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Filosofía desde la trinchera

 

                                   25 de noviembre de 2009

 

            Hemos estado hablando en reflexiones pasadas sobre la intolerancia. Ésta procede del pensamiento dogmático que considera que posee una verdad última y absoluta. En este sentido quiero hacer unas reflexiones sobre la intolerancia de esta sociedad, desde el poder político al eclesiástico, en lo que se refiere a lo que se reclama como derecho inalienable: el derecho a una muerte digna. Me estoy refiriendo a la eutanasia. De entrada quiero decir que soy partidario de la eutanasia y de los cuidados paliativos que eliminen el dolor y ayuden a tener un final digno. Mis argumentos se basan en una crítica a la hipocresía de la sociedad en la que vivimos que, además, no se enfrenta a la muerte y en una crítica al soporte ideológico que niega la posibilidad de la eutanasia como un derecho: la religión cristiana.

 

            Decía Nietszche que no nos veremos libres de dios mientras que no nos veamos libres de nuestra gramática (lenguaje). La sentencia del filósofo es importante. El lenguaje es el vehículo del pensamiento y a través de uno y otro se nos manifiesta la realidad. Por eso nuestro ateismo no llegará hasta que no seamos capaces de analizar hasta las últimas consecuencias lo que la sombra de la idea de dios y de la religión como institución de poder histórico representa. Tanto la idea de dios como la iglesia han perdurado durante veinte siglos y han dejado en el lenguaje y en nuestra capacidad de percepción de la realidad y de nuestra existencia una huella casi imborrable. Se sea o no creyente se es participe de la tradición cristiana. Por eso es necesario conocer esta tradición para eliminar todo aquello que nos esclaviza y quita dignidad a nuestras vidas. Y éste es el caso de la eutanasia. La muerte digna, el suicidio voluntario o el suicidio asistido, deben ser un derecho del hombre siempre y cuando consideremos al hombre como el valor máximo. Cuando digo que el valor máximo es el hombre lo que estoy diciendo es que el máximo valor es el de la dignidad. Ahora bien, como sabemos desde Kant y la ilustración, la dignidad de una persona consiste en que es un fin en sí mismo. Y ello supone que no puede ser instrumentalizado, no puede ser tratado como un medio. Él es un fin en sí mismo y, de tal forma, él es dueño de su existencia desde su libertad. Entendiendo, por supuesto, la libertad desde sus límites y condicionantes, que no son ni más ni menos que el respeto de los otros. Así, la prohibición moral y legal de la eutanasia –tanto en su versión de suicidio a lo estoico, como suicidio asistido cuando el paciente no puede llevarlo a cabo autónomamente- es un atentado contra la dignidad humana y por esto la eutanasia debe ser reivindicada como un derecho del hombre. El argumento es sencillo. Si resulta que proclamamos como máximo valor la autonomía y la libertad; es decir, aquello que aporta la dignidad al hombre, entonces, prohibir por ley o moralmente la eutanasia y el suicidio es convertir al hombre en esclavo. Dicho de otra forma, es eliminar la libertad que el hombre tiene sobre sí mismo en la medida en la que es un sujeto de derecho dotado de dignidad. Es una privación de la libertad en el sentido de que al prohibir la eutanasia se está instrumentalizando, desde la legalidad y basándose en una moral particular que luego veremos, al hombre. La privación de este derecho, casi universal ahora mismo, es una instrumentalización del hombre en virtud de intereses particulares: políticos, morales y legales.

 

            La legalidad vigente se apoya, en este caso, como en muchos otros, en la moral cristiana heredada y en el derecho romano transmitido por la cristiandad. Desde el punto de vista de la moral cristiana el hombre no es dueño de su vida. Ha sido creado a imagen y semejanza de dios para gloria y alabanza de éste. Por tanto, la vida para el cristiano es un don divino del que no puede prescindir, aunque se convierta en una carga, porque, en definitiva, es un regalo de dios y no se puede ir contra la voluntad  divina. En realidad, para el cristianismo atentar contra la vida de uno mismo es el peor de los pecados en la medida que es renegar del favor de dios. Por eso a los suicidas, cuando la religión era más seria y menos interesada que ahora, no se les daba sepultura en el camposanto. Y es esta moral particular la que se cuela en el derecho. Pero como podemos apreciar esta moral no parte de la dignidad del hombre en tanto que autonomía y libertad, sino que el hombre es sujeto de dignidad en tanto que es creado a imagen y semejanza de dios. Pero el hombre, desde un principio, al ser creado, está instrumentalizado. Es un ser que vive en deuda con el creador. Esto ha dado lugar a una ética heterónoma (las normas vienen de fuera: de dios) y basada en el resentimiento y la resignación. El sufrimiento hay que aceptarlo como prueba divina. Al hombre no le está dado rebelarse contra dios. Renegar de dios es estar condenado. Esto genera el resentimiento por el cual queremos que todos sufran nuestros males. Queremos que nuestra moral sea universal. Y en buena medida los cristianos lo han conseguido durante siglos. Pero como vengo diciendo esto tiene poco que ver con el principio de dignidad y autonomía. Son contrapuestos. Mientras que el cristianismo mediatiza al hombre, la ilustración, lo convierte en un fin en sí mismo. Aunque no hay que venirse tan lejos en la historia; ya los estoicos defendían el suicidio como muerte digna frente al sufrimiento y la pérdida de dignidad. Era una cuestión, precisamente, de dignidad y valentía. Pero la moral cristiana ha calado en la cultura y en nuestro sistema legal. De tal forma que, legalmente, la eutanasia es un delito, el suicidio –aunque en muchos casos es cierto- se ha convertido en una cuestión médica, no ética. Desde el punto de vista de la sociedad, en cambio, hay una mayoría  que reclama los cuidados paliativos. Hay que recordar aquí que son muchos los que mueren con dolores terribles, cuando existen fármacos anestésicos que les permitirían llevar una vida digna hasta el final. Todo por una moral particular y caduca y por prejuicios médicos infundados. En este sentido la sociedad va por delante de las instituciones legales y del corporativismo médico.

 

            La moral cristiana que alimenta las leyes que sostienen la ilegalidad de la eutanasia deben ser eliminada, no en su expresión particular, sino en su pretensión de universalidad. Ya hemos dicho que el fundamento moral de la legitimidad y legalidad de la eutanasia es el principio de autonomía y libertad. Pues bien, la actual legislación, amparándose en una ética particular viola esta autonomía. El cristianismo y su moral son aceptables en una sociedad plural. Pero no se pueden establecer como verdades universales. El problema aquí es que en el cristianismo radica el principio de universalidad en la medida en la que se considera absolutamente verdadero. De ahí que su ética tienda a universalizarse y se convierta en totalitaria. La legalización de la eutanasia no es una legalización de la eugenesia. Es la posibilidad de amparar la dignidad de aquellas personas que quieran poner fin a su vida y no puedan por sí mismo. Respetando siempre, por supuesto, la voluntad de aquellos que no quieran, faltaría más. Lo contrario sería eugenesia: un asesinato en masa basado en supuestos principios científicos. No es esto lo que aquí decimos.

 

            Hay también un argumento, que creo muy simple, por parte de los que atacan la eutanasia, y es la afirmación de que la vida siempre tiene sentido, esté uno en la situación en la que esté. Pues mire usted que no es así necesariamente. Eso del sentido de la vida es una cuestión muy subjetiva, depende de la percepción y de los valores de cada uno. Para algunos una tetraplejia puede no impedirles vivir y desarrollarse intelectual y espiritualmente, y me alegro de ello, pero para otros, por más que se les ha intentado convencer y ayudar, pues resulta que es una tortura, una esclavitud, un atentado contra su dignidad. El respeto consistiría aquí en crear la cobertura legal para que éste último pueda acceder a la eutanasia. Otro problema moral que subyace a la ilegalidad de la eutanasia y que tiene su derivación de la ética cristiana es la absolutización de la vida como valor máximo. La vida no es el valor máximo. El valor máximo es la vida digna. Si la vida pierde la dignidad, la vida pierde para el que la vive todo valor y se convierte en una tortura. Por eso, la ilegalidad de la eutanasia es una forma de tortura amparada en viejas formas morales. Y por eso decía que la sombra de dios y del cristianismo es alargada. El derecho a la eutanasia se deriva directamente de los derechos humanos fundamentales y debería ser añadido a ellos explícitamente.

 

            Un par de reflexiones finales para terminar. A veces pienso que la lucha por la eutanasia es propio de una sociedad burguesa y acomodada. Que existen problemas éticamente más graves, como el hambre, la violencia. Pero no es esto del todo cierto. Cuando se lucha por la legalización de la eutanasia se lucha por la dignidad del hombre, si bien es cierto que este problema nos lo planteamos en las sociedades avanzadas de resultas del avance en la tecnificación de la medicina. Pero el fondo es el mismo que el de la violencia y el hambre: la lucha por los derechos humanos en tanto que defienden la dignidad del hombre. Por otro lado hay que matizar la hipocresía de los poderes legales, ejecutivos y religiosos cuando niegan la eutanasia y la convierten en un crimen; sin embargo, desde sus poderes defienden la guerra justa, la pena capital, los supuestos daños colaterales. En fin, esta hipocresía es propia de una sociedad enferma. Y por otro lado es propio de un poder que quiere controlar a los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba.

 

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