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Filosofía desde la trinchera

Políticos y ciudadanos II

 

DE POLÍTICOS Y CIUDADANOS II. LA DEMOCRACIA COMO GOBIERNO PERFECTIBLE.[1]

 

A Julia, que no pudo llegar a experimentar los placeres y dolores de la sensibilidad y la inteligencia.

 

La verdad es una

Y ven conmigo a buscarla,

La tuya guárdatela.

Antonio Machado.

 

Las ideas se tienen, en las creencias se está.

Ortega y Gasset.

 

            Pensaba yo que esa insigne labor socrática de ejercer como tábano de los ciudadanos era algo que había caído en el olvido de la historia. Pero mira por donde que cuando pasamos de las reflexiones más abstractas a los casos concretos, los ciudadanos y el poder, se inquietan y empiezan a ponerse nerviosos. Mi escepticismo que me llevaba a pensar que uno voceaba en el desierto o, incluso, escupía contra el viento se ha venido, al menos en este caso, abajo. Todavía es posible la crítica porque duele a aquellos que ocupan el poder. En este sentido, la crítica racional –desde el escepticismo o la docta ignorancia- que explicaré después, son un saludable revulsivo contra el poder que sin ello se anquilosa en sus supuestas verdades. El poder, para perpetuarse, pretende tener el monopolio de la verdad y es esto lo que le hace refractario a la crítica. Incluso en los regímenes democráticos esto también ocurre. Pero cuando esto ocurre en un régimen como el nuestro tenemos la tendencia a caer en un fundamentalismo democrático. Los gobernantes se amparan precisamente en los mecanismos democráticos (es el caso del voto de la mayoría) para imponer “su” verdad. Y precisamente lo que nos dicen es que ellos están legitimados por las elecciones, y de esta forma intentan eludir la crítica. Utilizan un subterfugio de la democracia para imponer su verdad y evitar el diálogo. Es más, el fundamentalismo democrático, llega a su culminación, cuando cualquier crítica que venga de fuera del poder es considerada como un ataque a la misma democracia. Entonces, la democracia, se transforma en un argumento de autoridad en el que el poder se parapeta ante todo aquel que ose criticarlo. Pero la labor del filósofo, del tábano, es desenmascarar –siempre que le sea posible- cualquier forma de opresión y engaño que los distintos poderes pueden utilizar. Pero, y téngase muy en cuenta esto, este momento de la crítica no tiene porqué aportar ninguna nueva verdad o dogma. Para ejercer la crítica hay que situarse en una postura incómoda; una posición que yo diría que es más una actitud vital: el escepticismo. Pero no entiendo yo aquí el término escéptico en su acepción popular: aquel que afirma que todo es falso y que nada merece la pena y acaba en la desidia y la indolencia. Lo entiendo en su sentido griego. Escéptico es el que busca el conocimiento y su instrumento es la crítica racional. Por eso el escéptico, cual Quijote, arremete con su lanza contra las falsedades, mentiras y vanidades de este mundo. El escéptico no acepta ningún dogma, ninguna verdad preestablecida, sospecha del poder. El filósofo escéptico –al modo socrático- es la mejor medicina indicada contra el dogmatismo y, en nuestro discurso, contra lo políticamente correcto (otro rasgo del fundamentalismo democrático). Y esta saludable crítica se hace desde la docta ignorancia, que es el reconocimiento –intelectual y vital- de nuestra propia ignorancia (fruto del ejercicio del conocimiento de sí mismo); pero no como un ejercicio meramente retórico, sino íntimo y vital, de tal forma que afecte a todas las dimensiones de tu existencia. Si los políticos que gobiernan y los ciudadanos que los votamos partiesen de esta actitud, entonces el ejercicio del poder sería el del diálogo, que es la forma primigenia en que nace la democracia. Cuando no hay diálogo lo que hay es demagogia, que es una forma débil de totalitarismo y otro rasgo también del fundamentalismo democrático. Y la demagogia surte efecto cuando los ciudadanos no han alcanzado su mayoría de edad: cuando prefieren obedecer a pensar por sí mismos, o cuando sus intereses particulares (individuales y egoístas) triunfan sobre los comunes o generales. Y son el miedo y la pereza los que nos llevan a esta situación.

 

            Frente al fundamentalismo democrático tenemos que oponer la tesis de la perfectibilidad de la democracia. Y esta tesis arranca, a su vez, de un principio general de la teoría política que es el de la imposibilidad de una democracia perfecta. Como vemos, el fundamentalismo democrático –pensamiento en el que caen aquellos que llevan demasiado tiempo en el poder y más si es con mayoría absoluta- entra en contradicción con este principio universal que pone límites a la acción humana en el sentido de que es imposible una sociedad perfecta, como tampoco existe el movimiento perpetuo.

 

            Frente a la democracia sólo están los totalitarismos y el fundamentalismo democrático es uno de ellos al que llamamos débil, pero no por su poca fuerza, sino porque no se ejerce violentamente (al menos aparentemente, porque aquí habría que señalar también las críticas que se hacen a los gobiernos “democráticos” que hacen guerras en nombre de la democracia, cuando en realidad son guerras de poder: geoestrategia militar para controlar las fuentes de energía y a las nuevas potencias emergentes: algo que –aunque está muy alejado de nosotros- tiene mucho que ver con la discusión que nos ocupa a los ciudadanos de esta comarca.) Por eso, para que la democracia no se convierta en un totalitarismo hay que partir de la posibilidad de la crítica, que es la que la hace sustancialmente diferente a cualquier otro régimen.

 

            La crítica a la democracia tiene como fin la posibilidad de mejorarla y señalar todas las formas de autoritarismos a que todo poder tiende por naturaleza. Yo diría más, la democracia hoy en día necesita de una crítica profunda y radical si queremos refundarla, e, incluso, mantenerla. Los modelos democráticos occidentales, alimentados por el neoliberalismo, han alejado al poder del pueblo. Los ciudadanos ya no se sienten representados por sus gobernantes; y estos se dedican a representar un papel que no es más que una mascarada propagandística. ¿Por qué la ciudadanía y, sobre todo, los jóvenes creen cada vez menos en la política y los políticos? Tanto ciudadanos como políticos deberíamos plantearnos seriamente esta cuestión si no queremos acudir a los funerales de nuestra “sacrosanta” democracias. Eso si no estamos ya en ello.

 

            Siento que el lector que haya llegado hasta aquí haya tenido que soportar toda esta introducción teórica. Mi intención ha sido demostrar que la democracia es criticable y eso incluye al poder (partidos políticos, medios de comunicación, poder económico...) y a los ciudadanos que, en definitiva, somos los que sostenemos y, en muchos casos, padecemos este poder. He evitado todas las citas y obras que hablan sobre el tema –desde la antigüedad hasta nuestros días- y que en suma han hecho posibles los diversos sistemas democráticos en los que vivimos.

 

            Son muchas las críticas que podemos hacer actualmente a la democracia y por las que podemos pensar que nos encontramos frente a un estado de franco déficit democrático, cuando no, incluso, atropello a la misma democracia, como en el caso del mencionado fundamentalismo democrático.

 

            Vamos a ver, el peligro que vivimos ahora mismo es el de ver desaparecer la democracia en general y la nuestra en particular. Puede que acabe convirtiéndose en una cascarilla formal. Puede, incluso, acabar convirtiéndose en un estado orwelliano. Creo que la predicción de Orwell es más actual ahora que en su momento. Y son muchos los teóricos de la democracia, los pasados y presentes, que están de acuerdo con este diagnóstico. No es por utilizar el criterio de autoridad, es por hacer ver que la crítica a la democracia es un bien para ella; y que de esta crítica no se excluye la de la mayoría absoluta. ¿Legitima la mayoría la razón y la verdad? No, desde luego que no, aunque ésta sea una de las reglas de la democracia que tenemos que acatar, si no queremos romper la baraja. Pero tenemos que distinguir –como señala el ilustrado Kant- entre el uso privado de la razón (obediencia a la ley) y el uso público (la posibilidad y el deber que el “docto” en tanto que tal puede y debe hacer de la crítica pública con el fin de alcanzar mayor perfectibilidad).

 

            Pues bien, en la situación en la que hemos vivido en los últimos meses lo que yo he detectado ha sido una muestra concreta del déficit democrático (el declive de la democracia) que muchos teóricos actuales detectan (no cito para evitar erudición innecesaria; pero puedo proporcionar al que quiera información, al político, en particular, no les vendría nada mal algunas lecturas.)

 

            En primer lugar, y por parte de la máxima autoridad de la Junta de Extremadura, se ha hecho un alarde de autoritarismo al negar la posibilidad del diálogo sobre decisiones políticas tomadas. Este abuso de poder es llamado autocracia (el poder basado en la autoridad que puede emerger dentro de las mismas democracias y arruinarlas: el ciudadano se siente menospreciado.) Efectivamente, cuando esto ocurre el político deja de tener credibilidad ante los ciudadanos. El pueblo deja de creer en sus representantes, porque en realidad no lo representan, actúan por otros intereses. El político es arrastrado por una espiral de búsqueda de poder, independientemente de la verdad y la razón. La unanimidad de opinión y pensamiento dentro del partido está dirigida precisamente a mantener el poder, no a la búsqueda de la verdad, la justicia y el bien común. Y creo, sinceramente, que estas últimas caracterizaciones se alejan mucho de lo que es la democracia. Es más, podemos preguntarnos realmente si es esto una democracia; o el fundamentalismo democrático la ha transformado en “perfil” democrático para un pueblo autocomplacido, satisfecho, inconsciente y engañado.

 

            La unión de autoritarismo del partido gobernante y la conciencia individualista y autoconplaciente del “ciudadano” convierten la democracia en mero barniz; menos mal que nos queda el otro pilar de la democracia, el estado de derecho; que, a su vez, va siendo progresivamente socavado: las reformas laborales, las deslocalizaciones de la globalización, el poder de los medios de comunicación que “crean” la “realidad” y dirigen las sombras del fondo de la caverna que el “ciudadano” esclavo contempla sin posibilidad de ver otra realidad (lo que no está en los medios de comunicación no existe o es meramente marginal, no influye en los valores de la sociedad). Siento decirlo –porque soy un fiel seguidor de los valores de la ilustración, como decía Popper, el último filósofo tambaleante de la ilustración- pero el ideal del que nace la democracia en el siglo XVIII es el de la ilustración del pueblo. Pero ser ilustrado es ser libre (no de comprar, que ni siquiera lo somos, no podemos tener dos casas, o un Jaguar, sólo algunos tienen esta libertad, los demás somos esclavos de nuestra hipoteca para poder vivir; sino de ser dueños de nosotros mismos) y esto es ser un ciudadano. Sin embargo, nuestra sociedad, antes que a ciudadanos, hombres libres, prefiere a individuos felices, autosatisfechos de pequeñas posesiones. Es esta la situación del nuevo opio para el pueblo. Las conciencias permanecen adormecidas y seducidas por la lógica del tener, que se confunde con la del ser, y ya no es posible la crítica del sistema: en definitiva, una forma de esclavitud entre inconsciente y voluntaria: un duermevela, una apariencia de felicidad. Lo que continuamente se nos repite (curiosamente es ése uno de los principales objetivos de la nueva reforma de la educación, muy lejos de los ideales ilustrados) es que los individuos deben “adaptarse” a la velocidad de los cambios que se producen en las sociedades posmodernas (de la comunicación, la información y las nuevas tecnologías) en las que vivimos. Podemos cambiar adaptación por esclavitud. Lo que yo pienso es que el verdadero ciudadano lo que debe hacer es transformar la sociedad, no adaptarse sumisamente a ella. Este concepto de adaptación es un nuevo darwinismo social, se elimina al que no se adapta, muy propio del programa de la derecha mercantilista (el neoliberalismo); pero los grandes partidos que nos representan, tanto de la derecha, como de la izquierda, lo han asumido como un hecho. Como si nosotros no pudiésemos impulsar los cambios y dirigir el futuro del mundo que queremos. Con ciudadanos adaptables y sumisos no es posible la democracia, ni tiene legitimidad la mayoría, salvo desde el punto de vista formal, que es necesario respetar si queremos agarrarnos a lo poco que nos queda de democracia e intentar transformarla desde dentro. Aunque esto es difícil, ya ven cual debe ser el perfil del alumno que debe salir de nuestro sistema de enseñanza. Moldeable, adaptable, sin conciencia social, amputados el sentido de la justicia y la equidad, sin capacidad de percibir los altos ideales de una sociedad global mejor para todos y más justa. Sólo con el interés de poseer un puesto de trabajo y seguir “formándose” para adaptarse a los cambios que vengan. Eso no es formación, eso es obediencia al sistema y alienación. La formación es el estudio (en cualquier ámbito del saber y de las artes) y la autocrítica.

 

            ¿Qué me dicen de las instituciones? Nos dicen que en democracia hay que respetar las instituciones. Faltaría más, es ésta otra de las reglas del juego si queremos preservar la democracia. Pero, ¿y cuándo esas mismas instituciones son violadas por aquellos mismos que las representan?. Todos ustedes saben a qué cosas y casos me refiero; pero por mantener el tono reflexivo y teórico de este artículo guardo silencio al respecto. Pero, lo que sí voy a decir es que el respeto a las instituciones no elimina la posibilidad de la crítica; en tal caso volveríamos a caer en el fundamentalismo democrático. Además vuelvo a traer aquí la distinción que hice antes entre uso privado (obediencia) y público (crítica) de la razón. La normalidad democrática es precisamente ese uso público y libre de la razón. Pero el poder tiene miedo de la crítica, quiere dominar las opiniones, uniformar el pensamiento. Y cuando aparece esa normalidad democrática lo llama crispación, y no cuando el propio poder comete abuso del propio poder otorgado por los ciudadanos. No, señores, no, eso no es democracia y hay que criticarlo para corregirlo. La democracia y los derechos de los ciudadanos son una conquista histórica, no un regalo y pueden desaparecer, si es que no está ya en vías de extinción.

 

            El problema es que el político sigue el principio del “realismo político” establecido por Maquiavelo. Les recomiendo a nuestros políticos que vuelvan a leer “El Príncipe” del autor citado. Este principio que he enunciado es el de que El fin justifica (en la acción política) los medios. Este principio descubierto por Maquiavelo marca el nacimiento de la política moderna, enfrentada a la visión socrática y platónica, que acaba con la tragedia de la muerte de Sócrates, y consiste en la imposibilidad de la coincidencia de los ámbitos de la ética y la política. Las acciones políticas encaminadas a un bien común justifican los medios utilizados (por eso siempre afectaran a minorías) que puedan afectar éticamente a algunos individuos. Pero el problema es que en la democracia (partitocracia) no se usa el principio del realismo político para conseguir un bien común; sino para perpetuarse en el poder, o por mero voluntarismo político.

 

            Y, por último, quiero señalar algo de lo que ya he hablado en muchas ocasiones y que es uno de los fundamentos de la democracia y que se entiende mal con grave perjuicio para la salud intelectual y espiritual de los ciudadanos. Se nos dice que en democracia hay que respetar todas las opiniones. No señor, perdone que le diga, eso no es democracia. En democracia lo que se debe garantizar es la libertad de expresión; esto es, el respeto a las personas como capaces de pensar por sí mismo y tener sus propias ideas. Pero las ideas y las creencias, aunque toleradas (salvo cuando atentan contra la propia democracia, aunque aquí tropezamos con otro de los problemas de la democracia: los límites de la tolerancia) pueden ser discutidas y debatidas. Tolerar no es aceptar sin más, la tolerancia es la posibilidad que se le da al otro de que quizás es él el que tenga razón y no yo. Tolerar no es soportar (aunque así lo sea en su raíz latina) la opinión del otro para no tenerlo que escuchar. Por el contrario, cuando se impone el respeto de todas las opiniones lo que se está estableciendo es el relativismo (imposibilidad de verdad objetiva y, por tanto, de diálogo) la equivalencia de todas las opiniones. Cuando se mantiene este relativismo de las opiniones lo que no se está es respetando la libertad de expresión y, en última instancia, no se está respetando a las personas. Ante esta situación lo que se impone es la opinión o la idea del poder. De nuevo el voluntarismo político, la autocracia y el opio para el pueblo a través de los medios de comunicación. Y si aceptamos todo esto lo que se nos impone es la opinión vulgar, no formada y mediatizada por los medios de comunicación; y no creo que haya nadie –a menos que sea un iluso- que crea en la neutralidad de la información. La neutralidad es un mito del poder que no se cumple, de forma absoluta, ni en las ciencias duras, cuanto más en los medios de comunicación, pues todos tienen dueño.

 

            En definitiva, si creemos en la democracia debemos criticarla, porque ella misma nos lo permite y nos lo exige. Y no debemos escondernos detrás de la cáscara democrática –la pura forma- porque al final nos daremos cuenta que el interior está vacío y el fantasma del “autoritarismo” se escapa como un genio maligno. Cada vez estoy más convencido de que el bien más preciado es la libertad y no la felicidad, sobre todo cuando ésta última no es virtud sino autocomplacencia. Pero vivir en libertad es vivir a la intemperie.

 

                                              

 



[1] Tengo que agradecer al director de este periódico la publicidad que ha hecho de mi última entrega. También tengo que agradecerle la amplia dedicación que le dedicó en su editorial a la crítica del mismo. Pero creo que debo amonestarlo porque –al menos formalmente- las cosas así no se hacen. Hubiera agradecido una crítica de mi artículo en las páginas interiores, pero que el director de la publicación en la que vengo colaborando aproveche la editorial para ello me parece una falta de ética profesional. En fin, así habrá llegado a más gente, que es la intención del que escribe: comunicar sus ideas y discutirlas. En cuanto a la crítica creo que mi artículo se defiende por sí solo. El pensamiento filosófico crítico está siempre en construcción y mi escrito no es más que un peldaño de la construcción de mi vida intelectual que coincide en la línea esencial de mi pensamiento: el racionalismo crítico y la filosofía concebida como terapia que intenta desenmascarar los interminables velos de Maya que recubren la realidad y que las distintas formas de poder se empeñan en enmarañar. El escrito de ahora se puede entender como preámbulo o corolario del anterior con la intención de justificar y fundamentar (con el menor academicismo del que he sido capaz: la claridad es la cortesía del filósofo) la posibilidad, la  necesidad y el deber de ejercer la crítica de la democracia en tanto que persona, ciudadano y filósofo (Quijote ya en estos tiempos que corren) que soy.

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