La ironía como forma de enseñanza
La ironía es el instrumento intelectual del filósofo. Por medio de ella podemos destruir el dogma. De lo que se trata es de mostrar que no existen pensamientos completos, que todo pensamiento es fragmentario, no en el sentido de los posmodernos, sino de los escépticos. Se llega a la ironía por medio de una buena dosis de escepticismo. Pienso que la ironía es la actitud que está a medio camino entre el sarcasmo y el cinismo, entendiendo este último en el sentido peyorativo, no en el filosófico. En el filosófico identifico sarcasmo con cinismo.
La ironía es el escarpelo del intelectual. Nos permite ver más allá de lo inmediato. La ironía es la duda que se le ofrece al dogmático para salir de la cerrazón de su pensamiento. Es apertura a las nuevas posibilidades. Es la contingencia del pensamiento y los límites de la razón. Por eso la ironía surge con Sócrates. Cuando la razón había sufrido un fuerte varapalo con los sofistas que la llevaron al relativismo. No confundir relativismo con escepticismo. El escepticismo necesita de la ironía, porque ella es una forma de duda frente al pensamiento único. El escepticismo no es negación, esto es nihilismo y cinismo, sino búsqueda a partir de la duda. La ironía es el estado mental que nos permite la duda. La ironía es distancia frente a las verdades establecidas. Y ello requiere que no nos tomemos demasiado en serio. El problema es el de la creencia. Ésta otorga seriedad, rigidez, una mirada angosta, pero que pretende ser total y única. La ironía es la actitud que nos vacuna contra esta enfermedad del alma. La ironía es alegría y liberación por eso Sócrates anda, aunque preocupado por la virtud pública, despreocupado, de todo lo que todo el mundo piensa que es lo importante. Por eso la vida de Sócrates es alegría de vivir. Es el secreto que Buda adquiere también, y no precisamente en el camino de la abstinencia y el ayuno, sino en el de la vida y su disfrute moderado. La ironía nos enseña que nada importa demasiado y que de nada demasiado. Es moderación, alegría, socarronería, complicidad, reconocimiento del límite humano, de nuestra contingencia. Por eso es un antídoto contra el dogmatismo, la creencia y el fanatismo. La ironía requiere del ejercicio de la duda, pero no renuncia a la búsqueda del conocimiento, ni al poder de la razón, aunque sabe de sus límites. Es la actitud que nos lleva a afrontar dignamente la docta ignorancia. Pero insisto en que la ironía nos permite luchar contra el dogmatismo sin renunciar al poder de la razón y a la posibilidad de alcanzar la virtud y cierto grado de conocimiento. El cínico, sobre todo en su versión política y posmoderna, es un dogmático nihilista, que niega la posibilidad de la virtud, la ética y el conocimiento y se instala en la clandestinidad del todo vale. El cínico traspasa la ironía y niega la docta ignorancia. Al admitir el relativismo, admite que todo vale. Se encuentra en una contradicción tremenda. Su defensa del relativismo le lleva al absolutismo del poder. Por ello el mejor ejemplar del cínico es el político, que creyendo que nada es verdad y todo vale, defiende en última instancia que la verdad reside en el poder, por eso, desde su atalaya, se ríe del resto de sus congéneres y los considera ilusos. De ahí que se arrogue el derecho de manipularlos, engañarlos y domesticarlos. Y ése es el peligro que Sócrates vio y lo entendió como degeneración de la democracia. Por eso introduce su aguijó de tábano, para despertar las conciencias. No todo es posible, no todo se puede defender. El poder no es la verdad, la retórica y la demagogia dependen del más fuerte, pero el bien de la polis depende del hombre más justo. Y para eso es necesario poner en cuestión al sofista, al político y al poeta que se dedican a engañar al ciudadano con bellos discursos. Sócrates no renuncia a la verdad, ni a la virtud, reconoce su ignorancia; pero ello le impulsa al conocimiento, no al relativismo y el cinismo que de ello se sigue. Y para eso tiene que desenmascarar al poder. Y ése es el ejerció de la ironía, ejercicio sumamente peligroso, en su caso le cuesta la vida, en general, al que la ejerce le cuesta, la soledad, la incomprensión y, en definitiva, el ostracismo. Sócrates es un tábano, molesto, pero necesario. Es imprescindible que el ciudadano salga de ese estado inconsciente y encandilado en el que el poder lo tiene a base del engaño. Por eso la ironía es el aguijón del sabio. La ironía abre una brecha en nuestras certezas y seguridades, nos compromete porque nos hace ver en nuestro interior. Pero siempre se ejerce dulcemente, desde la sonrisa: Sócrates, Buda. Por su parte, el sarcasmo, participa ya, de alguna manera, de la desesperación. Es lo que le ocurrió a la corriente directamente sucesora de Sócrates, los cínicos. Estos desesperan de que se pueda construir una polis justa. A los ciudadanos no se les puede despertar ya con un suave aguijoneo, necesitan del sarcasmo, de la burla brutal, es tal su estado de somnolencia, engaño y autoengaño. Esa es la terapia de los filósofos cínicos, la burla, la agresión intelectual, el escarnio. Pero no porque estos hayan perdido la confianza en la mejora del hombre. Todo lo contrario. Quieren hombres de verdad, no caricaturas, ni marionetas. Por eso los cínicos filósofos desconfían absolutamente del poder, porque el poder corrompe, pero no sólo al poder, sino a los que son manejados por éste, porque en definitiva el hombre busca prebendas en el poder, se hace súbdito el sólo. De ahí que los filósofos cínicos sean unos escépticos casi nihilistas, en cuanto a la posibilidad de una sociedad justa, sólo creen en el hombre en tanto que posibilidad que no debe regirse por la ley de los hombres, sino por la de la naturaleza. Los filósofos cínicos apuestan por el individualismo radical, he aquí su contradicción, el hombre sin sociedad es imposible. Pero el hombre no es un animal social como las hormigas, sino sociablemente insociable, que diría Kant. Por eso la ironía socrática, como ejercicio del sano escepticismo, es una actitud más realista. Y por eso se encuentra entre el nihilismo al que nos aboca el cinismo del poder y el individualismo, algo exagerado, pero excelente antídoto contra el poder, de los filósofos cínicos.
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