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Filosofía desde la trinchera

De la perversión de la razón ilustrada a la posmodernidad, el neoliberalismo y el declive de la enseñanza.

 

            Nuestra tradición occidental moderna surge del renacimiento y se ensalza en la ilustración. El renacimiento y, con el resurgimiento de la ciencia, con la revolución científica, dan confianza al hombre en el poder de sus facultades del conocimiento para acceder a la naturaleza. Pero surge también el ideal tecnológico. Baçon declara que el objetivo del conocimiento es el poder sobre la naturaleza. “Conocer para prever, prever, para dominar”. La ciencia del renacimiento no surge sólo de un ímpetu teórico, como en los griegos, sino que lleva aparejado el concepto de técnica como dominio de las fuerzas de la naturaleza. El conocimiento tiene una dimensión práctica importante que determina el desarrollo de la modernidad y la Edad Contemporánera y que tiene mucho que ver con la aplicación de las ciencias a la enseñanza. El siglo de las luces es una época marcada por el optimismo. La razón nos permite conocer el mundo y liberarnos de las supersticiones. Por eso la razón será el camino que debemos seguir para eliminar el poder absoluto. Aquí ocurre lo mismo que cuando aplicamos la razón a la naturaleza. Con ello podemos acceder a la naturaleza y dominarla. Si aplicamos la razón al ámbito social y moral: ético-político, nos liberaremos del poder basado en la superstición. Todo ello nos llevaría a la conquista de la libertad. Ésta sería la consecución de la aplicación de la razón. Atrévete a saber decía Kant. Y esto nos lleva al conocimiento de aquello que nos oprime. Por eso los ilustrados, optimistas que eran, ligaban la educación de las masas con la libertad. Por eso son los primeros defensores de la educación universal que liberaría al pueblo. Por mi parte, nada tengo que objetar al ideal ilustrado. Sigo pensando que la ilustración nos hace libres. Pero hay un pequeño problema: identificar ilustración con educación. Aquí, el optimismo ilustrado, se viene abajo. Las razones son múltiples, para empezar, como decía La Boête en La servidumbre humana voluntaria, el hombre rechaza su libertad por miedo y comodidad. Precisamente lo que decía Kant, en el miedo y la pereza residen nuestra autoculpable minoría de edad. Pero hay otras razones que explican la no identidad entre ilustración y educación y que tienen que ver con la perversión de la razón ilustrada que nos ha llevado a los totalitarismos, la posmodernidad y el fascismo nihilista actual. Que, por lo demás, lo vemos campar por sus anchas en el sistema educativo y las leyes que lo sostienen.

 

            Otra idea básica de la ilustración y que es el sustrato que vertebra todo este camino que nos lleva a la perversión de la razón ilustrada (cuando digo esto me refiero a que la razón ilustrada se convierte en razón absoluta; o bien en su expresión científica: cientificismo, o, en su expresión política: utopía totalitaria), es el mito de la idea de progreso. Los ilustrados, como optimistas que eran, y no les faltaban, de alguna manera, razones para ello, pensaban que el desarrollo de la humanidad, el progreso hacia un mundo mejor, venía marcado por el progreso en las ciencias, las artes y la tecnología. Relacionaban causalmente el progreso tecnocientífico con el ético-político. Hay dos errores fundamentales aquí. El primero es que no hay nada que garantice, ni es empíricamente observable, que el progreso de las ciencias y la técnica garanticen un mundo ética y políticamente mejor. Más bien parece ser que el desarrollo tecnocientífico está ligado a cierta perversión moral. Pero de esto ya habló Rousseau en su famoso Discurso sobre el origen de las ciencias y las artes. Por cierto, el primer ilustrado que pone en duda la idea de progreso. Ésta es la primera dificultad que la historia, y en concreto la del siglo XX y comienzos del XXI, la constatan. La segunda gran dificultad es que la idea de progreso es un mito, es decir, una creencia que se instala en nuestra visión del mundo y que damos por algo obvio. Me explico brevemente, aunque el punto es de importancia porque es el núcleo de la perversión de la razón ilustrada. La idea de progreso es un mito que se basa en la secularización de la idea de historia del cristianismo. El progreso, su idea, es un mito, una creencia e, incluso, un autoengaño, como señala Gray en Perros de Paja. El siglo de las luces batalla contra la superstición religiosa y pretende separar el trono del altar y la ciencia de la religión. Pero las ideas fundamentales que subyacen a la religión, en lo que es la filosofía cristiana, permanecen. Y éste es el caso de la idea de progreso. Lo que está claro es que la humanidad, en tanto que especie, y el hombre en tanto que individuo, no tienen ningún sentido, salvo el estrictamente biológico o natural. Y ésa es la historia. Todos los mitos, las religiones, la filosofía y, por último, la ciencia, pretenden dar un sentido a la vida humana y su historia. Nosotros procedemos del cristianismo, como de la tradición griega, y éste nos ofrece una visión de la historia que consiste en la historia de la salvación del hombre. Es decir, que lo que ocurre en la historia tiene un significado. Que dios no nos ha abandonado del todo, como se suele decir, dios aprieta, pero no ahoga. Nada ocurre porque sí, dios es la voluntad última y ha creado al hombre, como dueño y señor de la naturaleza y con libertad de obedecer o no sus mandamientos. La historia de la humanidad es la historia de la salvación, en la que hay un principio y un final. Es decir, un progreso, desde la caída, el pecado original, hasta el fin de los tiempos, en el que dios vendrá a juzgarnos y si lo hemos obedecido se nos promete el paraíso. Por eso la historia de la humanidad es la historia del progreso hacia el paraíso huyendo del mal. La ilustración asume acríticamente esta idea, la seculariza, no se da cuenta de su origen mítico. No reconoce que la historia de la humanidad no tiene sentido. Serán Nietzsche y Darwin los que lo verán claro. Por eso el primero nos dice que no nos veremos libre de dios mientras no nos veamos libres del lenguaje. Claro, en éste residen las estructuras mentales con las que comprendemos el mundo, entre ellas el mito del progreso que procede directamente de la idea de dios. El segundo, pone al hombre en pie de igualdad con los animales, con lo que el hombre se reduce al azar y la necesidad, su existencia es tan contingente como la de los demás seres vivos. La evolución no tiene ningún sentido ni dirección, es la mezcla del azar y la necesidad. La razón ilustrada tenía que haber pensado este límite. Es decir, que el progreso de la humanidad hacia un mundo mejor, ético-políticamente hablando, es contingente. Algo así pensaba Kant, y eso que éste era un profundo creyente. El progreso de la humanidad no es algo automático, ni viene marcado por leyes de la historia, ni del desarrollo tecnocientífico, sino que depende de la voluntad humana, de sus decisiones, en última instancia. Pero la mayor parte de la ilustración no lo entendió así, y mucho menos su epígonos del XIX y el XX. Por el contrario, ligaron, acríticamente, la razón científica con el progreso moral. Eliminaron, de esta manera, el ámbito de lo moral y humano, para ser sustituido por la razón científica, por la razón de las ciencias naturales. Y de ahí lo que surge es una razón absoluta y omniabarcativa que lo explicaría todo. Pero esta razón es instrumental, como la llamó la escuela de Frankfurt, es decir, que se dirige a los seres naturales, no a lo humano. Pero, claro, cuando la razón instrumental la dirigimos a lo humano, instrumentalizamos al hombre, lo convertimos en objeto. Ésta es la perversión de la razón ilustrada. La pedagogía, en su afán de presentarse como ciencia, sigue el modelo positivista e intenta entender el proceso de aprendizaje desde el positivismo empirista. El resultado de ello es la alienación de los sujetos, en este caso, del alumno y el profesor. La pedagogía, en este sentido, acaba con las personas y las convierte en objeto. Pero, lo que es de risa, es que la pedagogía, como hemos demostrado en otras partes, no es una ciencia natural, ni puede, ni debe serlo. Mejor debería acercarse al arte y resolveríamos muchos problemas.

 

            Pues bien, la idea del mito del progreso se incardina en la concepción de la razón ilustrada que se expresa en el conocimiento científico. Me explico con más sencillez. La ciencia, con su confianza plena en la razón, y con el empuje de que el uso de la misma nos hace progresar hacia un mundo humanamente mejor, pretende conocer cuáles son las leyes que gobiernan a la naturaleza, al hombre y a la sociedad. Si descubrimos estas leyes –y desde la idea de la dominación del mundo por el hombre- podremos intervenir, no sólo en la naturaleza, sino en la misma historia del hombre. Y de aquí surgen todas las utopías totalitarias, de derechas o de izquierda, por muy diferentes que sean ambas tienen a la base la idea de progreso: la conquista de una sociedad perfecta, la conquista del paraíso. Esta perversión ilustrada nos encaminó a los totalitarismos del siglo XX. Pero aún no hemos escarmentado de ello. En el ámbito de la enseñanza, como he señalado antes, y hemos demostrado en otros lugares, estamos en pleno positivismo al que también había que añadirle el constructivismo, pero esto tiene que ver con el posmodernismo del que hablaré después.

 

            Pero me dirijo ahora al análisis del sistema de producción en el que nos apoyamos. Éste es, indudablemente el sistema capitalista. Pero resulta que capitalismos ha habido muchos, los hay de diferentes colores. El caso es que el que triunfa como pensamiento hegemónico, como pensamiento único, es el modelo neoliberal. Así andamos desde hace cuarenta años. Este modelo sustituyó, y sigue haciéndolo paulatinamente, a la socialdemocracia. A grosso modo podemos decir, que la socialdemocracia, que se funda en el estado de bienestar, es un sistema de producción capitalista en el que el mercado se regula, en gran parte, para lo que se refiere al la justicia social, por el estado. El neoliberalismo, es una doctrina económica, un catecismo, que lo llama Stiglitz, en la que se pretende, falsamente, además, desvincular la política de la economía. Cuando el estado ha sido necesario se tira de él. Además, les interesa un estado fuerte en el ámbito de la seguridad y de la protección de sus mercados frente a mercados emergentes. El neoliberalismo no tiene nada que ver con el liberalismo filosófico que defiende la libertad, pero no reduce ésta a la libertad de la propiedad y el mercado. La doctrina neoliberal se apoya en la idea de que la historia se mueve por las leyes que rigen la economía. Y los neoliberales creen que las conocen. Entonces ellos lo que piensan es que las leyes que regulan la historia y que nos llevan hacia una sociedad feliz, son las leyes del mercado. De ello se desprende que la política no debe intervenir, para nada, en el mercado. Como se ve nos enfrentamos a una visión totalitaria de la historia, del hombre y de la economía. La economía pretende conocer las leyes que rigen la historia: falso. De ello se deriva que el hombre es un objeto de la economía. Por tanto, se instrumentaliza al hombre. De lo que se trata es de eliminar la libertad de los individuos y la voluntad política. En consecuencia, la ética y la política se objetualizan. Pero para conseguir todo esto es necesario crear una ideología, un pensamiento único. Y fue precisamente la caída de los regímenes socialistas la que dio el pistoletazo de salida para la emergencia de este pensamiento único, en realidad ausencia de pensamiento. Hemos llegado al fin de la historia, anuncia Fukuyama, como lo hicieran ya Hegel, y lo pronosticara Marx, es la muerte de las ideología. El neoliberalismo nos explica el camino inexorable de la historia. Muerte del pensamiento, la resistencia es absurda, porque la historia se rige por leyes naturales que son las de la economía ortodoxa, que, por suerte, no es la única, hay otras. Pero esta ideología neoliberal tiene que acallar las consciencias y para ello produce una transformación de los valores. La maquinaria que alimenta el crecimiento económico, lo único que le interesa a los neoliberales, es el consumo. Por tanto, es necesario producir un individuo que viva por y para el consumo. Esto significa que hay que hacer coincidir felicidad con placer hedonista y con el tener efímero. Claro, el resultado de todo ello es el de un ciudadano hedonista egocéntrico que es incapaz de pensar más allá de sí mismo y que vive en una insatisfacción extrema. Un individuo esclavo de sus deseos. O un señorito satisfecho que diría Ortega en su clarividente, La rebelión de las masas. Este individuo desideologizado, convertido en autómata ha perdido los antiguos valores: lo único que le interesa es el éxito, el dinero, la juventud, la fama… Todo lo que corresponde a la esfera de los valores universales, libertad, igualdad, justicia, está fuera de su visión del mundo. Este individuo, al dejar de ser sujeto, al claudicar de su libertad se convierte en algo maleable. Su lema es la adaptabilidad para sobrevivir. No el de la transformación de un mundo injusto. Y esta es la ideología que triunfa en nuestra sociedad: en los padres y en los alumnos. Por eso cambiar las leyes de educación es difícil, porque estamos todos sumergidos en este pensamiento único fruto de la perversión de la razón ilustrada. Y esto nos ha llevado al nihilismo del sujeto. El sujeto está vació, su contenido es el del consumo compulsivo, su ser es el tener y éste pasa por el desechar continuamente. Pero este nihilismo de la conciencia es la antesala del fascismo, ahora ya económico, y pronto político. Es más, la corrupción de la democracia como sistema nos está llevando al fascismo. ¿Qué es sino la aplicación de las leyes de educación sino fascismo enmascarado de democracia formal?

 

            Pero falta el último punto de unión de toda esta ideología que explica la eficacia política de la nueva pedagogía y de sus leyes educativas. Me refiero al posmodernismo. Éste es un movimiento de reacción a la ilustración, precisamente porque la razón se había absolutizado y nos llevó a los totalitarismos políticos del XX. Pero erraron. Su lema es que los grandes discursos de la humanidad habían terminado. A partir de ahí se introduce el todo vale. El relativismo epistemológico, moral y político. Y ahí hacen su agosto las teorías constructivista en educación. El centro del proceso de enseñanza ya no es el profesor como vehículo de transmisión del conocimiento, ya no, porque el conocimiento se ha relativizado, sino que es el alumno, que reconstruye, desde su subjetividad, el saber. Total, como todo vale, que pinta el profesor, si los discursos de la humanidad son fallidos. Y este relativismo mina la autoridad del profesor. Si el conocimiento carece de valor, el profesor que es el vehículo de éste carece de toda autoridad. Pero este relativismo es una de las causas de la corrupción de la democracia como sistema. Si todo vale, la opinión que se impone es la del más fuerte. Y el más fuerte ahora es el poder económico que nos ha inundado con la ideología que hemos esbozado. Y, claro, las leyes que del poder político surgen, como éste está sometido al poder económico, pues no hacen más que replicar la doctrina neoliberal. O, dicho de otra manera, crear las condiciones sociales, políticas y humanas que hagan posible la extensión de la doctrina neoliberal. Y no otra cosa es lo que han hecho las leyes de educación.

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