se declaró positivista y ateórica. La APA es el referente nosológico por excelencia para la mayor parte de los psicólogos occidentales.

De aquí, señores míos, la veta anti-teórica y anti-intelectual de la escuela beocia que hoy sufrimos. La filosofía fue condenada al ostracismo, pues sus obras fueron juzgadas por los empiristas como quimeras, subjetividades y vanidades de la razón arbitraria. En general, las humanidades.

La ciencia positiva (hoy es pleonasmo esta expresión), en oposición a la filosofía, abominaba de los “rollos”, la palabrería, las teorías y las especulaciones (de hecho, hoy, el concepto de especular tiene connotaciones peyorativas: ya no se usa en su acepción de meditar, reflexionar con hondura, teorizar, sino, más bien, en la de perderse en sutilezas o hipótesis sin base real.

La metafísica no daba ningún fruto útil para nadie; sólo prejuicios del especulador. En cambio, la ciencia positiva, armada únicamente con los recursos de la experiencia y el experimento, producía una cantidad ingente de cosas útiles y valiosas. Sus descubrimientos se traducían, al fin, en máquinas, medicinas e ingenios tecnológicos utilísimos para la humanidad. ¿Qué había aportado al hombre siglos y siglos de teorías y especulaciones? Nada: palabrerías, prejuicios y subjetividades que merecían ser pasto de las llamas. Las propuesta de Augusto Comte triunfó en todas las disciplinas que estudiaban lo humano: filosofía, psicología, antropología… Su propuesta fue liberar a la sociología de cualquier referente filosófico. En adelante, estas disciplinas basaron sus estudios en los datos empíricos, imitando a las ciencias naturales.

Marchesi y compañía son herederos de esta visión anti-racionalista que hoy impregna el mundo occidental y, concretamente, la escuela. Sienten repulsión por la filosofía, como la mayoría de la gente. Pero ellos más que nadie, dada su condición de psicólogos acomplejados y temerosos de ser considerados pseudocientíficos o científicos de una ciencia “blanda”. Lo mejor es adoptar una actitud displicente ante la filosofía: una actitud cientifista. Esta actitud cientifista, por cierto, no sólo es propia del psicólogo conductista, sino que también afecta de lleno a gran parte de la misma filosofía contemporánea. La filosofía de los posmodernos es, ironía insuperable, una insufrible y abstrusa amalgama de términos pseudocientíficos, neologismos gratuitos, estilo nominalista, palabros, jerga insondable y torturada sintaxis. La de los psicólogos y pedagogos logsianos también. Pedante oscuridad que quiere hacerse pasar por profundidad, eso es el cientifismo.

Así pues, aquí tiene el lector el porqué de la insistencia de los ideólogos de la LOGSE en formar a los alumnos en competencias básicas: aptitudes para moverse pragmáticamente por el mundo. Aptitudes positivas, prácticas, útiles.

EL POSITIVISMO EN LA POLÍTICA.

Durante siglos y siglos, la mayor parte de la humanidad fue sojuzgada por quienes detentaba el poder político, militar o religioso. Reinaban éstos despótica y leoninamente sobre un pueblo que no era dueño de su destino. Reyes y Papas gobernaban con mano de hierro, apoyándose en inconmovibles dogmas de fe y demás monstruos de la razón. No había pruebas que avalaran sus creencias y mandatos. El orden social y político estaba (como) establecido por Dios: inapelable, eterno, férreo, absoluto. La naturaleza y las relaciones de poder social se reputaban inmutables, incondicionales e inmanentes. El mundo se dio cuenta de que la razón ordenaba el mundo de manera absolutista y arbitraria. Que concebía el mundo en términos de esencias, de suyo inmutables.

Debemos recordar, además, las terribles guerras mundiales del siglo pasado y los regímenes totalitaristas de derechas o de izquierdas que lo infamaron. Nada puede extrañar que el ciudadano posmoderno recelara (que recele) de los discursos políticos y de las artimaña manipuladoras de que siempre se sirvió el poder. Y de los mensajes discursos que emplearon los líderes despóticos para embaucar o manipular al pueblo.

¿Cómo conjurar el peligro de la tiranía? Negando el ensoberbecido poder de la razón; confiando en los datos de la experiencia, desprestigiando e impugnando a todo aquél que viniera vendiendo verdades indubitables e imperecederas. Afianzando una actitud escéptica.

Todo esto nos retrotrae al avispero filosófico de los universales (racionalistas) y su negación (positivista, nominalista). Al problema de lo universal y de lo concreto. A Heráclito, Platón…. Nada menos.

A menudo escuchamos que no hay verdades absolutas, que todo es relativo. La desconfianza y la mala prensa que hoy sufre cualquier persona amante del saber (el sabio, el erudito, el pensador, el filósofo… el profesor), se derivan de la posmoderna desconfianza hacia todo lo que huela a autoridad, afirmación apodíctica o juicio absoluto. Es decir, desconfianza ante los conocimientos inmutables e imperecederos (recuérdese el primer dogma del ocaso: “el mundo es proteico”). ¿Por qué? Porque detrás de las afirmaciones absolutas se teme la presencia de un tirano afanado en imponer su voluntad arbitraria a los demás.

¿Hay verdades absolutas? Por supuesto. De hecho, la verdad, o es absoluta o no es verdad.

No nos perdamos. Vamos con algún ejemplo. Si yo digo: “A mí y al resto de los seres humanos nos sienta como un tiro comer abundante carne putrefacta”, ¿cabe duda racional de que esto es absolutamente cierto? El relativista se lía y dice que es falso. Arguye que nada hay absoluto, pues, por ejemplo, hay animales (los carroñeros) que se alimentan de carne putrefacta. Es cierto, pero ello no niega la afirmación hecha por mí. Porque lo que yo afirmo es que a mí y a las demás personas la carne putrefacta nos sienta mal. Esto es verdad, y verdad en un sentido absoluto, indiscutible. Es decir: es verdadero y, por serlo, toda criatura dotada de razón podrá y deberá reconocerlo como tal. Como, igualmente, toda criatura racional deberá admitir que 2 y 2 son 4.  Que 2 y 2 son 4 es una verdad absoluta. Si hay alguien que crea que no, será su problema. El hecho de que haya personas incapaces de reconocer lo evidente no constituye una suerte de apoyo a la tesis relativista, sino que esas personas no son racionales, o , al menos, que no están preparadas en ese momento para juzgar rectamente las cosas por las que se les pregunta. (Hay muchas cuestiones que sólo son evidentes si se tiene la información y la formación necesarias).

Torturar a un niño es absolutamente malo. Cierto que el torturador hallará bueno el acto de torturar al niño. Pero ello no es razón para afirmar que la maldad de la tortura es relativa al sujeto racional. Torturar a un niño sólo puede ser bueno para un sujeto irracional, como 2 y 2 sólo puede ser algo distinto de 4 para quien no esté en uso de razón por el motivo que sea.

Por eso conviene dejar claro que el relativismo no es señal de apertura mental, ni de flexibilidad o de tolerancia. Algo no puede ser “A” y “No A” al mismo tiempo. Si aceptamos “A” y su contrario, “No A”, le estamos haciendo una higa al principio de no contradicción, el cual es uno de los principios en que se basa la lógica y la racionalidad humanas. Aceptar la contradicción no es síntoma de flexibilidad mental, sino de lo contrario, de debilidad intelectual. (Sólo coloquialmente, en un sentido lato, podemos decir que tal o cual cuestión es relativa).

Lo que sí necesitamos es prudencia respecto de conocimientos que no están del todo claros, dada su complejidad o su condición de parcialmente conocidos. Pero la prudencia intelectual no tiene nada que ver con el relativismo. El objetivista (yo me considero objetivista) afirma que en el mundo hay cosas objetivas y que la razón humana puede descubrirlas. Pero ello no le obliga a hablar a base de sentencias, pues también admite que hay muchas cosas dubitables (y, por supuesto, que el razonador es falible): es indubitable que 2 y 2 son 4; pero es dubitable, por ejemplo, que el universo tenga la estructura que propone la teoría de las cuerdas. Es decir, afirmar que hay cosas absolutamente verdaderas no implica ninguna suerte de rigidez mental o “mentalidad absolutista”. Por mi parte, desconfiaré mucho de la salud mental y ética de quien no sea capaz de aseverar que es absolutamente malo e irracional torturar a un bebé. Quien ande con esas dudas, no es precisamente un tipo tolerante, sino más bien un pobre imbécil. Hay certezas y dudas racionales. Y hay certezas y dudas irracionales.

La confusión que hoy reina sobre estas cuestiones nos lleva a paradojas insufribles. Los abanderados de la tolerancia (los posmodernos) pueden defender cualquier barbaridad cultural bajo el palio del relativismo. Sé de personas con carrera que argumentan que la ablación del clítoris es admisible en los países en que se practica como tradición, pero no aquí, donde, por convención, esa práctica nos parece mala. El relativismo es idiotez suprema. Reduce la ética a mera convención o convenio. Es bueno o malo lo que un grupo de personas decide que es bueno o malo.

Y ojo, porque el relativismo no sólo ha metido las narices en la ética, también en la epistemología y la estética. Así, no es cosa extraña que podamos oír a un relativista que arte es lo que el artista decide que lo es, o que la ciencia es lo que los científicos oficiales o más poder político deciden que es ciencia. O que es verdad (científica) lo que unos cuantos señores deciden lo que es verdad.

Las antinomias y disparates en que incurre el relativista (posmoderno) han sido justamente denunciadas por los físicos Sokal y Bricmont en su “Imposturas Intelectuales”. En este famoso libro los autores ponen en evidencia la impostura intelectual de los filósofos posmodernos, comúnmente adeptos al relativismo epistémico. Una mezcla insana de relativismo y cientifismo hace infumables las reflexiones (por llamarles de alguna manera) de estos filósofos (por llamarles de alguna manera). La oscura palabrería que tanto aborrecía el positivista-cientifista acaba siendo su más reconocible sello de identidad.

Prosigamos. El posmoderno ignora las reflexiones que acabo de hacer. Se lía con los conceptos de objetivo y subjetivo y acaba creyendo que toda aseveración sobre el mundo, ética, estética o epistemológica es una suerte de excrecencia subjetivista, de exceso absolutista, despótico y arbitrario. Para él, ser relativista (que, como digo, implica negar el principio de no contradicción) es lo mismo que ser tolerante. Dudar de todo (escepticismo) es signo para él de apertura y flexibilidad mentales. Es, sin embargo, prueba de lo contrario. No insistiré sobre las antinomias y necedades implícitas a estas creencias. Baste con lo dicho para poder seguir avanzando.

La cuestión es que si la razón está bajo sospecha (se la cree generadora de dogmas de fe, aseveraciones absolutistas y gratuitas subjetividades), ¿qué podrá hacer el hombre (pos)moderno para exorcizar el peligro del despotismo anejo al poder? Nada mejor que recurrir a la rama filosófica secularmente opuesta al racionalismo: el empirismo (y demás ramas filiales: positivismo, neopositivismo, nominalismo, cientifismo, fisicalismo…)

El mundo de las verdades absolutistas engendradas por la razón, el mundo inmanente e inmutable, no casaba bien con el proyecto ilustrado de liberación popular.

La ilustración sentó las bases ideológicas para el cambio. Poco a poco cundió el recelo respecto del poder, casi siempre tiránico. Un recelo que en muchos –incluidos individuos cultos e inteligentes- alcanzó y alcanza tintes casi paranoicos. La liberación revolucionaria del pueblo propició la creación de ideales democráticos irrenunciables. El espíritu del positivismo, hostil por definición con la (absolutista) razón, habría de ser el instrumento ideológico de que se sirvieron las sociedades modernas para alcanzar los ideales de la ilustración: “igualdad, libertad, fraternidad”. La razón fue cayendo en desgracia, cogió mala fama. Se la asoció con la tiranía.

Los ideales de la Ilustración me parecen intachables. Lo que ocurre es que hay maneras y maneras de entender qué es libertad, igualdad y fraternidad. En manos de los reformadores (pseudo)progresistas, el trípode ilustrado se convierte en una pesadilla de contradicciones y despropósitos.

La filosofía empirista desplegó sus encantos y transmitió la refrescante idea de que nada era inmutable o incuestionable. Que no había un mundo predestinado cuajado de esencias y universales. Hume, de hecho, fue un escéptico. Nos dijo que desde un punto de vista lógico-matemático nunca podríamos estar seguros de que el fuego nos quemaría siempre la mano. El suceso B (quemarse la mano) no tenía por qué seguir necesariamente a A (meter la mano en el fuego). Para él era una superstición del pensamiento. Un mero hábito del pensamiento. Vemos que A precede a B y creemos que A es la causa de B. Pero no –nos dijo-: No podemos estar lógicamente seguros de que esto siempre será así. Sólo la experiencia nos podrá decir si el concreto suceso A precederá al concreto suceso B. Nada podemos generalizar. Sólo sabemos lo que hasta la fecha hemos visto. Es decir, Hume y el resto de empiristas, negaron la causalidad y, con ello, la predicción científica y las leyes del universo. Las relaciones observadas (A y B) podían mudar, pues, según ellos, no había impedimentos lógicos para ello. Las relaciones entre las cosas ya no eran causales sino casuales. Ya no había razón para pensar que el mundo estuviese regido por inmutables leyes físicas. Entendió Hume que creer en la inmutabilidad de los sucesos (creer en leyes universales) y las leyes causales era un simple acto de superstición. Irónicamente (incansable es la ironía), el radical empirismo humeano acaba negando la posibilidad del conocimiento cierto, del conocimiento científico. Arrinconada la universalista razón, el empirismo, incapaz por su propia lógica de establecer generalizaciones legales, terminó enfrentado a un escepticismo epistémico cuya devastadora enjundia alcanza hasta nuestros días.

La psicología empirista (el conductismo) tomó buena nota de las enseñanzas humeanas. Inició su particular lucha contra la noción de esencia, contra la noción de permanencia e inmutabilidad. Los psicólogos previos, los pre-científicos, los de “sillón”, explicaban la conducta humana, cualquier mínimo acto, recurriendo al instinto. Detrás de cada conducta había un instinto o una propensión biológica. Los instintos son elementos biológicos heredables y permanentes, inherentes a la naturaleza humana o animal. Los psicólogos científicos (o más bien cientifistas) negaron su existencia (si bien incurriendo en gruesas contradicciones). Ellos le dieron la vuelta al calcetín. Proclamaron que todas las conductas eran aprendidas, que el hombre no tenía naturaleza. O, como dijo el existencialista Sartre, que la existencia precede a la esencia.

Amigo lector: no sé cómo subrayar la importancia de lo acaba usted de leer. Repare en ello, por favor: para la psicología científica (muchas veces meramente cientifista) la conducta humana podía explicarse sin recurrir a ningún elemento biológico permanente. Todo era aprendido. La psicología del aprendizaje descubrió y estudió minuciosamente los mecanismos y condiciones que permitían a cualquier ser vivo aprender (cierto tipo de cosas) de su ambiente. (No puedo explicar aquí los condicionamientos clásico e instrumental).

¿Por qué digo que este punto tiene una especial importancia? Pues porque nos permite comprender, en gran medida, la creación y desarrollo de ese engendro igualitarista denominado corrección política. Vamos a verlo.

POSITIVISMO Y CORRECCIÓN POLÍTICA.

El espíritu positivo propuso un mundo natural y biológico proteico, desprovisto de esencias eternas y propensiones naturales. La facción progresista de las sociedades democráticas encontró en el positivismo y el conductismo el refrendo científico para defender su particular concepción de los ideales de la ilustración: Libertad, Igualdad y Fraternidad. ¿Cómo, de qué manera? Muy sencillo: si la conducta humana es siempre el resultado de algún tipo de condicionamiento o aprendizaje, tenemos la varita mágica más poderosa que jamás podría soñar cualquier Reformador Social. De hecho, el invento más característico de la posmodernidad es el constructivismo. El orden establecido podía ser “deconstruido”. Deconstruido y construido a placer, según los ideales, deseos o prejuicios del reformador social de turno.

La teorías feministas del género responden a esta lógica de “deconstrucción/construcción”. Puede explicarse así: Las personas no nos comportamos según nuestro sexo biológico, sino según nuestro género, el cual no es otra cosa que una suerte de arbitrarias construcciones ideológicas consagradas por la costumbre y las presiones manipuladoras de quienes detentan el poder.

En consecuencia, hombres y mujeres, nos asegura este aborrecible feminismo, pueden condicionarse para que se comporten exactamente igual. O pueden, igualmente, reeducarse.

¿Podría imaginar cualquier reformador psico-social arma más potente que la que le brinda una psicología que predica que la mente humana es una tabla rasa? La oportunidad la han aprovechado hasta la saciedad. Piense el lector en la tremenda transcendencia política de las tesis de la corrección política y cómo, en concreto, ha afectado a la escuela.

La tabla rasa hace posible cumplir el principio “liberador” de que el mundo es proteico, cambiante, susceptible de convertirse en aquello que el reformador desee por medio de la educación en valores y la propaganda oficial.

CONSTRUCTIVISMO.

El lector quizá eche en falta una crítica del paradigma educativo vigente: el constructivismo. El constructivismo procede del idealismo alemán, no del positivismo inglés. No me voy a extender en pormenores para no alargar este escrito, ya demasiado largo. El constructivismo incurre en una suerte de subjetivismo cuyos resultados son indistinguibles de los que produce el relativismo. No son lo mismo exactamente en lo teórico, pero sí a efectos prácticos.

El relativismo viene a decir que la visión que cada sujeto tiene del mundo está determinada (o muy condicionada) por las circunstancias y experiencias particulares del sujeto. Como no hay Razón universal que homogenice pareceres y juicios, cada manera de entender el mundo es igual de respetable que las demás.

El subjetivismo (constructivista) predica otra cosa: el sujeto construye el conocimiento en función de variables internas irreductibles. Aquí el acento recae sobre los factores cognitivos internos al sujeto, no en las circunstancias o el ambiente. No obstante, es lo mismo, pues al negar también la Razón universal, sólo queda una pluralidad de sujetos cognoscentes idiosincrásicos: cada sujeto es un mundo, su propio mundo. La pesadilla para el docente consistirá en tener que averiguar qué manera particular de conocer el mundo tiene cada alumno; indagar en su concreta manera construir el conocimiento. De ahí la insistencia de los pedagogos en la experimentación y la innovación educativas. No todos los alumnos aprenden, dice el constructivismo, con el mismo método didáctico, sino que cada cual lo hace a su manera. Consecuentemente, hay experimentar mucho para individualizar el acto pedagógico y un ofrecer un servicio educativo personalizado, a la carta.

Repárese en la veta anti-objetivista del relativismo y del subjetivismo. Ambos niegan que sea posible una Razón universal que homogenice el entendimiento humano. La función de la escuela, por tanto, no será ya dotar a los alumnos de los instrumentos cognitivos y contenidos que hagan posible el entendimiento entre los seres humanos. Si dos personas tienen conocimientos matemáticos parecidos, podrán entenderse entre sí cuando hablen de matemáticas. Si tienen conocimientos literarios similares, el uno podrá captar intelectualmente lo que el otro dice sobre literatura. En cambio, cuanto mayor sea la disparidad formativa, mayor será dificultad para el entendimiento. Por eso un hombre culto difícilmente podrá entenderse con uno iletrado más allá de lo muy básico.

La formación académica consigue que un profesor de matemáticas de Pekín pueda entender la teoría matemática de un profesor de matemáticas de Berlín. La escuela formativa se apoya en la racional convicción de que el saber objetivo uniformiza el parecer de los seres humanos y hace posible la civilización, los grandes proyectos mancomunados y la convivencia pacífica. Pero una sociedad y una escuela que niegan la posibilidad del conocimiento objetivo, están condenadas al conflicto social continuo, la disparidad irreductible de pareceres y la anomia.

Repudiado el conocimiento objetivo (los contenidos), ¿qué queda? Quedan los sujetos y sus relaciones. La supuesta imposibilidad de aspirar a lo común y universal desviará la atención del docente hacia los sujetos y las relaciones que mantienen entre ellos. Como ninguna opinión será más valiosa que cualesquiera otras, la tarea del docente será adoctrinar a los alumnos para que aprendan a tolerar la diferencia, la opinión opuesta del otro, simple y llanamente.

EPÍTOME.

1

La posmodernidad es el resultado postrero de un largo proceso de degradación intelectual de las sociedades occidentales.

En el ámbito epistemológico, el hombre posmoderno niega el conocimiento objetivo. La razón sólo alumbra dogmas o monstruos metafísicos. La experimentación positivista sólo puede dar cuenta de lo particular, negándose, por principio, la posibilidad de aprehender lo universal. Queda, por tanto, el escepticismo radical (o el nihilismo) que ya predicó Hume.

En el ámbito político, el saber y la autoridad asociada a él quedan bajo sospecha: el saber es sólo un instrumento del poder para manejar y manipular a las masas. El saber, además, impone una jerarquía social indeseable.

Así pues:

  1. No es posible alcanzar conocimiento objetivo e indubitable sobre nada.
  2. Los supuestos conocimientos de las diferentes autoridades intelectuales no son más que instrumentos de dominación del Poder.

2

Las sociedades democráticas quieren regirse por los principios e ideales de la Ilustración: Libertad, Igualdad y Fraternidad. La fórmula para alcanzar ese deseo es, para el posmoderno, anatemizar el saber y la autoridad aneja a él. Los dogmas del ocaso presiden el pensamiento contemporáneo: 1. El mundo es proteico. 2. Todo el plural. 3. Todo es relativo. Con ellos se pretenderá satisfacer el ideal ilustrado.

3

Despojado el pensamiento de cualquier atisbo de racionalidad, conculcado el sagrado principio de no contradicción a manos del relativismo, los ideales ilustrados quedan reducidos a una suerte de caricatura:

-Por Libertad el posmoderno entiende libertinaje. En la escuela penetra bajo la corriente pedagógica del laissez faire, el paidocentrismo, el roussionismo, el sentimentalismo, el hedonismo y la permisividad. En esas corrientes se apela a la motivación y se recusa la voluntad, pues apelar a ésta es un atentado contra la misérrima y animalesca idea de libertad vigente.

-La Igualdad se traduce en Igualitarismo, por el cual todas las opiniones, culturas y formas de vida son igualmente respetables. En la escuela se traduce no en igualar las oportunidades del alumnado, sino en igualar los resultados a base de falsificaciones y medidas lenitivas.

-La Fraternidad posmoderna no es otra cosa que el ensalzamiento de la tolerancia frente a lo diferente u opuesto. Ese es el máximo ideal democrático a que se puede aspirar cuando la razón universal queda amordazada y no es posible el entendimiento.

4

Comte no llevaba razón. El estadio más elevado del espíritu humano no es el científico en su vertiente positivista. Ni mucho menos. Ya vemos cómo, en dicha vertiente, la ciencia se suicida con el ácido del escepticismo y el relativismo. La mirada filosófica es necesaria para poder comprender el mundo y al hombre en su discurrir cogitativo. Una escuela que prescinde de la historia y de la historia del pensamiento es la más imbécil de las escuelas posibles. Es la anti-escuela. Niños y chavales que desconocen por completo las encrucijadas del pensamiento, están condenados a reproducir errores ya superados, y quedan inermes ante las mismas fuerzas instintivas que bullen en su interior.

Urge restituir el buen nombre de la Razón y comprender que no ha sido ella el instrumento de que se ha servido la tiranía histórica, sino la sinrazón, el mal uso del pensamiento.

Alguien debería aprender lo siguiente: nuestra civilización y lo más elevado de ella nacieron con la filosofía, y fenecerá sin remedio con la muerte de ésta. Ambas irán de la mano. Pesimistas u optimistas, nuestro deber es luchar contra los dogmas del ocaso. Nos va en ello la civilización.

 

Estimado Antonio, esperaba ansioso esta reflexión. La suscribo de principio a fin. Magistral análisis.

 

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