La medicalización de la vida es una forma de poder. El poder actúa sobre las ideologías. Éstas son formas de control de la conciencia. Ahora bien, la ideología de la salud perfecta, de la juventud eterna, del eterno cuidado del cuerpo, son ideologías que van dirigidas a la conciencia que tenemos sobre nuestro cuerpo. Éstas ejercen una forma de control tremenda, es el biopoder del que hablaba Foucoult, porque nos meten el miedo en el cuerpo y nos hacen vulnerables. Donde hay miedo hay obediencia y falta de crítica. Al estado le interesa ese control del cuerpo, porque, en definitiva, redunda en beneficios económicos, además de mantener a la población preocupadas por problemas menores e incluso pseudproblemas. A los médicos les viene bien porque los endiosa, les da poder. Estos, como clase, no ceden en su principio de paternalismo –frente al de autonomía- que juega con el miedo y la ignorancia del paciente. Y esto, sumado a la tecnificación de la ciencia, a lo que da lugar es a una instrumentalización del paciente en el que éste deja de ser persona. A la industria farmacéutica le viene de perlas porque así vende más medicamentos y productos “mágicos” contra toda falsa enfermedad y contra la ley de la naturaleza: el envejecimiento y la muerte. A su vez, se inventan nuevas enfermedades que no son más que estados biológicos no Standard. Esto último es muy significativo en la psiquiatría. Por lo demás, a la hora de definir la normalidad, desde la psiquiatría, se ejerce otra forma de control sobre caracteres no Standard. En definitiva, al poder le interesa medicalizar la vida porque así controla al ciudadano y elimina la conciencia. Cuando la vida se medicaliza se pierde la moral, es decir, la libertad. Actuamos por consignas del poder que define la salud y que dice velar por nuestro bien, cuando el bien es una cuestión ética, no médica, así como la felicidad y la virtud. La medicina tiene que ver con un bienestar, pero éste no es el fin de la vida, es un bien, además no absolutamente necesario para la felicidad, ni para la virtud. Es más, cada día pienso más que la felicidad que se nos ofrece no es el objetivo de la ética, sino la virtud, la excelencia. La felicidad, como he dicho ya, muchas veces es accidental y bioquímica. La virtud debe estar por encima de esta accidentalidad. Es decir, que esta accidentalidad y esta bioquímica son, así como mi cultura, familia… mis circunstancias y yo tengo que habérmelas con ella, trascenderlas, salvarlas, en lenguaje de Ortega. Por el contrario, el poder, medicalizando la vida lo que nos ofrece es la sumisión.
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Nietzsche diferencia claramente entre el valor del filósofo como educador frente a la educación del estado y de los medios de comunicación. El filósofo educa para engendrar al filósofo, al artista y al santo. El filósofo busca la eternidad, no se apea en las opiniones, busca la belleza, el conocimiento, trascenderse. Sin embargo, el periodista, los medios de comunicación, y hoy en día infinitamente más que en el XIX, buscan el instante. Todo lo que dicen los periódicos diariamente es efímero. Ahora bien, los medios de comunicación, al transformarse en los educadores del pueblo, como es el caso hoy de la televisión, generan la superficialidad, el valor de lo relativo, de que nada tiene valor. Se vive y se piensa, si es que se piensa, más bien se está instalado en las emociones dirigidas por los poderes, desde lo que se nos muestra en los medios de comunicación. Es necesario recuperar el valor auténtico de la educación: formar hombres, no caricaturas, remedos o borregos. No es necesaria la prensa, ésta no es más que distracción no cultura. La prensa debería ser semanal o mensual, basada en artículos de análisis e investigación. Esto tendría un alto valor educativo. La prensa diaria no es más que superficie, epidermis de la realidad, máscara, ficción, apariencias. Pero ésta nos muestra unos valores que se confunden con la realidad. Y estos valores dirigen nuestra existencia.
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