No acato, ni respeto un escándalo supremo
La condena anunciada del Tribunal Supremo al juez Garzón pone en evidencia la politización corporativa del poder judicial
El linchamiento o juicio inquisitorial a Garzón resume, como pocos, nuestros males nacionales, en este caso, las aberraciones del poder que se convierten en afrentas a la ética civil y la justicia.
La condena anunciada del Tribunal Supremo pone en evidencia la politización corporativa del poder judicial.
El primero de ellos es la soberbia y prepotencia clasista de los que se consideran todavía hoy vencedores de la guerra civil y luego también de la interpretación de la transición. Los que no están dispuestos a que nadie cuestione, revise o interprete el pasado: ni de la impunidad, ni de las leyes, como ha hecho con el caso de las víctimas del franquismo, Baltasar Garzón. A él se le podía permitir sacar a la luz los trapos sucios de las “dictaduras bananeras”, pero ni hablar de sacar los colores a la Metrópoli del Imperio ¡Aquí somos más serios, aquí la impunidad del franquismo no se toca!
La utilización burda de la Ley de Amnistía como ley de punto final y el menosprecio de derecho internacional en materia de Derechos Humanos reanuda la apropiación de la Constitución por los sectores que más la combatieron.
El segundo es un mal, tan viejo como el mundo, la codicia, que extiende un manto de silencio sobre la ominosa corrupción que durante décadas y, con pasividades y complicidades de muchos, se ha enseñoreado de nuestro sistema económico y social (especulación urbanística y financiera) y de nuestra clase política, contaminando “a todas” las Instituciones del Estado. La codicia de los plutócratas del Estado. Los Gürtel, Palma Arena y demás resumen la corrupción ramplona y una exhibición hortera por parte de empresarios, políticos y demás corte de los milagros.
Por ello, la defensa sin matices del derecho de defensa, interpretada como inmunidad de los despachos de abogados, deja inermes a los jueces en su lucha contra el delito de guante blanco.
El tercero de los males es muy nuestro, tan nuestro como la envidia. Envidia del éxito del juez Garzón que se puede permitir organizar cursos en el centro del imperio. Envidia de su valentía y de su trabajo, mientras otros dormitan a la sombra de los viejos muros de la Audiencia. Envidia de su soltura para mantener la profesionalidad y opinar políticamente. Envidia de su compromiso con las causas justas. Envidia de su imán mediático, de sus contactos internacionales, incluso de sus errores, de todo.
Pero envidia también transformada en rencor corporativo e institucional. Se trata también de un juicio que simboliza el conflicto entre las Instituciones del Estado. Un juicio al papel político y mediático en la lucha antiterrorista, a la persecución internacional de los crímenes contra la humanidad, y luego en la lucha contra el crimen organizado y la corrupción. Un rencor supremo, una ira sorda. Por eso no es casual que todo empiece por las escuchas. Un debate jurídico transformado en un juicio por prevaricación. Una patología suprema.
Una factura también al papel de Garzón en la lucha antiterrorista, por parte de los mismos que le jalearon antes, y que no perdonan ahora su papel comprometido ante la opinión pública en el intento fallido de proceso de paz. Había que abortarlo y con la ayuda de los bárbaros de ETA se abortó, y ahora se trata de eliminar a todos sus actores “simbólicamente”.
¡Qué mejor forma de meterle mano ante la opinión pública que un juicio a sus supuestas extralimitaciones en materia de garantías! ¡Qué mejor forma de linchar a Garzón que cuestionando su compromiso con los derechos humanos! Una jugada maestra.
Nunca un tribunal tan alto pudo volar más bajo. Un esperpento, tan nuestro. ¡Una vergüenza nacional!
Y una estrategia también suprema donde se coordinan los tiempos, los temas y los actores. Todo ello encaminado a una crónica de una condena anunciada. La condena del juez Garzón, es la condena una vez más, de las víctimas de los juicios franquistas a la luz de las leyes de la transición, utilizadas como ley del silencio.
La condena también de la persecución penal internacional y del papel de la Audiencia Nacional en materia de derechos humanos. La condena del éxito de un juez mediático y polémico para que todo vuelva a la normalidad de los grises muros como diría García Lorca.
Pero también una factura atrasada de la política que no perdona. De la derecha y una llamada izquierda que comparten las razones y los pecados de la soberbia y la codicia. De una parte también de la izquierda que no olvida las viejas afrentas, ni las nuevas ambiciones.
En el fondo también la vieja aspiración a constituir al Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional en una suerte de tercera Cámara que vigile y castigue los excesos de la política: el Estatut de Catalunya o el proceso de paz.
Una politización judicial que ha crecido al calor de la judicialización de la política, que junta extraños compañeros en el Consejo General del Poder Judicial y que desde ahí se extiende como una mancha de aceite. Despolitizando la justicia mediante el corporativismo conservador. Desjudicializando la justicia, degradando y privatizando el servicio público. Despolitizando la política al servicio de los mercados.
Todo junto se explica, pero todos juntos, estos juicios en cadena como bombas de racimo son una infamia. Nunca un tribunal tan alto pudo volar más bajo. Un esperpento, tan nuestro. ¡Una vergüenza nacional! ¡Un escándalo internacional!
Las injusticias que se comenten con la cobertura del derecho no deben ser ni respetadas, ni acatadas, precisamente en aras de la justicia. Como en el caso Dreyfus la justicia española, situada entre la verdad y el prestigio corporativo, ha preferido lo último, quedándose sin verdad y sin prestigio.
Es necesario que junto al legítimo derecho que asiste al juez Garzón para recurrir a todas las instancias se produzca un amplio movimiento en pro de la democratización profunda del poder judicial, así como del desarrollo social de la justicia como servicio público, a partir de la demanda de verdad y justicia para las víctimas del franquismo.
Porque el futuro está en la memoria ofendida de nuestros abuelos y el sentido de sus luchas, tanto como en la rebeldía de nuestros hijos.
Gaspar Llamazares es diputado de IU.
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