14 de octubre de 2009
Hay un tema sobre el que en el último curso he pensado bastante y sobre el que escribí un largo artículo que apareció en la revista de la Real Academia de las Letras y las Artes de Extremadura y también en la revista esbozos. Se trata de las implicaciones de la teoría de la evolución. Pero al final del curso leí un libro de Carlos Castrodeza, que quiero leer otra vez y hacer unas reflexiones sobre el mismo, que se titula La darwinización del mundo. Ahí mi amigo Carlos Castrodeza, sabiamente, radicaliza las consecuencias de la idea darviniana. Como diría Dennet de la peligrosa idea de Darwin. Como ya he espuesto en este diario soy del pensamiento de que la vida humana no tiene sentido, la historia tampoco. Hemos comentado algunas consecuencias ético-políticas de esto; y probablemente volveremos sobre el tema en más de una ocasión. Pero ahora quiero tratar el asunto desde otra perspectiva.
El siglo XIX lo podemos considerar, siempre, por su puesto, entre otras cosas, como el siglo de los grandes ateismos. Hay una serie de pensadores que lo que hacen es desenmascarar la supuesta realidad, que no son más que las apariencias, para enseñarlos, la nada que subyace a toda esa construcción de occidente que se basaría en la idea de verdad, bien, belleza y justicia, tras la cual está, nada más y nada menos, que a idea de dios. Los grandes pensadores de este ateismo son Freud, Marx, Nietzsche, Schponhauer y Darwin. Precisamente es Nietzsche el que nos dice que no nos veremos libres de dios, mientras sigamos creyendo en la gramática. El lenguaje es el vehículo de transmisión de los pensamientos, y en esta medida es el que configura la realidad. Dios, como concepto, es el absoluto, por tanto, el bien, la verdad, la belleza y la justicia tienen su sentido en la medida en la que existe un referente último absoluto que es dios. Por eso también llega a decir Dostoiesvki que si dios ha muerto, todo está permitido. Ésta última pretende ser la consecuencia moral de la inexistencia de dios. Cada uno de los pensadores que hemos citado, sumado por su puesto al ateismo de origen científico, el mecanicismo determinista de Laplace “Yo no necesito de esa hipótesis” cuando le preguntó Napoleón sobre el lugar de dios en su sistema del mundo, han llegado por distintos caminos al ateismos con todas sus consecuencias. La consecuencia final y última es que nada tiene sentido. Pero algunos, como es el caso de Marx, una vez que terminan con la religión porque considera que es ideología y, por tanto, alienación del hombre, lo que hace es secularizar el mensaje del cristianismo. La historia para el marxista tiene sentido, pero es inmanente y se rige por las leyes deterministas de la historia, que son las leyes del desenvolvimiento dialéctico de la infraestructura económica. El fin de la historia, de carácter escatológico, como el cristianismo es el de la emancipación de la humanidad a través de la realización de la sociedad comunista, en fin, el reino de dios o de los cielos, pero en la tierra. Podemos decir entonces que el marxismo no lleva a las últimas consecuencias la idea de la muerte de dios. Y por eso ocurre también que el marxismo, igual que el cristianismo, degenera políticamente en totalitarismo. La idea de dios lleva en sí mismo el concepto de verdad absoluta. Marx acaba con la idea de dios religiosa, pero el concepto y la idea de dios, con todas sus consecuencias, se le cuela en el lenguaje y da sentido a su filosofía. Por tanto, su ateismo no es un ateismo consecuente. El ateismo consecuente nos tiene que llevar directamente a la ausencia de sentido y tenemos que sacar las consecuencias y conclusiones de esta ausencia total de sentido. Y yo creo que esto nos viene dado por la darwinización del mundo o por lo que de peligro engendra en sí mismo la idea de Darwin.
Schopenhauer desenmascara la realidad a partir de la filosofía kantiana. En su obra el mundo como voluntad y representación lleva a su extremo la filosofía kantiana y concluye que el mundo que llamamos fenoménico es producto de la representación de nuestras estructuras mentales. Es decir, que el mundo es representación. No hay un absoluto, aunque esa representación sea igual para todos los humanos. Pero donde podemos atisbar mejor el ateismo de Schopenhauer es en su pesimismo ético. La vida es dolor y sufrimiento, su ética está incardinada al budismo. El único sentido de nuestra existencia es eliminar en lo posible este dolor y sufrimiento. Y el origen del dolor y el sufrimiento es el deseo, sólo la eliminación y control del deseo nos aporta serenidad. Como vemos estamos ante un sentido negativo de la felicidad. Ésta última consiste en privación, es decir, la ausencia de dolor nos lleva a la serenidad. Más allá no hay nada.
Freud desenmascara la realidad a través del inconsciente. Los deseos, instintos o pulsiones son el origen de nuestro psiquismo. Las pulsiones son domesticadas por la sociabilidad del hombre, por la cultura, que constituirá el super yo, conjunto de norma, costumbres, leyes, que reprimen nuestros instintos naturales –hoy en día los podemos estudiar desde las ciencias positivas, la etología, no desde el etéreo psicoanálisis, aunque el mismo Freud dijo que tarde o temprano se encontrarían las bases biológicas de su pensamiento, y en ello andamos- y del que surge el yo. Por tanto, lo que somos, el yo, es el resultado de la tensión dinámica entre nuestras pulsiones y el super yo o la cultura. El concepto de dios es creado para facilitar la socialización y se apoya en el concepto del tabú, como bien desarrolla en sus obras Freud, concretamente Tótem y tabú y Moisés y el monoteísmo judío. Pero es en su obra El malestar en la cultura donde podemos apreciar las consecuencias últimas de que sin dios no hay sentido. Toda nuestra vida no es más que un intento de conquistar la felicidad, pero ésta se haya en el sentimiento oceánico que es el del útero materno, disolvernos en el todo. Por eso, toda búsqueda de felicidad es la búsqueda de la eliminación del yo que es el lugar donde residen las tensiones entre los instintos y las normas. Pero, claro, esto es imposible en la media en que somos seres sociales, ya lo decía Kant, sociablemente insociables, y en este sentido estamos sometidos a las normas. Nuestra supervivencia como especie, digamos, lleva aparejada nuestra infelicidad subjetiva. Sólo parcialmente y transitoriamente podemos sublimar nuestros instintos a través de distintas prácticas. También, por su puesto, en Freud encontramos al viejo Sócrates, el psicoanálisis lo podemos entender como un conocimiento de uno mismo, que es la máxima socrática. En la medida en la que nos conocemos somos más libres porque conocemos las causas de la constitución de nuestro yo.
Pero es la idea de Darwin la que nos lleva a las últimas consecuencias del ateismo y la que complementa, de forma positiva, las argumentaciones de los pensadores anteriores. Por eso hay un antes y un después de estos pensadores y un antes y un después, especialmente de Darwin, para la antropología y la ética. La idea de Darwin pone al hombre definitivamente en su sitio. El hombre no es más que una especie más entre las miles de millones que han sido, son y serán. Su existencia es fruto del azar y la necesidad, que son las leyes que rigen la evolución. La evolución de las especies, por tanto, como he demostrado en otro lugar, no tiene ni sentido ni dirección. El homo sapiens existe, como bien podría no existir y todo seguiría igual, es más, dejaremos de existir y todo seguirá igual. Y éste es el vacío y nihilismo naturalista al que nos lleva la peligrosa idea de Darwin. Pero si aceptamos esta idea y sus consecuencias, resulta que no existe ningún sentido de la existencia humana particular, ni histórica. El ser humano es un producto contingente de la evolución. Ahora bien, si nada tiene sentido corresponde al hombre ser el dador del sentido, pero con una enseñanza crucial, no existe ningún sentido absoluto, porque dios, en definitiva, está muerto y bien enterrado. Claro, si el hombre es el dador del sentido de sí mismo y de la historia, resulta que todo sentido es provisional, no quiero caer aquí en el relativismo. Cuando digo provisional, no digo relativo. Creo que la provisionalidad puede ser objetiva. Quiero decir con esto que, aunque no exista un fundamento absoluto del sentido siempre tendremos un argumento pragmático-histórico para defender nuestras supuestas conquistas ético-morales y políticas. No hay otro tipo de argumento que lo pueda defender. Pero, claro, esto es mucho más que el relativismo del todo vale del posmodernismo. Este último relativismo nos lleva a la extinción. Y el único “sentido” del hombre es el natural, el de la evolución. Toda forma de vida tiende a perpetuarse. Pero para dar sentido hay que partir de cual es nuestra naturaleza biológica, por eso no debemos olvidar, porque es imprescindible, la etología. La ética y la política tienen que surgir de un estudio naturalista del hombre –por su puesto, que no hay que renunciar a toda la tradición filosófica que es tremendamente enriquecedora, en definitiva, son respuestas del hombre como un ser natural en busca de su sentido- este estudio sería el pilar sobre el que apoyarnos. También sería necesario mencionar aquí, que dentro de este nihilismo naturalista, tendríamos que tener en cuenta la ética naturalista ecológica, que la podemos considerar como una segunda ilustración. La base de esta ética naturalista y ecológica es que somos responsables de nuestras acciones ante el otro desconocido y ante los no nacidos. Pero esto implica la ética del cuidado del planeta que es la nave donde todos vamos. Y esto exige un cambio de paradigma. Es lo que Hans Jonás llamó el principio de responsabilidad y lo que Manuel Sacristán y su discípulo Jorge Riechmann llaman el paradigma del cuidado. Esto es también una consecuencia de la idea de Darwin, porque en definitiva, como seres naturales que somos estamos todos en pié de igualdad. A nosotros, como imperativo biológico nos toca luchar por nuestra supervivencia, pero ésta sólo es posible con la supervivecia de la nave en la estamos. De lo contrario, la nave nos tirará por la borda cuando se desate la tormenta. También, asumir que sólo somos biología y que ésta es una forma de manifestarse el universo, y nosotros un modo de esta manifestación nos otorga una visión panteísta del universo. No olvidemos que el panteísmo es una forma de ateismo. Sólo existe el universo, el universo es la sustancia divina, esto es, la sustancia infinita de Spinoza, por tanto, el universo es dios y dios es el universo. Pero claro este dios no tiene nada que ver con el dios trascendente de las religiones bíblicas, más con el todo o, mejor, la nada budista. De ahí también lo del nihilismo naturalista. En definitiva también se nos abre una puerta hacia lo místico desde el nihilismo naturalista que emerge de la idea de Darwin. Decía Wittgenstein que el mundo no tiene sentido, que el sentido del mundo es lo místico, pero lo místico es lo inefable.
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