La vida no tiene ningún sentido, salvo el biológico. Pero nos encontramos con una paradoja. El hombre es el animal del sentido. Nos empeñamos en dar sentido a nuestra existencia y a la historia. ¿Por qué sucede esto? Pues también tiene que ver con nuestra biología. Nuestra inteligencia es instrumental, con lo que objetualiza lo que nos rodea. Pero la instrumentalización de los objetos se hace conforme a proyectos. La inteligencia humana anticipa. Es decir, que no vivimos en el presente, que es la eternidad, la ausencia de tiempo, sino en el futuro que aún no es. El hombre es el inventor del tiempo. Y el tiempo es lo que nos da la conciencia de lo inacabado, de lo imperfecto. De ahí el origen de la infelicidad humana: el tiempo. Nos desvivimos por lo que no es. Pero es que, además, la incertidumbre de lo que no es, el futuro, está, como tal, abierta, ello nos lleva a buscar un sentido y una dirección. Pero la realidad natural es que no existe ningún sentido, salvo el imperativo biológico. Pero, dicho sea también de paso, nuestra especie, como cualquier otra es contingente, puede dejar de ser en cualquier momento. La diferencia fundamental con los animales y con los niños, es precisamente la noción de tiempo. Insisto en que la diferencia con los animales es de grado, no esencial. Los animales no viven en el tiempo, viven. No anticipan el futuro, están instalados en el ser, no en el devenir. En realidad lo único que hay es el ser. El devenir no es más que una conciencia incompleta de nuestro ser.
Nuestra inteligencia ha servido para adaptarnos al medio, pero lleva aparejada sus contraindicaciones. La posibilidad de manipular y transformar el medio, para formar nuestro mundo, humanizar la naturaleza, nos ha hecho consciente de nuestra propia limitación, del tiempo y, con ello, de la muerte. Por eso toda la cultura no es más que un intento de dar sentido a la finitud humana, a su ser para la muerte. La condición humana, en este sentido, es de incompletad, es infelicidad. Toda promesa de felicidad no es más que un engaño y autoengaño. Es el peaje que tenemos que pagar por tener una inteligencia anticipadora. Ahora bien, como venimos diciendo, nuestra inteligencia es instrumental, anticipadora de los acontecimientos. Pero, curiosamente, esa inteligencia, más nuestro ser gregario y el lenguaje que lo mediatiza, además de permitir la adaptación ha servido para múltiples funciones que, en principio, no son adaptativas, en primer orden. Me estoy refiriendo a las actividades creativas: el arte, la ciencia y la filosofía e, incluso, la religión. Todas ellas nos permiten deleitarnos en la verdad, el bien y la belleza. La inteligencia humana no aparece dirigida a crear la música de Mozart, pero, curiosamente, la hace posible y así todo el ámbito de la cultura. Ya hemos dicho que la cultura es un modo de dar sentido a lo que por naturaleza no lo tiene. Por ello llego a la conclusión de que la felicidad tiene que ver con un sano hedonismo a lo Epicuro. El placer es la ausencia del dolor. El placer es lo inmediato. Los placeres naturales son los de la vida misma y producen felicidad en la inmediatez de su satisfacción, pero su exceso producedolor. A estos placeres naturales y necesarios hay que sumarles los placeres de la inteligencia, de la contemplación y la creación artística e intelectual. Pero este placer no debe trascender ese mismo placer. Precisamente lo que hace que el placer sea tal es su inmediatez, quiere decirse, la eliminación del tiempo. Y esa es la clave de la felicidad. Pero por eso nuestra felicidad es efímera, porque, querámoslo o no, vivimos instalados en el tiempo producto en última instancia de nuestra inteligencia: una ficción, una fantasía. Y esto es lo envidiable del mundo animal y de la inocencia de la niñez. El placer y el dolor en el animal y el niño son inmediatos, no se teme al futuro. Cuando el niño va creciendo, a la par que va apareciendo el concepto de tiempo, comienza el miedo al futuro, los temores, la angustia y la felicidad. El niño es expulsado paulatinamente del paraíso y se convierte en hombre con su “pecado original” la inteligencia anticipadora, pero con todo un mundo de la cultura abierto al disfrute hedonista más puro, sensato y prudente.
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A pesar de que hay algunas diferencias de fondo importantes, como por ejemplo una concepción determinista de la evolución, que, a mi modo de ver, no se sostiene, nuestras diferencias son más de carácter o temperamento. Otra cosa sí quiero decir. Los modelos ejemplares de conducta moral son pocos, pero son los muchos los que producen el cambio. Estos modelos éticos heroicos canalizan los sentimientos humanos y hacen posible la acción de una mayoría. El hombre es un animal gregario que necesita de líderes. Estos les pueden llevar a un mundo mejor o al holocausto. Pero, lo que sí es cierto, es que sin una mayoría anónima y silenciosa, no hay cambio. Me considero un escéptico activista, pero las formas de activismo son múltiples. Incluso no actuar es actuar a favor de los que lleven las riendas y caer en el sueño placentero de que todo está decidido.
Mi actitud crítica me hace feliz en la medida que considero que cumplo con mi deber moral: en la dimensión de ciudadano y filósofo. La felicidad para mí está en el hedonismo epicúreo: el disfrute de los placeres naturales y necesarios para la vida y los de la contemplación intelectual y artística (incluida la contemplación de la naturaleza) pero, insisto, antes que la felicidad está la dignidad y la libertad. La primera puede ser engañosa y narcisista. Ahora bien, una vida equilibrada debe perseguir las dos: felicidad y dignidad. Ha sido un placer enriquecedor el debate que hemos sostenido. Muchas gracias. Siempre estoy abierto, si quieres, a la réplica.
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