Patente de corso
Ese monumento de papel Arturo Pérez Reverte
Pues resulta que voy a la librería de Antonio Méndez, en la calle Mayor,  y le digo oye, compañero, ¿tienes la Biblia nueva que acaba de sacar la  Conferencia Episcopal? Y Antonio, que es amigo hace veinte años, me  mira de reojo y dice te veo chungo, maestro, una Biblia a tus años. De  qué vas, Tomás. ¿Has visto la luz, o qué? Y yo le respondo que menos  choteo, chaval, o la compro en el Corte Inglés. Grandes superficies, que  se dice ahora. Y además quiero dos, una para regalar. Pues la tengo que  pedir porque no la tengo, redunda Antonio. Y yo le digo: debería darte  vergüenza. Un librero sin Biblia nueva en el escaparate. Ya sé que no  vas a misa ni yo tampoco, y que monseñor Rouco y sus mariachis te caen,  como a mí, igual que una patada en el duodeno. Pero no estamos hablando  de opio del pueblo, ni de tocapelotas nietos de Trento, ni de estragos  históricos y sociales, sino de cultura, chaval, que para ser librero no  te enteras. De uno de los caudales de sabiduría que nos hizo lo que  somos, cóscate, Viejo y Nuevo Testamento, cultura judeocristana que,  combinada con el Islam mediterráneo, Grecia, Roma y toda la  parafernalia, hizo lo que llamamos Europa y de rebote Occidente: sitio  que lo mismo también te suena, Antoñete; aunque a esa vieja Europa, en  tiempos referente moral del mundo, cuna de derechos humanos y crisol de  cultura, ya no la reconozca ni la madre que la parió. Dicho en lenguaje  de librero, para entendernos, te hablo del mayor bestseller de la  Historia, necesario para quien pretenda estar al tanto de lo que es y lo  que hace. Para tenerlo tan a mano como a Cervantes, Shakespeare y  Montaigne: cuatro patas de la mesa donde algunos apoyamos los codos  cuando estamos cansados. No sé si me explico. 
Concluida la guasa entre Antonio y yo, una semana después tengo al fin esa nueva Biblia en casa; y, aparte el pequeño  inconveniente de maldecir en arameo el tacto áspero de su encuadernación  en tela bajo las guardas -la tela en los libros siempre me dio  dentera-, disfruto con sus páginas de papel sutil y agradable al tacto,  la limpia tipografía y el peso reconfortante del volumen en las manos.  Es un hermoso ejemplar con la nueva traducción canónica de los textos  sagrados al castellano, que será utilizada en todos los actos litúrgicos  y catequéticos, o como se diga, de la Iglesia Católica de aquí. El  canon, para entendernos, de la Biblia oficial en lengua de Cervantes.  Esto lo convierte en libro de extraordinaria importancia; pues, aparte  la lectura íntima que haga cada cual, su texto, leído en misa y  utilizado a partir de ahora en las actividades relacionadas con el  asunto, influirá directamente, en la lengua que hablan y escriben varios  millones de católicos de habla hispana. Que se dice pronto.  
Pero ésa, la de la peña practicante, sólo es una parte. Al fin y al cabo, la Biblia es también, y sobre todo, un magnífico caudal de  diversión, reflexión y conocimiento. Un monumento indispensable para  comprender sobre qué cañamazo se tejió lo que algunos cabrones  reaccionarios y gruñones como el arriba firmante todavía llamamos, con  una mezcla de melancolía y de guasa escéptica, cultura occidental; dicho  sea sin ánimo -o con ánimo, qué puñetas- de ofender. En ese contexto,  la Biblia es una fuente extraordinaria de relatos, aventuras, batallas,  traiciones, amores, emociones y simbolismos; materia de la que hace tres  mil años viene nutriéndose el mundo civilizado y que inspiró a los más  grandes filósofos y artistas de todas las épocas; literatura, música,  pintura y cine incluidos. Nadie que busque lucidez e inteligencia, que  quiera interpretar el mundo donde vive y morirá, puede pasar por alto la  lectura, al menos una vez en la vida, del libro más famoso e influyente  -para lo bueno y lo malo- de todos los tiempos. El Antiguo y el Nuevo  Testamento, para unos historia sacra y revelación divina, y para otros  llave maestra de cultura e ilustración, son imprescindibles para  comprender cómo llegamos aquí, lo que fuimos y lo que somos. Compadezco a  quien no tenga un Quijote y una Biblia en casa, aunque sólo sea  para decorar un mueble y leer cuatro líneas de vez en cuando. Y quien sí  sea lector, que calcule. Sólo la Biblia, releída una y otra vez,  bastaría para colmar una vida entera. Y ojo. Insisto en que no se trata  de religión, sino de cultura. La de verdad; no esa papilla desnatada,  presuntamente educativa, impuesta por quienes legislan desde su cateta  mediocridad. Oponer prejuicios a la Biblia es como oponerlos a una  catedral: no hace falta creer en Dios para visitarla y admirar su  belleza. Para sentir lo majestuoso de la memoria que atesoran sus viejas  piedras.
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