El cielo y el infierno están dentro de nosotros. La paz y la guerra no son más que nuestras emociones y nuestras emociones no son más que producto de nuestros pensamientos erróneos sobre la realidad y sobre los otros. Cada vez que juzgamos, en el fondo, lo estamos haciendo sobre nosotros mismos. Si aprendiésemos que el mundo depende de nuestros pensamientos aumentaríamos la paz y disminuiríamos el odio, el rencor, el dolor y la guerra. Porque de nuestros pensamientos dependen nuestras acciones. Por tanto antes de actuar debemos saber si nuestros pensamientos son correctos y si las emociones que de ellos se derivan nos llevan a la compasión o a la guerra. Ya lo dijo Jesús de Nazaret, “Hasta que no os volváis como uno de estos (los niños) no entraréis en el reino de los cielos”. Cuidado que aquí niño significa inocencia (eternidad, ausencia de tiempo, por tanto: felicidad o paz) y que estoy hablando metafóricamente. Vamos, que no estoy defendiendo la teoría del buen salvaje. Estoy un paso más allá de la razón, que es el de la intuición. También se puede ilustrar con un conocido cuento del budismo zen. La sabiduría es milenaria y procede toda ella de la época axial. Es aquí donde deberían volver los filósofos y donde deberían estudiar los psicopedagogos.
“Un joven guerrero Samurái se paró respetuosamente ante el anciano maestro Zen y dijo: “Maestro, enséñame sobre el Cielo y el Infierno”.
El maestro se volteó rápidamente con disgusto y dijo:“¿Enseñarte a ti sobre el Cielo y el Infierno? ¡Pues dudo que ni siquiera puedas aprender a evitar que tú propia espada se oxide! ¡Tonto ignorante! ¿Cómo te atreves a suponer que tu puedes entender cualquier cosa que yo pudiera tener que decir?”
El anciano siguió así, lanzándole cada vez más insultos, mientras que la sorpresa del joven espadachín se convertía primero en confusión y después en ardiente coraje, aumentando por momentos más y más. Maestro o no maestro, ¿quién puede insultar a un Samurái y vivir?
Finalmente, con los dientes apretados y la sangre casi hirviendo de rabia y furia, el guerrero ciegamente, desenfundó su espada y se preparó para acabar con la lengua filosa y la vida del anciano, todo en un solo golpe de furia.
En ese mismo instante, el maestro miró directamente a sus ojos y le dijo suavemente: “Ése es el Infierno”.
Hasta en la cúspide de su rabia, el Samurái comprendió que el maestro de hecho le había dado la enseñanza que él había pedido. Lo había llevado al Infierno viviente, conducido por un coraje y ego incontrolable.
El joven, profundamente impactado, guardó su espada y se inclinó en reverencia a este gran maestro espiritual. Mirando hacia arriba y viendo la cara anciana y sonriente del maestro, sintió más amor y compasión que en cualquier momento de su vida.
En ese momento, el maestro levantó su dedo índice y dijo gentilmente:
“Y ése es el Cielo”
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