La crisis del pensamiento occidental
Aristóteles definió al ser humano como “animal político” y como “animal dotado de logos”. Y atribuyó a este término griego tres significados: es el lenguaje con el que pensamos y nos comunicamos; es la ley con la que juzgamos nuestras acciones y discriminamos entre lo justo y lo injusto; y es, en fin, el medio de conocimiento con el que nos representamos el mundo.
El logos (la ratio de latinos) nos permite pensar libremente, convivir con los otros y conocer el mundo. Gracias a él, podemos modelar reflexivamente nuestro ethos, debatir con los demás las leyes de la polis, poner nombre a los fenómenos del kosmos, y transmitir toda esa experiencia a través de la educación. En la antigua Grecia había un vínculo inseparable entre la subjetividad ética, la convivencia política y el conocimiento del mundo. Y el koinon logon o “razón común” de Heráclito (según la traducción del recientemente fallecido Agustín García Calvo) es el hilo sagrado que permite tejer entre sí esos tres grandes ámbitos de la experiencia humana.
Esta es la herencia y la tarea que los filósofos griegos legaron a la tradición cultural de Occidente, y que fue convertida en un proyecto civilizatorio con vocación universalista por los filósofos de la Ilustración y los padres fundadores de las primeras democracias modernas.
Sin embargo, la civilización occidental tenía un lado sombrío: de la “razón común” estaban excluidas las mujeres, los asalariados, los esclavos y los “bárbaros”. Por eso, a partir del siglo<TH>XIX, surgieron tres grandes movimientos emancipatorios: el feminismo, el socialismo y el movimiento antiesclavista y anticolonialista. Todos ellos se rebelaron contra una sociedad “civilizada” que jerarquizaba a los seres humanos en razón de su sexo, clase social, etnia, etcétera.
Pero la autocrítica y renovación de Occidente no ha seguido un camino lineal y ascendente. La terrible “guerra civil europea” (1914-1945) dio paso a los “30<TH>años gloriosos” (1945-1975) que, a pesar de la amenaza nuclear y la guerra fría, hicieron posible la ONU, la Declaración Universal de Derechos Humanos, la descolonización, los Estados de bienestar, la Unión Europea y los nuevos movimientos sociales (ecologismo, pacifismo, etcétera). Pero, en las tres últimas décadas, hemos asistido a la gran ofensiva del capitalismo neoliberal, que pretende desmantelar una a una todas las conquistas civilizatorias conseguidas en Occidente y en el resto del mundo.
Un signo de la crisis es la reducción de los estudios de artes y humanidades en los países de
ideología neoliberal
En pleno ascenso del nazismo, el judío alemán Husserl escribió La crisis de las ciencias europeas, para denunciar el divorcio entre el progreso tecno-económico y el retroceso ético-político, y para exigir a los filósofos que asumieran no ya el papel de tábanos de la polis, como Sócrates, ni el de profesores del Estado-nación, como Hegel, sino el de “funcionarios de la humanidad”. Hoy estamos viviendo un nuevo retorno de la barbarie, pero la amenaza no viene ya de tal o cual Estado totalitario, sino de un capitalismo depredador, desregulado y globalizado. No solo estamos viviendo la más grave crisis económica y social desde la década de 1930, sino también una crisis ecológica global, una crisis de legitimidad de la democracia parlamentaria y una crisis civilizatoria que afecta al conjunto del pensamiento occidental.
En Sin fines de lucro, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum ha alertado de esta “crisis silenciosa” del pensamiento occidental, una de cuyas manifestaciones es la reducción de los estudios de artes y humanidades en todos los países que han adoptado la ideología neoliberal y, con ella, una concepción economicista y tecnocrática del conocimiento y la educación.
Citaré dos ejemplos cercanos. Uno: el VIII Programa Marco de la UE (Horizonte 2020) establecía cinco áreas estratégicas de investigación y excluía a las Ciencias Sociales y las Humanidades; se las incluyó cuando protestaron 25.000 investigadores; en España, el Plan Estatal de Investigación 2013-2016 sigue la misma línea tecnocrática. Dos: el borrador de la LOMCE concibe la educación como una preparación profesional para competir en el mercado, segrega al alumnado en función del rendimiento, convierte la formación moral en un sucedáneo de la religión y suprime dos de las tres materias filosóficas impartidas durante toda la democracia.
La humanidad se enfrenta hoy a retos inmensos que ponen en riesgo la vida, la libertad, la convivencia y la supervivencia misma de millones de seres humanos. Pero carecemos de una “razón común” que nos permita afrontarlos. Vivimos una globalización de facto, pero no de iure. Por eso, hemos de repensar la relación entre ethos, polis y kosmos, para adecuarlas a las condiciones de una sociedad global cada vez más compleja, interdependiente e incierta.
En resumen, necesitamos renovar profundamente el ejercicio del pensamiento. Por eso, lejos de ser un oficio anticuado e inútil, la filosofía tiene ante sí una gran tarea y una gran responsabilidad: ayudar a reconstruir la “razón común”, para que la humanidad viviente, entretejida ya en una sola sociedad planetaria, se haga cargo de su pasado múltiple y se enfrente al porvenir con una actitud reflexiva y cooperativa.
Antonio Campillo es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia, coordinador de la Red Española de Filosofía (REF) y autor de El concepto de lo político en la sociedad global (2008).