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Filosofía desde la trinchera

¿Se vive mejor sin dios?

 

            Con esta pregunta, Juan Arias, desarrolla un artículo recientemente aparecido en el País. La pregunta tiene sus trampas y recovecos. Y se puede mirar desde diversas perceptivas. Además, desde mi punto de vista, la cuestión de vivir bien o mal, la felicidad o, mejor, el bienestar, es algo muy casual y accidental, que incluso tienen que ver con nuestra lotería genética. Pero el autor, y yo en mi reflexión lo voy a ceñir al ámbito teológico-antropológico. Hay que partir del hecho de que Juan Arias es creyente, mientras que yo soy un ateo convencido, estudiado y militante. Digo estos calificativos porque hoy en día se tiende a confundir el ateismo con la indiferencia y el agnosticismo y las tres cosas son bien diferentes.

 

            El dios en el que cree Juan Arias es el dios de la paz, de la caridad, el que nos aparece en los evangelios. No es pues, ni el del antiguo testamento, ni el de la iglesia como constitución. No puede aceptar un dios que quiera el mal para el hombre. El mal, he aquí el problema fundamental de la teología cristiana. Si existe el mal en el mundo, cómo es posible que exista dios. Cómo puede permitir dios el holocausto, las masacres, las muertes de inocentes, el genocidio, el exterminio del hombre por el hombre y del hombre sobre la naturaleza. Ése no es un dios de la redención ni de la paz. Es el dios a imagen del antiguo testamento, un dios guerrero, del fuego, vengador y justiciero. Un dios que no conoce al hombre en tanto que persona. Un dios que instrumentaliza a su criatura. Un dios que se divierte en el juego de la historia con el sufrimiento humano. Un dios que elige un pueblo y que castiga de forma inmisericorde al resto de la humanidad. Creer en ese dios no produce ningún bienestar. Ya lo dijo el viejo Sócrates, es mejor padecer una injusticia que cometerla. El dios vengador es el dios que, arbitrariamente, y por su divina voluntad, se toma la justicia por su mano. Bajo ese dios nos convertimos en miserables.

 

            Pues bien, resulta que vuelven los tiempos de ese dios. El neoconservadurismo cristiano se está radicalizando llegando a un integrismo claro y conciso. Un integrismo que ataca a la igualdad de hombres y mujeres, a la dignidad de la vida humana, a la libertad de creencia, al pluralismo y, en última instancia, a la modernidad. Una iglesia integrista que ve todos los males en la Ilustración, la modernidad, aquella que la desbanco del poder político, económico, religioso y supersticioso. Esa herida no se ha cerrado. Los discursos papales están cada vez más cerrados doctrinalmente. El caso es que la ciudadanía de los creyentes no lo escuchan. El papa, la iglesia, todo se ha convertido en un espectáculo. Si profundizas y le dices a un joven creyente todo lo que está detrás, y no tan detrás, del discurso papal, pues inmediatamente salta como un resorte y no lo admite. Lo que sucede es que todos son lo suficientemente ignorantes, poco esforzados, como para decir que ellos no creen en el papa o en la iglesia, pero sí en dios, o en algo. ¡Menuda tontería! No me detengo a analizarlo, simplemente decir que esto no es más que el fruto de nuestra mente mágico-mítica, que todos la poseemos… el paso del mito al logos es un acaecer histórico que no elimina nuestras estructuras antropológicas.

 

            Así, creo que se vive bien y satisfactoriamente pensando en la idea de un dios bueno, un dios que manda la fraternidad. Ese dios nos esforzará y nos dará esperanza para luchar por la justicia global. No entro en la parafernalia de los rituales y liturgias de este dios, creo que deben ser las mínimas posibles. Primero el pan, después la convicción. En definitiva defiendo aquí el discurso de los teólogos de la liberación “fuera de los pobres no hay salvación”. Esto es lo importante. Desde luego que dedicarse a esa vida no va a producir bienestar, sí el placer del deber bien cumplido, y el placer de una cara agradecida; y todo, independientemente de que dios exista o no, eso nos trae sin cuidado. Eso sí, el creyente tiene la esperanza de que ése es el camino de la salvación, el ateo, por el contrario, sabe que nada tiene sentido, pero se satisface con ese pequeño placer.

 

            Ya digo que es cuestión subjetiva la que se plantea en el rótulo del artículo. No sé puede saber cómo se es más feliz. Considero que uno debe luchar contra el engaño. La religión como institución es un engaño y un mecanismo de control de la conciencia. Y las religiones, salvo en contadas ocasiones, sólo son viables desde la instituciones. Creo que el creyente vive engañado, pero siempre puede encontrar esa puerta de salida que es la de la fraternidad o justicia universal: el discurso de la montaña y el del buen samaritano.

 

            Por su parte el ateo sabe que no hay dios y todo lo que ello conlleva. Si dios no existe nada tiene sentido. Dios es el concepto absoluto sobre el que se apoyan los demás conceptos. Si no hay dios lo que nos queda es el nihilismo naturalista. Somos animales, como cualquier otro, cuya existencia se debe al azar y la necesidad. Una de nuestras formas de adaptación ha sido la cultura, en la que se encuentra la creencia y la religión, las adaptaciones han funcionado, pero no hay una correlación con la realidad porque, para empezar no existe una realidad objetiva, sino recreada por el hombre. El ateo puede caer en la desesperación, y su opción sería el suicidio. Pero también puede convertirse en un hedonista que disfruta mesurablemente de los placeres de la vida. El ateo no tiene esperanzas, porque no existe una historia de la humanidad, pero sí puede pensar en aliviar un poco el dolor de sus semejantes. Porque, aunque no haya una historia universal del hombre, sí existe la empatía. La felicidad del otro nos produce placer y su dolor desgracia. Así que muy bien el ateo puede “esperanzarse por construir un mundo mejor. Y ahí coinciden creyente y ateo y no hay porqué revisar los argumentos.

 

            En cuanto a los indiferentes, la mayoría de la humanidad pertenecen a esa parte de la humanidad despreciada por Sócrates, que decía: “una vida sin ser analizada no merece la pena de ser vivida.”

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