Todos los seres del universo son productos del azar y la necesidad. Son contingentes. Podrían no haber existido y dejarán de existir. Pero lo que sucede es que uno de nuestros mecanismos adaptativos que triunfaron, fue el de darnos importancia. Es decir, el antropomorfismo. Por eso nos resulta difícil aceptar nuestro carácter contingente. Y todo ello procede de que el hombre es consciente de su propio fin, de la muerte. Es ésta la que nos acecha y a la que tememos. De este miedo ha surgido toda la cultura (la ciencia pertenece a ésta), que no es más que una forma antropomórfica de entender el universo. El desarrollo de las ciencias nos ha ido poniendo en nuestro lugar. Por eso es necesario un nuevo discurso ecocéntrico sobre el hombre, que tendría grandes implicaciones éticas y políticas.
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El hombre es por naturaleza dogmático. No distingue entre errores y verdades porque no suele ejercer la crítica. Su actitud natural es la de la creencia. Por eso siempre he creído que el escepticismo es una buena vacuna. Cuando hablo de escéptico me refiero a su sentido griego, el que busca, no el que niega. Éste cae también en el dogmatismo. El escepticismo es la auténtica actitud ética del intelectual. El dogmatismo es propio de creyentes y abundan por doquier. Los dogmáticos se cierran a las ideas en tanto que se cierran al diálogo. El escéptico es el racionalista crítico, buscador incansable que confía en la fuerza del diálogo más que en la fe. La fe no mueve montañas, destruye. El diálogo es construcción teniendo confianza en que siempre se puede mejorar. La actitud ética del escéptico es la tolerancia, la del dogmático es el fanatismo.
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La desobediencia civil es la piedra angular en la que debe fundarse la lucha contra las tiranías. No olvidar nunca que los sistemas democráticos vigentes participan, en parte, de la tiranía. La desobediencia civil frente a la injusticia es una virtud cívica. Aquí nos encontramos con una de las paradojas entre ética y derecho. Frente a la tiranía hay que optar siempre por la ética. No confundir nunca mi moral, que es particular, con una ética que pretende ser universal cuya única base es la dignidad. Que el hombre es un fin en sí mismo.
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Sabiduría budista de la que bebe el estoicismo. No desear nada. La vida es dolor y el origen del mismo es el deseo. Hay que recuperar la filosofía de Schopenhauer que actualizó para occidente el budismo. La única felicidad posible es la negativa, eliminación del deseo. Desapego, apatía. La infelicidad es una cuestión de percepción temporal. Si realmente nos damos cuenta de que el tiempo es apariencia, no habría sufrimiento. El tiempo, el existir es el origen de la angustia. Ésta es siempre miedo al futuro, por eso la felicidad está vinculada a la eternidad, que es precisamente la ausencia de tiempo. Cuando los mitos y la religión hablan del paraíso lo identifican con la eternidad. Sin tiempo, un eterno presente, hay felicidad porque hay identidad y no temor del futuro. La conciencia del tiempo es una carga con la que tenemos que vivir y que nos hace siempre infelices. De ahí que en los evangelios se diga “hasta que no seáis como uno de estos (los niños) no entraréis en el reino de los cielos” Lo mismo en el budismo, la felicidad es el nirvana, que es la nada, la ausencia del yo (que es el que desea, por tanto, espera y desespera, origen de la angustia). No se puede pensar en la felicidad porque se cae en la dinámica de la angustia. Por eso decía el filósofo y sabio Spinoza en su Ética, “en nada piensa menos el sabio que en la muerte.” Y Platón, veinte siglos antes, decía “filosofar es prepararse para la muerte”. ¡Qué lejos está la sabiduría! Podemos llegar a comprender, pero difícilmente llegar a ser lo que comprendemos.
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