14 de enero de 2010
Acabo de leer un trabajo de investigación de Esteban Mira en el que se hace un estudio comparativo entre la asignatura de FEN y la de Eduacación para la ciudadanía. El autor hace una defensa de ésta última y desmonta las críticas que se le han hecho con gran capacidad argumentativa y profusión de información. Estoy en lo esencial de acuerdo con el autor y comparto su crítica a la postura de la iglesia e incluso la necesidad de esta asignatura por la pérdida de valores en la sociedad en la que vivimos y por el papel disminuido de los padres en la educación de los hijos. Considero que la enseñanza debe instruir y educar. Y creo que la gran diferencia, por eso la comparación no se sostiene entre FEN y EPC, es que la primera pertenece a un sistema totalitario; es decir, a una sociedad cerrada, y el segundo a una sociedad abierta. La diferencia entre uno y otro es la de la intolerancia y el fanatismo, frente a la tolerancia y el diálogo. En lo que no estoy de acuerdo es con la praxis. Una asignatura de este estilo, y con los problemas de plantilla del profesorado, se convierte en una maría. Tampoco estoy de acuerdo con ese cambio de nombre de la ética de 4º y la filosofía de 1º. Ahora llamadas, ética y ciudadanía y filosofía y ciudadanía. Cambiaría ciudadanía por filosofía o teoría política. Política viene de polis y ciudadanía de civitas; es decir, que deberíamos recuperar el término de política. Lo que sucede es que la política hoy en día está absolutamente desprestigiada. Se ha convertido en una clase profesional. La política es el asunto de la polis. Esto es la preocupación por lo público. Yo considero que el aspecto de la educación para la ciudadanía tendría que tener una doble dimensión. En primer lugar la de la reflexión, en la que se le mostrase al alumno la tarea histórica y filosófica para llegar al tipo de sociedades democráticas y plurales en las que vivimos. Esto, por un lado. Por otro lado, una reflexión crítica sobre las deficiencias de nuestro sistema democrático y la posibilidad de mejorarlo y cambiarlo. En segundo lugar, de esta reflexión teórica tiene que surgir una actitud del alumno doble. Primero, el respeto e interiorización de los valores de la democracia, el pluralismo y los derechos humanos y, segundo, su compromiso ético-político para que se lleven a cabo. Y esto último requiere una educación de la virtud. Y ha sido esta lectura y estas reflexiones las que me llevan a recordar que tenía pendiente unas reflexiones sobre la educación y la democracia actual.
¿Qué es lo que caracteriza a la democracia actual? Creo que vivimos en una situación de nihilismo. Ya no creemos en nada. Hemos dejado las decisiones de la cosa pública en manos de los políticos. No creemos en la virtud de estos, más bien, en su capacidad de corrupción. Pero la democracia es una conquista histórica. Es un quehacer y una tarea. No viene dada de una vez. Es más el ciudadano, tiende a la comodidad, a pervertirse, a recluirse en su mundo privado. Las democracias tardías generan individuos aislados, preocupados sólo de sí mismos. Incluso, podríamos pensar que la organización del propio sistema de producción genera esta forma de vida, tremendamente ocupada, para evitar que el ciudadano piense e intente actuar públicamente, de tal forma que deje la política, el gobierno de lo público, en manos de la clase de los expertos. Pero la democracia, a mi modo de ver, se puede revitalizar. En primer lugar hay que hacer un poco de historia para comprender qué es lo que ha significado la conquista de la democracia. Siguiendo a Javier Gomá en su libro Ejemplaridad pública, podemos decir que con la conquista de la democracia se ha llegado a dos conclusiones. La primera es el concepto de igualdad y la segunda es el de límite del hombre, de la humanidad y de la historia. Toda reforma de la democracia ha de respetar la idea de igualdad y la de límite. Lo que descubre la democracia es que todos somos iguales. No es un descubrimiento, es una construcción cultural, todos somos distintos. La democracia basa su igualdad en la isonomía, igualdad ante la ley. Es decir, la creación de un estado de derecho por encima de cualquier ciudadano. Todos los tipos de elitismos que ha habido han intentado socavar la conquista de este principio. Son en sí antidemocráticos. Ahora bien, no hay que confundir la igualdad de oportunidades y de derechos con la igualdad real. La democracia debe fomentar la excelencia, tanto privada como pública; es decir, la virtud. Luchar contra el vicio, la corrupción y el individualismo egoísta. Los ataques elitistas no sólo proceden de los antidemócratas, todos inspirados en la línea platónica y su crítica a la democracia como un gobierno de ignorantes y su defensa del gobierno de los mejores, los sabios. Sino que la corrupción de la democracia llega desde las propias estructuras democráticas actuales en las que una élite, partitocrática y oligárquica (no especialmente excelente o virtuosa) se hace con el poder y utiliza todos los medios de control para domesticar al pueblo y convertirlo en vasallo obediente e inconsciente de su estado.
Por su parte, el concepto de límite es importante. Con la conquista de la democracia lo que ocurre es que cae la antigua visión del mundo que se apoya en un orden seguro y establecido, regentado y mantenido por la clase dominante. Cuando esto desaparece nos quedamos sin referente. Hemos desencantado el mundo y somos nosotros los que debemos darle sentido. Ante esta situación caben dos posibilidades, el nihilismo, o la conciencia de los límites. Desde el nihilismo, a lo Nietszche, por ejemplo, no es posible fundar una sociedad. También podemos caer en los fascismos, como ocurrió en el siglo XX. Mi opción es la conciencia de los límites. El ser humano es limitado y provisional, nuestra historia también lo es. La conciencia de los límites nos cura del intento de construir sociedades perfectas. Lo cual no es poco, porque todos estos intentos nos han llevado al totalitarismo. Quizás hoy en día, esta perversión de la democracia que es la partitocracia oligárquica es la nueva forma de totalitarismo, una forma de trasmitir un pensamiento único y una única forma de entender la realidad. Éste es otro enemigo a batir.
Ante estos retos de lo que se trata es de la recuperación de la ejemplaridad pública, es decir, de la virtud. Y es aquí donde juega un papel clave la educación. Hay que educar al ciudadano en la virtud pública desde los principios democráticos y de los derechos humanos para hacerlo partícipe de ellos. No estoy hablando aquí de una democracia participativa, que es inviable, sino, representativa. Pero esta representación no debe estar integrada por una clase profesional, cuya única visión es la búsqueda del poder. El ciudadano debe ser virtuoso pública y privadamente. Su vida privada debe ser una vida virtuosa en la medida en la que su trabajo contribuya al bien de la polis y a la permanencia de la sociedad. Esto requiere la ausencia de corrupción. Por otra parte, su virtud pública debe consistir en la posibilidad de intervenir públicamente en el debate y la acción pública, cuando así lo estime oportuno y, permanecer siempre vigilante frente a la tendencia a la corrupción del poder. Esta es la ejemplaridad. No podemos pedir que los ciudadanos sean héroes, pero sí seres morales y excelentes. Y esto requiere de una educación en la virtud, en el sentido aristotélico y en el concepto de deber, autonomía y dignidad kantiano. Y por otro lado, es necesario una educación que haga posible la interiorización consciente de los valores que emanan de la democracia y de los derechos humanos como fundamento de las sociedades abiertas y plurales, siempre en guardia contra cualquier forma de totalitarismo.
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