El acoso entre los menores es algo más común de lo que nos parece. Este acoso es auténticamente criminal. Destroza la vida del acosado, se ve absolutamente indefenso. En torno a él se hace el silencio más ensordecedor. La cobardía les juega una mala pasada. Sus compañeros no se atreven, por miedo, dicen, a denunciar el caso. Y el acosado se ve obligado a sufrir en solitario, sin ningún apoyo, esa auténtica tortura que dejará una huella en su vida inolvidable, tanto que la transformará, sufriendo para siempre de angustia, miedo, depresión… eso si es que no acaba con ella por medio del suicidio. La juventud está un tanto enloquecida y las nuevas tecnologías amplifican ese estado y las lleva fuera de control. Los acosos aumentan. Los jóvenes han perdido el norte de las reglas y normas que rigen la sociedad. Son pequeños egoístas-tiranos a los que se les ha dado todo y están acostumbrados a ver que todo está permitido, que la corrupción rampla por doquier y que es inaccesible a la justicia. No encuentran ejemplaridad pública. Y donde la tienen, en el lugar más cercano, sus padres y sus profesores, en general, pues no la reconocen. Es más, la rechazan. E, incluso, se burlan. Todo esto crea un clima de invulnerabilidad que hace que la rebeldía se torne en moneda común y que los casos de acoso proliferen. Es un grave problema que debe comenzar por la ejemplaridad pública de las instituciones que demuestren que no todo vale, que existe algo así como la responsabilidad y la dignidad y el respeto a las personas.
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