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Filosofía desde la trinchera

La habitación de Pascal y el espíritu de finura.

            Es conocido de todos, o casi todos, el dicho de Pascal de que todos los males de la sociedad comienzan porque el hombre no es capaz de mantenerse quieto y sólo en su habitación. Lo que nos quiere insinuar el matemático y sabio Pascal, es que el hombre no puede parar, su naturaleza es un quehacer. Pero que en ese quehacer le va, de alguna manera, su perdición. Y, también, que la base de ese quehacer es una curiosidad incansable que quiere saberlo todo y que juega a aprendiz de brujo con todo lo que le rodea, él mismo y el planeta que es su casa. Por eso, en tanto que aprendiz de brujo el hombre se convierte en un peligro para sí mismo. Porque siempre parte de su ignorancia primigenia, pero de su necesidad de descubrir, inventar, hacer. No estarse quieto, en definitiva, como podemos observar cansinamente en un niño pequeño, que no para y del que siempre hay que cuidar porque no ve el peligro por su connatural ignorancia. Esa ignorancia que se despejará con la experiencia. Pues bien, todos los males del hombre proceden de no saber estarse quieto. Deberíamos cultivar más nuestro espíritu de contemplación. Pero es aquí donde relaciono yo el viejo dicho de Pascal, antes comentado, con una gran distinción que forma parte del cuerpo de su filosofía o pensamiento para todo el mundo, no para aburridos académicos. El cercano Pascal nos informa de que hay dos espíritus en el hombre que de alguna manera conviven pero que se contradicen. El espíritu de finura y el espíritu vasto o embrutecedor.

            El primero es el que se corresponde con una inteligencia delicada, preocupada por lo eterno, por los objetos intelectuales de la contemplación. Por el producto del espíritu humano. En definitiva, todo aquello, que el hombre puede hacer sin salir de su habitación y, con ello, sin perjudicar ni a sí mismo, ni a los demás, ni provocar el caos planetario en el que nos encontramos. El segundo es contrario al primero. Es un espíritu digamos más mecánico, embrutecido, vasto. Es un espíritu que no se sacia con la contemplación. Pero, ¿de dónde viene este espíritu? Pues yo creo, y lo añado a las reflexiones pascalianas, que del tedio. Éste, el aburrimiento, es la enfermedad mortal del hombre. El hombre es, por antonomasia, no existe otro, el ser que se aburre. Y el aburrimiento nos enfrenta a nuestra nada y nos impele a salir de nosotros mismos, de nuestra tranquila y apacible habitación. Salimos y buscamos desasosegados el sentido de nuestra existencia, intentamos llenar por medio de todas las actividades imaginables el vacío interior que el tedio, como enfermedad mortal, el nihilismo, nos ha mostrado. Y es esto lo que nos lleva al entretenimiento. Otra distinción pascaliana que llega hasta los existencialistas y que para mí es absolutamente actual en la sociedad en la que vivimos. El espíritu de embrutecimiento, aquel que huye del tedio se dirige al entretenimiento. El entretenimiento es lo único que lo llena, que colma su insaciable vacío. Por eso busca entretenerse, no puede parar un momento, porque mientras que se entretiene no piensa, no es individuo, es masa, es uno con la comunidad, no es sujeto diferenciado, no está enfrentado ni al resto del hombre ni a sí mismo. Entretenimiento, inconciencia, no ser, dejarse ser entre el quehacer con las cosas. Eso es lo que buscamos en nuestra existencia y ese es el motor de la huida de nuestra soledad esencial que es nuestra propia naturaleza y que se nos mostrará a todos en la muerte porque ésa experiencia es única e incomunicable. El espíritu de diversión es el que anima al hombre y el que le lleva al olvido de su ser. Pero reside aquí un problema, la diversión es inconciencia y la inconciencia es el caldo de cultivo que el poder quiere para dominar con docilidad. Estamos condenados a huir de nuestra soledad por medio del entretenimiento, pero también somos seres autoconscientes que pueden permanecer durante cierto tiempo en su habitación sin desencadenar los males de la humanidad. En definitiva, esto es otra forma de expresar la sociable insociabilidad de Kant. No podemos renunciar a nuestra naturaleza, pero con ella tenemos que ser capaces de construir nuestra historia desde la dignidad y la libertad.

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