Blogia
Filosofía desde la trinchera

Ciorán. En los cien años de su nacimiento.

 

            Se cumplen cien años del nacimiento de Ciorán. Como recordatorio de uno de los filósofos escépticos del siglo XX, se me ha ocurrido releer una de sus obras. No precisamente de las más conocidas, como son En las cimas de la desesperación o Ese maldito yo. Se trata de Historia y utopía. Una obra absolutamente imprescindible en la que se analizan los conceptos de historia y utopía desde el escepticismo, pero, como siempre, en el caso de Ciorán, con una carga ética y política. La obra me parece de una gran actualidad, porque, en definitiva, lo que realiza es una crítica a los conceptos de historia y utopía, desde la idea de progreso. Y la crítica que hace a ésta se basa en la crítica a la religión cristiana, la crítica a los mitos y la necesidad que el hombre tiene de creencias y de mitos; es decir, de autoengañarse.

 

            La relectura de esta obrita me ha recordado cuales pudieron ser los indicios de mi actual pensamiento. Y, curiosamente, cómo han coincidido, desde una racionalización que he ido haciendo posteriormente, con las máximas de Ciorán. Es curioso como el pensamiento va trabajando a nivel inconsciente. Cómo aquello que leíste hace décadas y que causó un gran impacto se va, poco a poco, materializando en tu visión del mundo. La primera vez que leí está obra, como todo Ciorán, me pareció sorprendente. Me sentí tremendamente identificado con su pensamiento. No en vano era un escéptico, como lo había sido yo siempre y lo sigo siendo. Es eso que te ocurre a veces cuando lees o escuchas a una persona con la que te sientes tremendamente identificado y nos decimos: eso era lo que yo pensaba, pero nunca lo he llegado a decir. Incluso las obras más duras de Ciorán, En las cimas de la desesperación o Ese maldito yo, me hacían reír, por esa coincidencia y porque yo tenía un barrunto de ese pensamiento en mi alma, además de haber cabalgado, a mi manera, sobre esas cimas, y la situación se me antojaba graciosa. Pero nunca había llegado a expresar esos pensamientos. Digamos que vieron la luz a la par que descubría la obra de Ciorán. Dicho de otra manera, la obra del autor rumano me trasladó al interior de mi pensamiento, hizo consciente lo que bullía en mi interior y no acababa de explicitarse. Pero mi talante, no ha sido el poético, como es el caso de Ciorán, sino el de filósofo racionalista crítico. Yo he optado por la argumentación, no por la literatura. Aunque las ideas de Cioran sean filosóficas sus escritos son obras literarias, más que filosóficas. Nunca ha sido ése mi estilo, por más que me guste leerlo. Yo necesito de la argumentación. Por eso una segunda lectura, de Historia y utopía, en este caso, me ha sorprendido de nuevo, pero desde otra perspectiva. Durante quince años he ido trabando un discurso racional y crítico de la historia, el progreso y la utopía, que no es más que una racionalización del pensamiento de Ciorán. Con argumentos sesudos, con pruebas, partiendo de una idea limitada y revisada de razón ilustrada, desde el escepticismo, pero sin perder la esperanza en un futuro mejor. En definitiva, con escepticismo, pero con vitalidad, como le ocurriera a nuestro filósofo adoptado por París y que adoptó, él mismo, la lengua de los ilustrados para escribir. De nuevo, la relectura del autor ha servido como un revulsivo. A pesar de irme diciendo en cada momento, esto ya lo sé, esto ya lo sé. Me voy viendo casi veinte años atrás leyendo con pasión este libro y, como, a partir de entonces, he ido elaborando todo ese discurso que no es más que una reconstrucción racional del pensamiento de Ciorán.

 

            La historia no tiene ningún sentido. El invento del sentido de la historia procede del mito cristiano de la caída y de la redención. El hombre como ser que puede salvarse. No existe, ni salvación individual, ni colectiva. La historia no está fijada. La idea de un fin de la historia, de un sentido, de un progreso es la idea de la historia de la humanidad como historia de la salvación del hombre. La muerte de dios, que comienza a anunciarse en la ilustración y que, después, se materializa en las filosofías ateas del XIX, acaban con la idea de historia. Si dios ha muerto, nada tiene sentido, ni la historia, ni la moral, ni la política…nada. El escepticismo nos lleva al nihilismo  de Schopenhauer o al vitalismo de Nietzsche que sólo afirma la voluntad de poder, el ser individual irrepetible del acto creador, la transformación del camello en niño. Pero igual que llegamos al ateísmo y sus últimas consecuencias, también se produjo un fenómeno de huída o escape ante este vacío antropológico y ontológico. La huída consiste en la aparición del pensamiento político utópico. Y en esto consisten los historicismos que hunden sus raíces en la visión cristiana de la historia y en la idea de progreso, íntimamente ligadas. Pero la idea de progreso se alimenta, a su vez, del espejismo ilustrado de la equiparación entre progreso tecnocientífico y progreso ético-político. La idea de historia del cristianismo en la ilustración se seculariza y se le añade el optimismo ilustrado del progreso. Y eso es lo que heredará todo pensamiento utópico político del futuro. El historicismo y la creencia en la idea del progreso. La historia se rige por leyes necesarias que marcan un principio y un final. La historia tiene sentido. Pero entre el principio y el final hay un progreso hacia algo mejor. El Apocalipsis, con el advenimiento del reino de los cielos, se transforma en utopía. Pero el pensamiento político utópico, como todo pensamiento sobre la historia como un proceso determinado se transforma en la práctica en totalitarismo. Y ésta es la explicación de todos los totalitarismos del siglo XX. Y, que conste, el último es el pensamiento único neoliberal. El pensamiento totalitario anula al individuo. Éste se pierde en el sentido último de la comunidad. La sociedad elimina la libertad. Todos los ciudadanos se convierten en servidores del fin último de la historia, su utopía, su redención. Políticamente se toman las armas para eliminar, como sea, al disidente. Pero, el hombre, como ser caído, como ser a medias, que es, necesita de las creencias. Sustituye sus creencias religiosas por los ideales políticos. Admite su servidumbre, delega su libertad en nombre del ideal utópico. Confunde justicia universal, con eliminación de la libertad individual. Los totalitarismos han sido de izquierdas y de derechas. Pero también la democracia ha generado un nuevo totalitarismo, con base en la idea de progreso tecnocientifica. En nombre de la democracia, hemos abandonado la libertad, hemos permitido y, permitimos, un estado intervencionista en nuestras vidas, que nos anula como personas; y un mercado que regula nuestro ser, el consumo. Nos reducimos a mercancías. A la par que el mercado pone las reglas de la política. Todo, para servir al dios del progreso, el nuevo dios, el del crecimiento económico y la extensión de la democracia, más bien pensamiento neoliberal. Y todo este proceso, igual que los totalitarismos clásicos, produce miseria y muerte. Ya lo he dicho más de una vez, repitiendo el libro de un economista, el crecimiento mata. No podemos vivir sin sentido de la historia, sin utopías. Delegamos nuestra libertad en ellas. Necesitamos el autoengaño. Por eso es necesario un sano escepticismo vital, para recordar que el hombre es un ser limitado, que la razón no es totalizadora, que es limitada. Que en última instancia tenemos que confiar en ella. Que el progreso tecnocientífico es una hybris que trae el mal y el bien indisolublemente unidos. Que el progreso es, en parte, abandonar lo que somos, renunca a nuestra naturaleza y regreso, esto es, más barbarie. Progreso y barbarie se identifican. Que las conquistas ético-políticas, son parciales, provisionales. Que todo se puede perder por la borda de las ilusiones utópicas. Que el pensamiento utópico debe ser entendido, al modo kantiano, como una idea regulativa de la razón práctica-política, pero como un final de la historia inevitable. La historia depende de nuestras opciones y elecciones provisionales. El progreso y la catástrofe dependen de ello, como en nuestra vida particular. No hay salvación, ni aquí, ni en el más allá, ni política, ni religiosamente. Pero el hombre se empeña en autoengañarse, porque el hombre, como comentaba yo en nota al pie, en la primera lectura de Ciorán, es un ser a medias. Ése es el sentido de la caída o del pecado original, nuestra incompletud. Pero ésta la intentamos llenar de discursos absolutos, ya sean políticos o religiosos. Y ése es el error. La cuestión es ser capaz de vivir en la intemperie, en la provisionalidad, construyendo parcialmente el futuro y velando por el presente. Pero sin utopías, sin creencias. Persiguiendo valores universales, pero no absolutos. Y, la democracia es, precisamente, el régimen político parcial y provisional. El que no admite verdades absolutas, sino provisionales, consensuadas. Lo que el hombre, en definitiva, puede dar de sí. Pero la democracia se pervierte por dos motivos, el hombre necesita de verdades absolutas, aunque sea la felicidad egocéntrica del consumo, del tener, la pura transitoriedad, la anulación de su conciencia y por eso cede su libertad. No es capaz de vivir en la soledad de la muerte de dios y lo que ello supone. El otro mal es la tendencia del poder a hacerse absoluto. Y, para ello, de lo que necesita es de un pensamiento único que sirva como ideología alienante de la población. Pensamiento que, en definitiva, no es más que la promesa de una nueva utopía. De esta manera, la propia democracia cae en la trampa del totalitarismo.

0 comentarios