TRIBUNA: ALAIN TOURAINE
La crisis dentro de la crisis
Si no encontramos palabras que rompan el silencio y acciones que nos saquen de la parálisis, la crisis será el destino de Occidente. La pasividad y la resignación no son solo consecuencias, sino causas profundas
ALAIN TOURAINE 26/09/2010
No somos economistas, pero intentamos comprender. Vemos una sucesión de crisis -financiera, presupuestaria, económica, política...-, definidas todas ellas por la incapacidad de los Gobiernos para proponer otras medidas que no sean esas denominadas "de austeridad". Hay, finalmente, una crisis cultural: la incapacidad para definir un nuevo modelo de desarrollo y crecimiento. Cuando sumamos todas estas crisis, que duran ya cuatro años, nos vemos obligados a preguntarnos: ¿existen soluciones o vamos ineluctablemente hacia el precipicio, sobre todo respecto a países como China o Brasil?
Ni los economistas ni los Gobiernos a los que aconsejan han logrado otra cosa que ralentizar la caída. Consideremos, pues, tres crisis: la financiera, la política y la cultural.
2009. La financiera es la que mejor conocemos en su desarrollo, incluida su preparación, a partir de los años noventa, mediante crisis sectoriales o regionales y "burbujas" como la de Internet, o, más tarde, escándalos como el de Enron. Todo esto, junto con el caso Madoff y, sobre todo, el hundimiento del sistema bancario en Londres y Nueva York, en 2008, nos colocó al borde de una situación excepcionalmente grave. Entonces descubrimos la existencia de un segundo sistema financiero que obtiene beneficios de miles de millones de dólares para los directivos de los hedge funds y también para los grandes bancos y sus traders más hábiles. Este segundo sistema financiero no tiene ninguna función económica y solo sirve para permitir que el dinero produzca más dinero. ¿Por qué no hablar aquí de especulación?
Estupor. Después de tantos años de fe en el progreso, de resultados económicos muy positivos y de una multiplicidad sin precedentes de nuevas tecnologías, la economía occidental revela una búsqueda del beneficio a toda costa, una pulsión de latrocinio y corrupción. Gracias al presidente Obama y a los grandes países europeos, se evitó la catástrofe. Pero, desde entonces, la situación no se ha enderezado. Ha sido en Reino Unido donde la catástrofe ha tenido los efectos más destructivos; por eso es también en ese país donde el nuevo Gobierno puede imponer a unos bancos de facto nacionalizados las medidas de control más fuertes.
La izquierda ha perdido el poder en Reino Unido y ha pasado a ser minoritaria en una España abrumada por las consecuencias de la crisis. España había decidido apostar su futuro económico a las cartas del turismo y la construcción, y ha sufrido un choque violento. Su tasa de paro subió hasta el 20% y los españoles le han retirado su confianza a Zapatero, aunque su rechazo hacia el PP de Rajoy es aún más fuerte. Es el ejemplo extremo de una crisis que, como en los demás lugares, no genera propuestas económicas ni sociales nuevas.
Tras la catástrofe de 1929, los estadounidenses llevaron al poder a Franklin D. Roosevelt, que lanzó su new deal. En 1936, Francia recuperó su retraso social con las leyes del Frente Popular. Hoy, silencio, vacío, nada. Los países occidentales no parecen capaces de intervenir sobre su economía. Los economistas responden a menudo que estas críticas no llevan a ningún lado y que las Casandras no hacen sino agravar las cosas. Es falso: Casandra tiene razón, nadie propone una solución.
2010. Las crisis se amplían y se hacen más profundas. En Europa, de forma más visible, pero también en Estados Unidos. El hundimiento de Grecia, evitado en el último momento y después de perder mucho tiempo, ha revelado que la mayoría de los países europeos, incluidos algunos del Este, como Hungría, estaban en plena caída. Su déficit presupuestario resta cualquier realidad al pacto que quería limitarlo al 3% del presupuesto del Estado. La deuda pública se dispara y sabemos que la situación actual implica una reducción del nivel de vida de las próximas generaciones. Ya ni siquiera se habla de "política de recuperación", sino de "rigor" y "austeridad", lo que conduce a muchos Gobiernos a reducir los gastos sociales. Esto se puede ver en Francia, cuyo Gobierno quiere una reforma de las pensiones. El retroceso del trabajo con respecto al capital en el reparto del producto nacional aumenta y acrecienta las desigualdades sociales.
De nuevo, se trata de una crisis política. La ausencia de movilización popular, de grandes debates, incluso de conciencia de lo que está en juego, todo ello revela una impotencia cuya única ventaja es que nos mantiene alejados de efectos, como la llegada de Hitler al poder, de la crisis de 1929. Pero este vacío aparece cada vez más como la causa profunda de la crisis que como su consecuencia. Ante la implosión del capitalismo financiero, los países occidentales son incapaces de enderezar, e incluso de analizar, la situación. Las poblaciones sufren, pero lo que ocurre en la economía permanece al margen de su experiencia vital. La globalización de la economía ha roto los lazos entre economía y sociedades, y las políticas nacionales han perdido casi cualquier sentido. Hasta los movimientos de opinión más originales, como Move on y Viola, se sitúan en un plano más moral que económico y social. La nave de los locos occidentales se hunde en las crisis mundiales, pero la extrema derecha de los tea parties estadounidenses solo quiere la piel de Obama, acusado de ser musulmán, mientras que la extrema izquierda italiana quiere antes que nada la piel de Berlusconi, que merece ciertamente una condena que la oposición de izquierda no es capaz de obtener proponiendo otro programa.
¿Y qué viene después de 2010? Seguimos subestimando la gravedad y el sentido del silencio general. Hay que cambiar de escala temporal para comprender unos fenómenos cuyo aspecto más extraordinario es que nadie parece ser consciente de ellos.
Hay que interrogarse sobre Occidente. Desde mediados de la Edad Media, Occidente creó un modelo diferente a todos los demás, y lo hizo concentrando todos los recursos, conocimientos, poder, dinero e incluso apoyo de la religión en manos de una élite triunfante. Así creó monarquías absolutas poderosas y, luego, el gran capitalismo. Pero al precio de la explotación de todas las categorías de la población, desde los súbditos del rey hasta los asalariados de las empresas, y desde los colonizados hasta las mujeres. Este modelo occidental se basó también en las luchas entre Estados, que terminaron transformándose en guerras mundiales y totalitarismos que ensangrentaron Europa. En el plano social, la evolución fue inversa. Poco a poco, los que estaban dominados se fueron liberando a fuerza de revoluciones políticas y movimientos sociales. Y los países de Occidente conocieron algunas décadas de mejoría de la vida material, de grandes reformas sociales y de una extraordinaria abundancia de ideas y obras de arte. Pero fue un verano corto y Europa se encontró sin proyectos, sin capacidad de movilización y, sobre todo, incapaz de elaborar un nuevo modo de modernización opuesto al que dio forma a su poder, y que no puede reposar sino en la reconstrucción y la reunificación de sociedades polarizadas durante tanto tiempo.
El gran capitalismo acaba de mostrar de nuevo su incapacidad de autorregularse, y el movimiento obrero está muy debilitado. Ya no hay pensamiento en las derechas en el poder. La única gran tendencia de la derecha es la xenofobia; la única gran tendencia de la izquierda es la búsqueda de una vida de consumo sin contratiempos.
No nos dejemos arrastrar a una renuncia general a la acción. Existen fuerzas capaces de enderezar la situación. En el plano económico, la ecología política denuncia nuestra tendencia al suicidio colectivo y nos propone el retorno a los grandes equilibrios entre la naturaleza y la cultura. En el plano social y cultural, el mundo feminista se opone a las contradicciones mortales de un mundo que sigue dominado por los hombres. En el terreno político, la idea novedosa es, más allá del gobierno de la mayoría, la del respeto de las minorías.
Ni nos faltan ideas ni somos incapaces de aplicarlas. Pero estamos atrapados en la trampa de las crisis. ¿Cómo hablar de futuro cuando el suelo se abre a nuestros pies?
Pero nuestra impotencia económica, política y cultural no es consecuencia de la crisis, es su causa general. Y si no tomamos conciencia de esta realidad y si no encontramos las palabras que rompan el silencio, la crisis se profundizará aún más y Occidente perderá sus ventajas. Entonces será demasiado tarde para intentar atenuar una crisis que ya se habrá convertido en destino.
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