27 de noviembre de 2009
Ando releyendo un libro de Leopardi, con motivo de su efemérides: Zibaldone de pensamientos. Lo leí por primera vez hace unos quince años. Me sorprende ver mis propios subrayados que seguirían siendo, más o menos los mismos, pero vistos desde otra perspectiva. Cuando leí a Ciorán y a Leopardi, me encontré identificado con todo su pensamiento. Su centro es el pesimismo y una visión desesperada de la vida, así como la visión de la inutilidad de toda existencia, el vacío, la nada. También me ocurrió con Schopenhauer y con Nietzsche. Pero lo curioso es que todos ellos, en mi juventud, a pesar de coincidir con ellos en su pesimismo, me hicieron reír. Es más, me daba cuenta de la sabiduría de estos señores y la compartía sin yo saberlo. Quiero decir con ello que cuando lees un libro que te apasiona y en el que te sueles identificar con lo que se expone es porque, de alguna manera, más o menos explicita, tú has llegado a las mismas conclusiones. Y lo que sucede es algo maravilloso. El autor empieza a hablar por ti. El autor al que lees y con el que coincides plenamente te hace tomar conciencia de tu propio pensamiento a través de su lenguaje. Él ha sido capaz de expresar lingüísticamente aquello que tú sólo has barruntado en tus sentimientos y, quizás, en algún momento, has sido capaz de pensar. Esto me ha ocurrido con algunos filósofos, como son todos los que he citado antes, sería de justicia añadir algunos más que han dado estructura a lo que soy intelectualmente o, por lo menos, me han servido de andaderas para aprender a caminar en este mundo del pensamiento: cabe citar aquí a Platón, Sócrates, Aristóteles (la ética) Hume, Kant, Wittgenstein, Ortega, Unamuno y Popper por citar los más frecuentados. En todos ellos me he ido conociendo a mi mismo y me he ido construyendo, proceso en el que aún ando, y por eso siempre tengo que volver a estos autores, a pesar de bregar con los más contemporáneos, para no perder el paso, digamos. Por eso comentaba el sentimiento al releer a Leopardi después de quince años. Pero quisiera señalar una cosa. Antes decía que esos autores pesimistas me habían hecho reír, pero resulta, que al volver a releer a Leopardi, mi sorpresa ha sido la de una tremenda seriedad ante lo que se me dice, a pesar de que lo comparta. Digamos que los pensamientos han pasado de ser entendidos a ser sentidos. Es aquello que decía Unamuno de El Quijote: de niño de hace reír, de joven te hace pensar, de viejo te hace llorar. Porque el Quijote también es un libro que trata de la condición humana desde su miseria, y de los afanes del hombre por salir de esta miseria.
Pero quería comentar en estas líneas, muy esquemáticamente, algunas de las ideas básicas del libro en cuestión. Hay un concepto que vertebra toda la obra leopardiana, es el de tedio. La existencia humana es tedio. Es decir, la condición del hombre es la del aburrimiento. El hombre, por naturaleza, se aburre. El hombre es el único animal que se aburre. Y huye del tedio como del mayor de los males. De lo que se trata es de estar ocupados. Tenemos dos salidas, o abandonarnos a la desidia, la indiferencia o la desesperación u ocuparnos. En todos los casos la existencia es vacía. El único sentido de la existencia es el placer. Algo que descubrieron ya los epicúreos. Donde hay placer no hay dolor. En realidad, lo que se produce en el hombre es un desajuste con respecto a la naturaleza. Es decir, y aquí coincidiría con Rousseau y con Ciorán, la razón: el psanmiento, la filosofía y la ciencia, han pervertido la naturaleza del hombre. El resultado de esta perversión es la pérdida de la ilusión. El motor de la acción humana es la ilusión. Y aquí hay una analogía muy interesante entre los antiguos y primitivos y el niño. Lo que ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad es que el hombre se ha desnaturalizado en la medida en la que ha ido conociendo la naturaleza por medio de la razón. Es aquello que decía Weber del desencantamiento del mundo. La ciencia, la filosofía, con sus explicaciones causales y argumentales del mundo y de la propia naturaleza humana han desencantado al mundo y al propio hombre. Ya todo tiene explicación, y lo que no lo tiene la tendrá. Quiere decir esto que hemos perdido la ilusión y la esperanza. El mundo se ha desacralizado y se ha objetivado y al propio hombre le ocurre lo mismo. ¿Qué nos queda?: el tedio. El camino ya está trazado. Hemos perdido la capacidad de asombro y de sorpresa. Venimos como si dijésemos de vuelta. Pero el problema es que esto es como el pecado original, una vez mordida la manzana ya no hay vuelta atrás. La humanidad ha perdido su virginidad intelectual, ha perdido la inocencia, y con ella, la ilusión y la esperanza. Tan sólo nos queda el tedio. La analogía con el niño y el adulto es interesante. La naturaleza del niño es el juego, la pasión, el deseo, el placer, la inmediatez con todo lo que le rodea, el asombro. No hay sombra de aburrimiento en él. El niño vive el instante. Como diría Nietszche, el niño es el paradigma del superhombre. Cuando nos hemos descargado de todo el peso de la cultura occidental que es el que procede de la racionalización del mundo, la invención de las ideas, el concepto del bien y del mal, etc. El niño está por encima del bien y del mal. El niño vive en el paraíso en la medida en la que no tiene tiempo, vive en el instante. Y cada instante es pleno de placer. La vida del niño es la vida animal, la vida natural. Aquella que hemos perdido a lo largo de la historia (proceso de desencantamiento del mundo o proceso de desnaturalización del hombre). Como digo no hay marcha atrás. No nos sirven los discursos de la ecología profunda que nos instan a volver a la naturaleza, como si dijésemos, con el taparrabos. Pero, ¿a dónde ir si ya no hay naturaleza, está plenamente humanizada, la hemos convertido en nuestro mundo? Insisto, no hay vuelta atrás. La situación del hombre es el desencanto y el desengaño. De la misma manera, el niño, como el primitivo y los antiguos (los que inician la cultura: los orígenes griegos) además de estar cargados de ilusión, de expectativas y esperanzas y de vivir instalados en el placer de la relación inmediata con la naturaleza, están expuestos al máximo dolor. Les ocurre también a los animales. Ni éstos ni los niños son capaces de entender la frustración, la ausencia del placer. El niño se tendrá que resignar, y en esto consiste el proceso de socialización. En extirpar su naturaleza y sustituirla por una segunda naturaleza que es la cultura. Pero ésta, siguiendo a Freud, otro de los autores que tendría que haber citado antes, no es más que el conjunto de normas morales, costumbres, hábitos, etc., que reprimen nuestro ello, nuestros instintos naturales, especialmente el de placer. Por ello Freud, en su obra El malestar en la cultura nos viene a decir que la felicidad humana es imposible, que la propia condición cultural del hombre nos tiene abocados a la frustración, la represión y la infelicidad. En el hombre hay siempre una tensión entre sus deseos y lo que no puede hacer por mandato moral. A su vez hay una búsqueda continua de la felicidad en la que existe una constante, la disolución en el sentimiento oceánico. Esto significa, la anulación del yo, origen del sufrimiento porque su existencia es frustrada y reprimida. La cultura nos puede ofrecer diversos sucedáneos de felicidad, como el misticismo, las drogas, el deporte, la vocación científica y filosófica, etc. Algunas son más acertadas que otras. Unas pretenden anular al yo, mientras que otras pretenden la distracción, mantenerse ocupado, afanarse. Pero al final en todas tenemos de fondo el vacío, la nada. De ahí la mística oriental que, a mi manera de ver, es la que más se acerca a una visión naturalizada del hombre y a la redención de su mal que reside en el yo o la conciencia. También está en Freud el concepto de sublimación por el que somos capaces de trascender nuestras frustraciones, fundamentalmente, por medio del arte y la creación científica y filosófica. Por eso dice Nietzsche que el superhombre es un artista que juega, como el niño.
En definitiva no existe salida. La única escapatoria que tenemos es la del placer. Curiosamente las religiones monoteístas que han constituido la tradición occidental han renegado del placer y lo han visto como el peor de los males. Como digo el placer elimina al dolor. Mientras que hay placer hay felicidad. Y si hay felicidad no hay angustia ni necesidad de dios, ni de un más allá. Eliminar el placer es el instrumento mejor de control que ha inventado el cristianismo, el judaísmo y el Islam. Sin placer hay miedo y angustia. Compárese esto con otros males en los que la religión no ha hecho tanto hincapié. Me refiero, por ejemplo, a la condena de la guerra, la violencia, etc, es más, la ha fomentado como vehículo de unión y de identidad, para enfrentarse a otros humanos de cultura y religión distintas. En definitiva, ideologías para fundamentar el poder y el dominio del hombre por el hombre. Y de paso, se mantiene al hombre entretenido, dándole un sentido y un quehacer a su existencia. Pues como decía es el placer la única salida. Pero, de ninguna manera se nos podrá volver a dar la felicidad como en los orígenes. La vida debe ser la consecución de los placeres. Pero, como decía Epicuro, fundamentalmente de los placeres necesarios para el vivir y de los estáticos (intelectuales) la contemplación artística y filosófico-científica. Más no nos es dado alcanzar.
Y una última reflexión. A todo esto hemos llegado también a través de la ciencia. Me refiero a la idea de Darwin. Ésta pone en su sitio al hombre. Éste no es más que un ser contingente de la evolución, en pié de igualdad con los demás seres. Su existencia es contingente y mientras que está aquí se empeña en sobrevivir. Toda la cultura, no es más que un mecanismo de supervivencia, que mientras que perdure, lo único que muestra es su eficacia. Pero el objetivo no somos nosotros, sino la replicación de los genes que utilizan a los individuos, organismos, como máquinas de supervivencia. Y eso lo llevan haciendo 3.500 milones de años. No somos nada.
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