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Filosofía desde la trinchera

                                   El poder como control.

 

            Toda forma de poder es una forma de control. De control de la conciencia de los ciudadanos y de control del ciudadano en su conjunto. El poder, por lo tanto, intenta por todos los medios instrumentalizar al individuo. La persona, en tanto que sujeto libre con capacidad de pensar es siempre un enemigo del poder. Es alguien del que el poder desconfía, por eso siempre intenta tenerlo controlado.

 

            Pero no sólo me refiero, como puede parecer aquí, a los gobiernos totalitarios. Por otro lado, todo gobierno es, de una manera u otra totalitario, en la medida en la que todo gobierno persigue el control, más o menos explícitamente de los ciudadanos. Me refiero también a la democracia. Hay muchas razones para sostener la hipótesis que aquí mantengo. Y quizás sea oportuno recordar algo de esto, aunque sea a vuelapluma, ahora que estamos en precampaña electoral. Es decir en la precampaña de la gran pantomima de la democracia-partitocrática. Una de las grandes falsedades que se han transmitido a lo largo de la historia es la de que el hombre es un ser racional. Aquello lo dijo Aristóteles, igual que dijo que el hombre era un ser social. Y no se puede ser social sin afectos. Aristóteles, antes que todos estos defensores de la inteligencia emocional ya sabía que había una unión inseparable entre razón y afecto o pasión. Por eso precisamente las virtudes consistían en elegir el justo medio, para lo cual es necesaria la prudencia. Pero la historia cometió el reduccionismo de separa la razón de los afectos y las pasiones. Y aquí esta el asunto de las cosas.

 

            La polémica política que se da entre los sofistas y Sócrates es que los primeros pretendían convencer a la ciudadanía por medio del discurso, la retórica. Y ésta va dirigida al corazón. De lo que se trata es de mover las pasiones para crear un estado de ánimo que produzca una opinión. Es el corazón el que nos convence de lo que debemos hacer. El racionalista Sócrates pretendía acceder a la verdad por medio del diálogo. Como diría hoy Habermas, por medio de la comunidad ideal racional. Pues esto no existe. Las emociones priman. Y no es que lo diga yo, es que son las leyes del funcionamiento del cerebro.

 

            Nuestro cerebro tiene dos emociones fundamentales, el miedo y la esperanza. Los discursos políticos van dirigidos, según les convenga a los partidos, a fomentar el miedo o la esperanza. Y el que se va a llevarse el gato al agua será aquel que tenga la mejor retórica, o, mejor dicho, demagogia, porque con los discursos políticos no se persigue el bien de la polis, sino el bien privado, el del partido, el de la casta, el de los amigotes y el de todo aquel, que incluso en un estado democrático se erige por encima de la ley. Estas dos emociones vertebran nuestra vida, si algo nos produce pavor huimos de ello como de la peste y optamos por la opción, que ahora sí, se nos presenta de una forma racional. Si la situación es la de esperanza, pues lo mismo podemos decir. En las próximas elecciones, precisamente, habrá una ambivalencia de discursos entre los que defiendan la esperanza y los que defiendan el miedo. Así, de esta guisa, podemos decir que en la democracia tampoco existe la tan ansiada libertad ilustrada, no hay autonomía, los partidos, unidos a los oligopolios de los medios de comunicación crean un estado de opinión, que no es más que un estado de pasión o afectivo, no un estado de saber. Y es esto lo que nos ata al poder. El poder nos controla controlando nuestra mente. Nuestra racionalidad es escasa, los medios de comunicación alternativos más escasos aún, la voluntad para sobreponerse desde la razón a los emociones flojea. Las fuerzas declinan.

 

            De momento el poder domina a la ciudadanía. Y, la democracia ha sabido adaptarse para conseguir el mismo fin: el control masivo del ciudadano. Por eso, desde esta perspectiva la democracia queda legitimada como el gobierno del pueblo. El pueblo es una entelequia, el pueblo es una creación del poder, los partidos y los medios de comunicación. Y no hay más salida. El hombre no da para más, porque el hombre renuncia voluntariamente a su libertad. Es aquello de la servidumbre voluntaria. Por eso el que está en el poder, que está ahí precisamente porque tiene una intuición especial y sutil sobre la naturaleza humana, no olvidemos “El príncipe” de Maquiavelo, utiliza todas las artimañas a su alcance para controlar al ciudadano y eliminar a todo aquel que pueda hacerle sombra, todo desde una aparente legalidad. La pasión del príncipe es la soberbia, está por encima de la ley. Hoy en día nuestros políticos, al vivir en lo que llmamos estados de derecho (una exageración, permítaseme), no pueden saltarse la ley a la torera, pero lo hacen. Son más frecuentes de la cuenta los casos de corrupción, y mucho más frecuente la corrupción de baja intensidad, aquella que se practica en la baja política. El político es un hombre frío y sagaz, para el pueblo, no así en su vida privada que ésta no nos interesa para nuestro análisis, carece de sentimientos y, sobre todo, de empatía. Los ciudadanos son para él objetos, piezas de un ajedrez que mueve a su antojo con el fin de ganar la partida, de tener más poder. Por eso el político ejerce un control total sobre la ciudadanía, porque la soborna con premios y prebendas y así le insufla la esperanza, o las amonesta asustándolas con el hombre del saco. Dominio, poder, esa es la pasión del político. Pasión que, por lo demás, no debe sorprendernos; es común a los primates y a los homínidos, como a muchos otros mamíferos.

 

            Sólo una educación de la efectividad desde la racionalidad, en el sentido Spinoziano, podría sacarnos de esta situación. Pero siento ser demasiado escéptico. Primero quedo abrumado con la servidumbre voluntaria de La Boetie y, luego, el asunto del fuste torcido de la humanidad de Kant remacha mi escepticismo. Y, por otro lado, los que hablan de emancipación de la humanidad, de conciencia universal, de una nueva era, son redentores que tras de sí arrastran la sangre de milenios. Quizás lo que nos quede es ir corrigiendo de forma fragmentario este sistema archidefectuoso al que, graciosamente y permitiéndonos la licencia, llamamos democracia.

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