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Filosofía desde la trinchera

 

                                   30 de octubre de 2009

 

            El hombre es un ser para la muerte. Somos hombres, entre otras cosas, en la medida en la que somos conscientes de nuestra propia muerte. Realmente somos conscientes de que tenemos un final, que moriremos como todo el mundo. De todas formas, aunque culturalmente nuestra conciencia de la muerte nos hace humanos, nace el ritual sobre la muerte, por tanto, el mito y la religión; a nivel particular, aunque sepamos que vamos a morir, es una idea con la que no convivimos porque nos produciría una tremenda angustia. La angustia de la vida es que somos seres finitos. Lo único que persistirá de nosotros será nuestra descendencia biológica, sólo en los casos más grandes quedará su obra para la humanidad. De todas formas, lo que queda de cada uno es su biología y su obra, lo que ocurre es que la segunda marca grandes diferencias entre los hombres. Aunque también hay que decir que la fama no siempre es justa, que la historia no es imparcial. Pero esto es otro tema. Hoy toca la muerte ya que nos acercamos al día de los muertos.

 

            Decía que aunque somos seres para la muerte no la vivimos como presencia, es más parece que lo que se intenta hacer es vivir de espaldas a ella, lo que intentamos es burlarla por todos los medios. Pero la muerte es implacable y, además, inminente, en el sentido de que como es impredecible, no sabemos cuando nos puede acaecer, podría ser ahora mismo, o dentro de cuarenta años. De ahí que el pensamiento sobre la muerte sea algo absolutamente necesario para llevar una vida auténtica. En la muerte de cada cual se refleja la dignidad de su vida. Para mi el ejemplo es la muerte de Sócrates y la de los estoicos, que optaban por el suicidio, la eutanasia. Suelo realizar un experimento mental con mis alumnos que consiste en lo siguiente. Les pregunto que qué es lo que harían si supiesen que van a morir, pongamos, dentro de tres meses o a lo sumo un año. La respuesta casi unánime es que van a vivir el tiempo que les queda a tope, que van a hacer lo que siempre han querido hacer, pero dejan para otro momento. Pues bien, esta respuesta muestra una existencia inauténtica. Lo malo es que la mayoría de la gente adulta también respondería algo parecido. Aquí falla algo. Vivimos como si la muerte nos fuese ajena; pero es la única verdad evidente que poseemos, lo único que sabemos con absoluta certeza es que vamos a morir, y no sabemos cuándo. Esto es una verdad inapelable. Pero la tozudez humana, su estulticia, la intenta evitar. Por el contrario, intenta encontrar otras verdades y seguridades en cosas que son banales y perecederas. De ahí que la mayoría de las existencias son existencias inauténticas. Pero también es cierto que todas las existencias están recorridas por ese sentimiento de angustia, casi siempre semiconsciente de que somos seres abocados a la muerte. De ahí que huyamos de la soledad como de la peste. No soportamos la soledad, porque no nos soportamos a nosostros mismos, porque llevamos una vida inauténtica y hueca, llena de frustraciones, porque realmente nos damos cuenta de que efectivamente estamos perdiendo la vida y el tiempo. Porque nuestro tiempo es limitado y el tiempo fluye inexorablemente y somos vagamente conscientes de ello, pero en la soledad se nos hace patente. Nuestra existencia se transforma en una huída de la máxima certeza, es una huída de la muerte como realidad última y radical. Pretendemos entretenernos, pasar el tiempo, en definitiva, desvivirnos. Porque entretenerse, pasar el tiempo, es fomentar la inconsciencia. La consciencia, o, mejor, la autoconsciencia, es la que nos muestra la finitud, mientras menos consciente seamos más nos aceramos al olvido de la muerte. Por eso lo que se busca es la diversión efímera que lo que produce es un estado transitorio de inconsciencia. O también lo que se busca es llenar la vida de objetos, porque en realidad, nuestra vida real está vacía. Consumimos para autoafirmarnos. El acto de la posesión es como un rapto a la muerte, o un reto, pero la muerte está siempre ahí. Nos acecha, anida en nuestros sueños y en nuestras angustias, en el miedo a la soledad, al fracso, a la pobreza, a la enfermedad, a la pérdida de los seres queridos. Nos esforzamos por vivir en contra de nuestra propia realidad e intentamos buscar el sentido de nuestra existencia erróneamente llenando el vacío que nosotros mismos vamos creando. Por eso el común de la gente responde a mi pregunta como señalé antes, disfrutar de la vida, hacer lo que realmente quiero hacer, vivir plenamente. Es una respuesta, como digo contradictoria y que muestra el vacío de nuestra existencia. La clave está en lo siguiente: la muerte, además de ser una certeza, es imprevisible, nos puede ocurrir en cualquier momento. Si eso es así, que lo es como verdad evidente e irrefutable, por más que lo queramos evadir; entonces, ¿a qué esperamos para vivir la vida plenamente, para hacer lo que realmente queremos hacer…? Y es aquí donde se muestra el sinsentido de la existencia de la mayoría y el miedo a la muerte que intentan ocultar con sus existencias vacías, pero llenas de lo inútil. Existencias perdidas, anónimas, casi en el nivel de la inconsciencia. En definitiva, existencias robotizadas, automatizadas que responden obedientemente a los dictados de la costumbre, cargadas de un alto grado de frustración y resentimiento.

 

            Filosofar, decía Platón es prepararse para la muerte. Es una enseñanza de su maestro Sócrates. Y también decía el filósofo de origen español Spinoza, que en nada piensa menos el sabio que en la muerte. Parecen dos frases contradictorias, pero vienen a decir lo mismo. Cuando decimos que filosofar es prepararse para la muerte lo que queremos decir es que nuestra misión es llevar tal vida que si la muerte se nos acerca, no la temamos. Quiero decir con esto, que prepararse para la muerte es llevar una existencia que contempla la inminencia de la muerte, y esa inminencia no produce ningún tipo de temor, porque nuestra existencia es, en cada momento, plena. La muerte, simplemente pone final a esa plenitud, pero nada podemos perder, porque nuestra existencia ha sido auténtica. Eso es estar preparado para la muerte, vivir conforme a la virtud. Si ésta habita nuestra vida permanecemos tranquilos y serenos ante la muerte, que contemplamos simplemente como el punto de llegada, como la culminación de una existencia plena. No hay ni miedo ni angustias ante la muerte, hay una aceptación serena y tranquila de la misma. Por eso vienen a decir lo mismo las dos frases. Si la muerte no afecta a una vida plena, y la del sabio lo es, entonces en nada piensa menos el sabio que en la muerte. La muerte le es absolutamente ajena. Como decía Epicuro, cuando yo estoy, la muerte no está, cuando la muerte está yo no estoy. Por tanto la muerte nos es ajena, y en tanto que hemos alcanzado la sabiduría, nada nos puede arrebatar la muerte, lo tenemos todo. Porque el sentido de nuestra existencia es inmanente a la propia vida, hay que encontrar la plenitud en ella sin pensar en la muerte, ésta es ajena.

 

            Pero, claro, aquí el problema es en qué consiste una existencia sabia y plena. La respuesta es bien sencilla: una existencia plena es aquella que se ha dedicado al cultivo de la virtud, algo que no se compra ni se vende, que no se posee como un objeto, algo que, por el contrario te constituye y te construye y que hace posible una relación sana contigo mismo y con los demás. La virtud es entereza, fuerza. La virtud, pues, es la que nos hace libres. Vivir conforme a la virtud es vivir frente a las pasiones. Las pasiones nos esclavizan, y son las que seguimos para saciar el vacío de nuestra existencia. Pero la dinámica de las pasiones es el deseo y el deseo se retroalimenta continuamente, cada vez nos hace más esclavo, por eso tememos a la muerte, porque siempre deseamos más. Ahora bien, la virtud es lo opuesto, lo que nos libera de la pasión. Y esta liberación es la propia libertad. Vivir conforme a las virtudes es vivir libremente. Y entonces cobra sentido hacer con la vida lo que yo quiero. Generalmente cuando se dice esto, la gente suele pensar en realizar todo aquello que no ha hecho por cobardía, por prejuicios de las costumbres, indolencia, en fin, por pereza. No se trata de esas cosas las que yo estoy queriendo decir con mi discurso. Hacer realmente lo que uno quiere es seguir la virtud. Porque como hemos dicho la virtud es lo que nos hace libres y en la medida que somos libres somos dueños de nuestra propia existencia. La vida es una tarea que hay que emprender a diario. Nuestro deber y nuestra virtud es ser dueños de nuestra propia existencia. Y esto es hacer realmente lo que nosotros queremos, porque la vida es un proyecto, de ahí lo de la tarea, no un simple dejarse vivir, esto no es más que una existencia animal y de costumbres. Pero la gente confunde hacer lo que uno quiere con seguir las pasiones que tiene insatisfechas y es ahí donde podemos medir el grado de insatisfacción y de frustración de su propia existencia.

 

            Considero que la muerte es definitiva, que el sentido de nuestra existencia, excepto el biológico es construido, e, incluso, esta construcción tiene la base en la biología. Tenemos que encontrar un sentido a la existencia, por muy engañoso que sea, para llegar a la reproducción que es, en última instancia, el fin de nuestra existencia como seres biológicos que somos. Somos el vehículo particular, y en el caso del homo sapiens sapiens, autoconsciente de lo que es potencialmente inmortal que es el código cifrado del ADN, con más de 3.500 millones de años de antigüedad. Deberíamos tomar esto en cuenta, sumado al hecho de que la existencia de la especie humana es meramente contingente, al igual que la de cada uno en particular. Además tener en cuenta la inmensidad espaciotemporal del cosmos, para empequeñecer nuestro yo egoísta y vanidoso y ser conscientes de nuestra propia pequeñez. Esta idea, en lugar de crear frustración, lo que produce es serenidad y calma. Bastante es que estamos aquí y somos capaces de pensar el mundo que nos rodea, sentirlo, querer a nuestros seres queridos, ver como crecen nuestros retoños, como apuntan a la consciencia, ver en la lejanía todo el camino que les queda por recorrer; y a su vez, saber que todo esto es nada. Es la vieja sabiduría de los budistas. La vida se reduce a velo de Maya, apariencias, detrás de ellas no hay nada, el nirvana. Tomar consciencia de lo que somos como un elemento más nos ayuda a aceptar nuestra nada, y esto nos ayuda a pensar la poca importancia que tienen las pasiones y lo liberadoras que son las virtudes. Las virtudes nos instalan en el ser, mientras que las pasiones son una huida frustrante de la existencia que lo único que hacen es reafirmar nuestro yo, con lo cual, lo que provocamos es aumentar nuestro sufrimiento. El ideal panteísta como nirvana, he ahí el sentido de la existencia. La sabiduría d

 

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