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Filosofía desde la trinchera

Un grito en el desierto de lo real.

Tomo esta frase, el desierto de lo real, de la película Matrix, cuando Morfeo le dice a Neo, que busca la realidad, la verdad, “bienvenido al desierto de lo real”, y le muestra las ruinas del mundo que el hombre, en lucha con las máquinas, cuya guerra prácticamente ha perdido, ha dejado. Y es que la realidad, y me refiero a la realidad social, es un desierto. Un desierto de conciencia en la que los individuos no son ciudadanos, sino súbditos, en la que se prefiere, la obediencia a la libertad, en la que el miedo manda sobre los individuos y, cuando no es el miedo, pues el divertimento fácil, pan y circo de los romanos. Alienación, ausencia de pensamiento, de individualidad, de crítica, de libertad. En definitiva, falta de ilustración, de autonomía, de ser uno mismo, de pensar por sí mismo. Ése es el desierto al que me refiero. Un desierto ético, social y político. Un mundo que permanece dormido ante las injusticias, que carece de igualdad, de libertad y, sobre todo, de fraternidad, la hermana pequeña de la Ilustración nunca desarrollada.

Frente a esta realidad no cabe el discurso, el razonamiento, la crítica…todo es banal y carece de importancia, frente a la fama de un don nadie forjado en los platós de la telebasura, o frente a un futbolista multimillonario y así… Todo queda trivializado, todo queda mercantilizado. Por eso frente al desierto de lo real lo que cabe es el grito, como hacía Diógenes el perro, ya no cabe la ironía socrática. A Sócrates lo mató la democracia por ser precisamente su propia conciencia a la que no quería escuchar ni enfrentarse. Es la contradicción de la política, el enfrentamiento entre la ética y la política, o el poder y el pensamiento. El poder no quiere el pensamiento, por muy democrático que se diga, lo intenta domesticar, le da al súbdito una cuota de libertad, pero no le da la libertad. Le dice qué cosas le están permitidas elegir o pensar, pero no le deja pensar ni elegir libremente. En las democracias la libertad viene tutelada desde los de arriba. Ésa es la tragedia de Sócrates, que quiso hacer libres a los ciudadanos atenienses y por eso fue acusado de perversión de la juventud (sus discípulos). Les enseñaba a pensar por sí mismos, sin las directrices del poder y ése es el peligro. Por eso siempre he definido el pensamiento como pensar contra el poder, contra lo establecido, contra el status quo, contra lo evidente o lo obvio. Y ese pensamiento es la libertad. Lo otro no es más que engaño y máscara, adocenamiento y borreguismo. Ya lo vio claro Nietzsche cuando criticaba la democracia como una forma moderna y sutil de domesticación de la plebe. Pero como nuestra sociedad, que se ha transformado en un desierto, ya no escucha razones, pues es necesario el grito, el sarcasmo, la burla, el escepticismo. Poco se puede esperar ya del hombre. El mundo que hemos construido es una barbarie montada sobre millones de cadáveres. No sé de qué podemos estar orgullosos. Hay unos pocos que mandan y el resto, sumisos y obediente obedecemos y nos divertimos, porque eso es vivir, el que pueda, claro, un tercio de la humanidad, el resto vive en la miseria a nuestra costa. Y es por eso que los discurso no valen, que no se escuchan, que tienen la misma validez que una telenovela o un partido de futbol; y no te digo nada si es la final de un mundial o de la Eurocopa o leches…o un Madrid-Barça. Y no me digan que cada cosa tiene su lugar, porque no es cierto. No hay lugar para el discurso, para el razonamiento, la crítica, la contemplación artística. Otra cosa es que algunos todavía sepan distinguir el lugar y la importancia de cada cosa. Pero no es el caso del pueblo. Hay una intención debajo de todo esto.

                Pero este desierto de lo real es un producto de una intención política. No ha surgido porque sí. Es producto del poder. Es la forma más sofisticada que ha surgido de domesticación. Siempre ha existido una lucha entre el poder y el pueblo, entre unos pocos y la mayoría. Es lo que se ha llamado la lucha de clases que el poder había hecho olvidar y la había enterrado. Y, por eso, es necesario desenterrarla y desempolvarla. Una de las causas de que vivamos en un desierto. El pueblo no es consciente de que estamos en lucha. Es curioso que sean precisamente los poderosos, los partidarios del neoliberalismo, los que sí sean conscientes, y muy a sabiendas de ello, saben que viven en una lucha de clases y que la están ganando. Mientras el pueblo adormecido y ensordecido por el mundo espectáculo, o la realidad convertida en espectáculo, permanece absolutamente indiferente. Pero el problema es que esta indiferencia es un mal consentido, es el mal banal de Arendt en el caso Eichmann en Jerusalén.

                El poder ha creado las condiciones para convertir la realidad social en un desierto y al ciudadano en un súbdito, en un esclavo, o, incluso, por utilizar las categorías de Ortega, en un “señorito satisfecho”. Es decir, alguien sin conciencia social, satisfecho de los parabienes que el estado le proporciona, pero, encima exigente, sin conciencia social y sin capacidad de ponerse en el lugar del otro, que es el primer paso para la fraternidad, o, como mínimo, solidaridad. El poder, que tiene en sus manos la ideología, que es el instrumento para crear la falsa conciencia, se ha empleado a fondo en el neoliberalismo, creando unas condiciones sociales y ético-políticas que han convertido la realidad en un desierto de conciencia crítica. Varios han sido los instrumentos que el poder ha utilizado y señalaremos brevemente algunos de ellos.

                En primer lugar tenemos el mito del fin de la historia. Este fin conllevaría la muerte de las ideologías y, por ello, el fin del pensamiento. Es decir, que se nos presenta la realidad social que vivimos, el neoliberalismo (esto no es de ahora, sino que tiene más de treinta años en su versión política y muchos más en su desarrollo filosófico-teórico) sin alternativas. Éste es el único orden social posible. Todas las fuerzas políticas lo aceptaron, tanto los liberales como la socialdemocracia. Y el pueblo, la llamada ciudadanía, en realidad súbditos, lo aceptamos como la única realidad, que, por lo demás, no estaba nada mal. Crecíamos económicamente como nunca lo habíamos hecho en la historia de la humanidad. Eso sí, se nos olvidaba, porque estaba oculto, que nosotros vivíamos en una burbuja (que ahora ha estallado) mientras la injusticia, el hambre, la miseria campaban a sus anchas por el resto del planeta. Y se nos ocultaba, en esa gran fiesta del capitalismo y del pensamiento único triunfador sobre el llamado socialismo real, los grandes problemas de calado de la humanidad. El problema de los recursos fósiles, el problema de las fuentes de alimentación del futuro, del agua potable para el futuro (en la actualidad más de dos mil millones de personas no tienen acceso al agua potable), el problema del cambio climático. Todo esto, en los felices noventa, como dice Stiglitz, permanecía oculto. Eran cosas de cuatro ecologistas desarrapados. Pero pronto aparecerán los problemas unidos a la quiebra del capitalismo. Porque el problema no es un problema económico, sino ecosocial. Un problema que abarca todas las dimensiones del ser humano y de su relación con la naturaleza. Precisamente el pensamiento lo que nos dice es que sí hay alternativas. Y ésta es la guerra y la lucha de clases. El querer mantenernos amordazados, sin capacidad ni de pensar, ni de decir. Porque al poder lo que le interesa es su orden establecido. Toda alternativa es una crítica a este orden.

                Otra forma de domesticación es el pensamiento y la filosofía posmodernista. Esta mala y peligrosa filosofía ha servido como una ideología al neoliberalismo. Es más se ha convertido en su pensamiento de tal forma que ha servido como instrumento de domesticación y alienación. El posmodernismo es una filosofía antiilustrada que nos viene a decir que no existe ningún relato objetivo y universal sobre el hombre, la sociedad, la historia…que los grandes relatos carecen de sentido. Que no hay sentido, salvo el sentido parcial, el del momento. Pues bien, esto nos lleva a consecuencias harto peligrosas. En primer lugar esto implica el discurso del “todo vale”, todo es equivalente. Es el discurso de la equivalencia de las opiniones. Se confunde la libertad con el derecho a opinar, independientemente del saber de aquel que opina. Como se ha falsificado la libertad y se la ha desligado del conocimiento, pues resulta que cualquiera puede hablar de todo y no se le puede objetar nada, porque para eso es muy libre de expresar su opinión. Aunque lo que diga sea una auténtica barbaridad fruto de una supina ignorancia, una tontería o algo verdaderamente peligroso para la integridad social. Pero la sacrosanta libertad de opinión es lo importante. En realidad lo que se elimina es la libertad, porque se está transformando a los individuos en esclavo de sus opiniones. Las opiniones están para trascenderlas, para debatirlas, para ir más allá por medio del conocimiento y la aplicación de la razón y el estudio. Lo que hay que hacer es escuchar a los que saben y aprender y guardar silencio. Pero, claro, si todas las opiniones son válidas, son equivalentes, cuál es la opinión que triunfará sobre las demás. Pues, sencillamente, la del más fuerte. Y esto es precisamente lo que le interesa al poder. Si no hay alternativa porque yo lo digo y como yo soy el más fuerte porque controlo todas las formas de poder pues es mi opinión, que no saber, la que se impone a la ciudadanía, porque, encima, yo, el poder, tengo los medios de persuasión y control de las conciencias y las masas. Y, por eso, la idea de que el mercado lo regula todo, la idea del reduccionismo mercantil, es decir, no hay más valor que el valor del mercado se impone como verdad absoluta. Con lo que todo otro discurso, ético, político, religioso, quedan descartados. Y de ahí que el mercantilismo, unido a la mitificación de la tecnología, se convierta en un nuevo credo, en un pensamiento religioso. Y ésta es otra razón por la que los ciudadanos son súbditos, porque obedecen los dictámenes de la nueva religión. Es sabido que aunque dios haya muerto, no así la religión. Y por eso el hombre actual se aferra a los nuevos mitos.

                Pero también, el pensamiento neoliberal, junto con el posmodernismo ha creado una conciencia nihilista. El hombre no tiene nada que hacer frente a la historia. Al desaparecer los grandes relatos, salvo el del neoliberalismo, y esto es una contradicción, el hombre queda sin misión, queda reducido a su situación histórico-social. Y, como no hay alternativas, pues acepta esa situación. Pero es que, además, el capitalismo salvaje ha creado las condiciones materiales para que emerja una conciencia nihilista, egoísta y hedonista. La conciencia del súbdito hoy en día, puesto que no hay ni relato, ni misión, porque no existe eso de la justicia, ni del bien, ni de la verdad, la igualdad, la libertad; esto son cuentos del pasado, pues se repliega sobre sí misma y se dedica a satisfacer sus deseos obteniendo el máximo placer. Y la maquinaria del capitalismo consumista le ofrece todo lo que su deseo demanda convirtiéndolo, de esta forma, en esclavo de sus deseos. Pero, a su vez, vaciando su conciencia, de tal forma que ésta se reduce a la nada, nihilismo. Por eso es una conciencia hedonista (en un sentido peyorativo, no como hablan los epicúreos), busca sólo el placer del consumo y no es capaz de ver más allá de su propio existir. Por eso su conciencia es una conciencia solitaria e insolidaria. Incapaz de ver al otro. Y esto es lo que la hace esclava y la sume en la servidumbre del sistema. Y esto, si alguno está ahí, es lo que conforma el desierto de lo real.

 

                               Villafranca, Agosto, 2013.

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