Blogia
Filosofía desde la trinchera

 

            Para comprender la naturaleza humana hay que sobrepasar el antropocentrismo. Es necesario una visión desde la objetividad que nos permita ver la dimensión humana. El hombre es una especie más en la evolución. Una especie, por lo demás, contingente. Es decir, que podría no haber existido. Además tremendamente joven y con un fin probablemente cercano. Creer que el hombre es distinto a los animales es creerse las historias que nos hemos ido contando para sobrevivir. Porque la cultura son nuestras garras y dientes. Ahora bien, todo ello no quiere decir que no tengamos nuestras singularidades, como cada animal tiene la suya. Nosotros somos simios, muy semejantes, a cualquiera de las especies de estos, también somos animales sociales y en esto nos parecemos a todos los que lo sean. Dos son las peculiaridades de los simios y de los homínidos y de otros animales sociales en la que la diferencia con respecto al homo es sólo de grado. Además de tener una inteligencia instrumental, la razón, también en germen en los simios. No olvidemos que pueden utilizar instrumentos y transmitir culturalmente su uso, tenemos una inteligencia social. Como simios que somos nuestra razón instrumental condiciona el modo de adaptación al mundo. Consideramos todo lo que nos rodea como un instrumento para nuestro fin. Es decir, que la inteligencia instrumental objetiva a la naturaleza, también a los demás, incluidos los semejantes. De ahí surge la violencia y el mal radical del que hablaremos después. Nuestra inteligencia social es la que nos permite ponernos en el lugar del otro, se basa fundamentalmente en la empatía. Esta inteligencia social se apoya en lo que los etólogos y los psicólogos han dado en llamar la “teoría de la mente” ésta consiste en la facultad que tiene el simio, y muchos otros mamíferos, como los perros, felinos.. de interpretar lo que está pensando el otro. El grado de inteligencia social consiste en la capacidad de interpretar lo que el otro piensa en diversos niveles. Es decir, yo pienso que tú piensas de mí que yo estoy pensando, que tú piensas y así hasta, en casos muy desarrollados, hasta ocho niveles de interpretación, como encontramos en el teatro de Shakesperare. Y es esta inteligencia la que nos permite relacionarnos con los demás. Ahora bien, es esta inteligencia la que hace posible el engaño y la mentira. El hombre, como los simios, es un animal con capacidad de engañar. Además, la mayor capacidad de engañar le permite la supervivencia. Digamos que el éxito adaptativo de nuestra especie reside en la capacidad de instrumentalizar la naturaleza por el desarrollo de la inteligencia instrumental y en el engaño por el desarrollo de nuestra inteligencia social. Esto no elimina el altruismo, por supuesto, pero éste responde al único imperativo biológico, el del gen. Es más, tanto nuestra inteligencia instrumental, como social, son instrumentos de los genes que les han permitido, de momento, sobrevivir.

 

            Y es este fundamento antropológico el que nos permite entender la violencia, el mal y el ecocidio del hombre. El hombre, al instrumentalizar sus relaciones considera al otro como un objeto. Por eso el mal se realiza siempre desde el fuerte hacia el débil. Éste último no está en condiciones de ser tratado como igual. De ahí que esté fuera del contrato social. El hombre es el único animal que es capaz de atormentar y torturar al que está en posición de debilidad, éste es el mal radical del que no está exenta la condición humana. La razón instrumental, por su parte, nos ha llevado al ecocidio y, a menos que seamos capaces de cambiar culturalmente nuestro paradigma, será nuestro fin. Pero, además, de ecocidio será el fin de la civilización humana.

 

            Estos mecanismos antropológicos básicos explican la violencia en todas las sociedades. En la actualidad vivimos una de las violencias más extremas del hombre contra el hombre. El desarrollo de nuestra civilización, que ha llegado al capitalismo salvaje, se basa en el exterminio paulatino del otro por mantener nuestro bienestar. Lo que ocurre es que estamos lo suficientemente engañados como para no tomar conciencia. Además, el hombre es consciente del mal que causa a otro –y eso se torna en mecanismo inhibidor, aunque no automático, como en los lobos- cuando ve el sufrimiento en el rostro ajeno. Pero los millones de muertos por causa de nuestra civilización no tienen rostro y los miles de millones de personas que viven en la miseria, igualmente carecen de rostro. Están despersonalizados. Esto es lo que nos permite aceptar cómodamente la violencia y, además, vivir cómodamente instalados en la ignorancia. Porque, además, como tenemos la facultad increíble de mentir, ésta se utiliza por el fuerte para engañarnos. Pero esa facultad de engañar también es facultad de autoengaño y en estas circunstancias vivimos: creándonos cuentos para hacer soportable la violencia. Y esta violencia que se ejerce contra el otro es otra de las formas de banalización del mal. No nos creemos responsables del mal. Como decían los oficiales alemanes, yo obedecía órdenes. Nosotros, simplemente con nuestros actos e indiferencia (surgida del autoengaño) mantenemos la maquinaria del sistema. Mientras tanto, nos seguimos considerando los animales privilegiados de la naturaleza. Esta idea antropomórfica es otra forma de engaño para persistir en el ecocidio y, aún más, en la eliminación del otro, el distinto, el extranjero, que siempre será el débil.

 

            Algunas de las teorías éticas que hemos construido intentan trascender esta naturaleza. Pienso que el éxito de estas teorías es limitado, aunque ha sido efectivo en momentos de la historia y ha supuesto un avance ético-político, aunque siempre accidental. Estas teorías hacen más énfasis en el altruismo recíproco y en la comunidad entre hombre y naturaleza. La salvación de la humanidad y de la ecosfera depende del triunfo futuro de estas teorías. Hay que advertir también que el triunfo de estas teorías es el triunfo de la viabilidad genética. Es decir, que estas éticas serían estructuras adaptativas muy convenientes para la supervivencia de nuestros genes, base biológica del imperativo moral. Pero no debemos olvidar esa doble naturaleza humana que ya Kant entrevió: el fuste torcido de la humanidad en su sociable insociabilidad. Somos altruistas, pero nuestras estrategias de supervivencia, como la de cualquier simio, y nosotros los más desarrollados, son maquiavélicas. Se basan en el engaño y la estrategia.

 

            Para terminar tenemos que admitir que nuestra especie no es ni la mejor ni la más perfecta. Toda especie es la mejor, la más excelente en lo que se refiere a su adaptación. En esto no hay diferencia en ninguna de las especies vivas. La perfección no tiene nada que ver con la complejidad del ser. Los seres más simples, como las bacterias han sobrevivido 3.500 millones de años y sobrevivirán hasta el fin de la vida en la tierra. Nuestra existencia es un minuto en el curso de la evolución. Y nuestro estado es el de que atraviesa el precipicio de la extinción sobre una cuerda floja. Tanto creerse los mejores como los más perfectos son fruto de nuestro autoengaño como especie que ha sido efectivo para sobrevivir hasta el momento, pero que, paradójicamente, nos lleva a la extinción a la violencia y al mal radical sobre el hombre. Es preciso otra forma de entendernos, otra antropología si queremos salir del callejón en el que nos hemos adentrado.

0 comentarios