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Filosofía desde la trinchera

                        La muerte del pensamiento y las nuevas religiones.

“Los que velan tienen un mundo en común, pero los que duermen se vuelven cada uno a su mundo particular”. Heráclito.

            Está claro, es evidente y palpable, que no son buenos tiempos para el pensamiento. Que el mundo, como dice el tango, es un cambalache. Un cambalache moral e intelectual. El hombre es un ser de creencias. Un ser religioso. En el sentido en el que necesita sentirse anclado a algo para poder soportar la soledad de la existencia o, por decirlo de otra manera, el mundo al que hemos sido arrojados y la vida que se nos ha dado vivir, tanto biológica, como culturalmente. Igual que es un ser religioso es un ser social, un animal gregario, más parecido a las torpes ovejas que a las inteligentes abejas. Por eso el hombre no puede estar solo. Y también hay otro factor que nos hace humanos y es la capacidad del lenguaje, la aparición del lenguaje simbólico y abstracto. Esto nos permitió una comunicación intensa de nuestro estado interno, como el conocimiento (teoría de la mente lo llaman los psicólogos) del estado intelectual y afectivo del otro, siendo capaz, incluso, de anticipar antes de ser comunicado. Y bien, esta capacidad del lenguaje nos dio la posibilidad de construir toda una mitología en torno a nuestras creencias y todo un ritual, que se convertirían a la larga en religiones. Estas religiones, tenían y tienen una función esencial importantísima que es la cohesión social mediante la donación de sentido a nosotros mismos y a nuestra comunidad. Con la contrapartida de que nuestro conjunto de creencias se establecen como dogmas de fe que no pueden ser contradichos, cualquier disidente es un hereje y cualquier otra religión es falsa y el castigo por herejía, ateísmo o práctica de otra religión fue siempre la muerte. Y, es lógico, constituye la amenaza más seria a la unidad social. Hoy en día, en las llamadas sociedades desarrolladas ya no se estila eso de cortar cabezas, torturar o quemar, se condena al ostracismo, ser expulsado de la sociedad. Pues este es el problema y el dilema.

Dejando a un lado la religión en su sentido sapiencial que está ligada a la filosofía perenne y que podríamos llamarla, estrictamente, filosofía en el sentido de búsqueda de la sabiduría y de la que hablaré en otro lugar. Pues ha ocurrido que, desde la Ilustración para acá, hemos padecido la muerte de dios y todo lo que con ello conlleva. La muerte de dios, el ateísmo, de cualquier origen: filosófico, antropológico, ético, político…nos ha llevado a dos cosas. La primera fue el endiosamiento de la razón (las dos cosas persisten en la actualidad y son o constituyen una perversión intelectual y moral de la humanidad), es decir, la consideración de que la razón lo explica todo y se reduce ésta a la, pura y estrictamente, científica. De modo que el resto de saberes carece de sentido. Esto da lugar al cientificismo que llega hasta nuestros días (economicismo, digitalismo, la confianza ciega en la tecnología, la ciencia en general y, la medicina, en particular por tener que ver con nuestra salud. Ahí bajamos del todo nuestras defensas de autonomía y libertad y el miedo y la cobardía nos atenazan) pero, lo curioso, es que la actitud que tenemos ante todo esto, es la actitud de la creencia. Y la actitud de la creencia es la de la minoría de edad, la de no ser capaz de pensar por uno mismo. Y esto es la libertad, pero también la soledad.

Pero, la razón entra en crisis, una serie de sucesos históricos, de la más alta importancia, como son la primera y segunda guerra mundial, así como la crisis económica del 29 y la carrera armamentística hacen que una serie de señores, la escuela de Frankfurt, critiquen, no sin motivo, a la razón ilustrada. La razón ilustrada había hecho lo contrario de lo que prometía. En lugar de liberar al hombre, lo había instrumentalizado, lo había convertido en objeto. La construcción social, siguiendo las normas de la razón ilustrada (esto sigue, contradictoriamente, aunque vivamos en una sociedad posmoderna), convertían al hombre en mero objeto, tanto, desde el punto de vista político, como desde el punto de vista científico y económica. Pero, paradójicamente, las ciencias, desde la ideología del cientificismo, se iban convirtiendo en religiones. La muerte de dios significaba la pérdida del sentido en todos los niveles humanos y sociales. Aquí es donde cobra sentido el grito de Nietzsche que acusa de asesinos y de no saber lo que han hecho a los que han matado a dios. Pero esta carencia de sentido se amplia, incluso, a la razón. La razón es tan tremenda y totalitaria como la superstición y las religiones tradicionales. De modo que renunciamos a los grandes relatos. Todo es un engaño, todo pasa a ser relativo. Y aparece el perverso pensamiento débil cuyo fruto ha sido, al final, el dominio del más fuerte. Pero, como hemos dicho, el hombre es un animal social y religioso. Tiene que vivir en sociedad y la religión le ayuda a ello. De tal forma que empiezan a proliferar discursos parciales, sin intención de universalidad a la que la gente se adhiere, no en vano, ya dijo Nietzsche que no nos veremos libres de dios mientras no nos veamos libres del lenguaje. Dios se nos cuela por el lenguaje que es la expresión de nuestro ser social. Es decir, llanamente, que necesitamos de los demás y que la creencia en algo (lo cual implica exclusión) nos es imprescindible para vivir. Es decir que la religión, como antes, se nos cuela por la puerta trasera. Y por eso nos encontramos ahora con discursos débiles y particulares a los que las gentes, según sus gustos, se adhiere religiosa e intolerantemente (porque es la forma de sobrevivir sino quiere uno ser condenado al ostracismo) como pueden ser: la religión de las nuevas tecnologías, el feminismo, el ecologismo, el ecofeminismo, el digitalismo, el transhumanismo, el psicologismo, las nuevas pedagogías, el mundo redentor de las finanzas, el neodarwinismo social, el transhumanismo…y así habiendo para el gusto de todos. Eso sí, cada uno con su verdad. Y como el posmodernismo ha matado a la razón y ha proclamado la equivalencia de las opiniones. Pues cada uno con su verdad y, aquí paz y después gloria. Y que nadie intente decir nada. Ya no hay lugar para el diálogo. Para eso está el sacrosanto dogma del respeto a las opiniones. Y mientras se nos tiene entretenidos con este circo y este baile de máscaras, el mundo está gobernado por un poder que es el de los más fuertes que se divierte engañándonos haciéndonos pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que somos libres y pensamos lo que queremos y somos lo que queremos, que somos libres de hacer nuestro proyecto de vida, de creer en lo que queramos, que todo progresa hacia un mundo mejor y que la historia y la humanidad tienen un sentido. Y todos nos sentimos protegidos por esta gran religión y enorme superstición. Porque el castigo para el disidente, el escéptico el ateo es la muerte social, la soledad, el ostracismo. Con razón los griegos consideraban a éste el peor de los castigos. Supongo que esto será la paradógica condición humana que Kant reflejó en su enigmática y sabia sentencia: “la sociable insociabilidad humana”

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