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Filosofía desde la trinchera

¿Es más fácil ser creyente o no creyente?

                La creencia es una actitud natural. El hombre, por su propia construcción biológica tiende a la creencia. Es más, la construcción de mitos, magia, religiones, son, en definitiva, los que le han permitido sobrevivir. Primero la magia, luego los mitos y más tarde las religiones, que lo engloban todo, han sido las que han hecho posible la supervivencia del hombre.

                El ser humano se encuentra a la intemperie, sin resguardo de nada, a merced de las fuerzas de la naturaleza. Pero con una mente que no está cerrada. Sus respuestas ante el medio no están cerradas, es más, está abierta al tiempo, es decir, a la angustia. El hombre se caracteriza porque se cuestiona su existencia y el porqué de todo lo que hay, el sentido del mundo y de la vida. La magia, el mito y la religión dan respuesta a ello. Una respuesta, que no sólo explica el porqué de las coas, sino que nos ofrece un sentido de cómo debemos hacer las cosas. Porque el mito y la religión no sólo son formas de explicar el mundo, sino de darle sentido y parte de ese sentido está en cómo debemos relacionarnos con él y con nosotros. El mito y la religión crean las  condiciones para que nos podamos relacionar con la naturaleza y con nosotros. A su vez, crean las condiciones de pertenencia. El hombre es un animal social y la magia y el mito, centro o núcleo de la religión, ofrecen una forma de socialización o, dicho de otra forma, de pertenencia. La religión crea una identidad. No sólo encontramos el sentido de nuestra existencia, sino una identidad a través de los ritos que son sociales y que nos hacen sentirnos partícipes de una sociedad. La religión es pues una forma de socialización indispensable y que ha demostrado su valor como mecanismo adaptativo en la medida en la que hoy en día la especie humana sigue existiendo y sigue utilizando el mecanismo de la creencia como un mecanismo fundamental para guiarse en la vida, mucho más que la razón. Fue Aristóteles el que nos definió como animales racionales, pero somos más animales de creencias, entre otras cosas, que racionales. Aristóteles lo que quería señalar es la capacidad racional como capacidad humana para el conocimiento científico. A diferencia de la carencia que de ella tenían los animales. Pero se ha confundido históricamente esto con una definición esencial del hombre, ya digo somos y actuamos cotidianamente más por creencias que de forma racional. Y, por otro lado, también hay un problema con la interpretación de la razón. Desde el Renacimiento, y con el surgimiento de la ciencia moderna, habrá una identificación entre razón y razón matemática y lógica, separada absolutamente de lo emocional. Y, por otro lado, habrá también una identificación entre inteligencia y capacidad lógico matemática. Todo esto no está en los orígenes aristotélicos. La razón en Aristóteles va unida a las emociones y los sentimientos sin los cuales está vacía. La propia actividad del conocimiento está dirigida por la admiración y la perplejidad, que son las que despiertan a la razón. Y, por otro lado, la vida superior es la de la prudencia que es un saber sobre los sentimientos. Toda esta modernez de la inteligencia afectiva y emocional está ya en la “Ética a Nicómaco.”

                Y una vez hecha esta aclaración tendríamos que vérnosla con la respuesta a nuestra pregunta. Pero para ello tengo que hablar un poco del no creyente. Cuando me refiero a tal, me refiero al que de ninguna de las maneras cree en nada. Es decir, a aquel que niega el sentido, tanto trascendente, como inmanente de la naturaleza. Aquel que se queda del lado de la naturaleza contingente, aquel que acepta la intemperie, el sinsentido, la nada, como única realidad y lo efímero como su expresión. Aquel que vive, por tanto, aunque pueda tener muy altos ideales, en la provisionalidad. Y cuando digo no creyente, insisto, que también se refiere a lo inmanente, es decir, que no ha sustituido la creencia en lo trascendente dador de sentido, por lo inmanente, como la historia, la política, la ciencia; es decir, todo aquello que se basa en el mito de la idea de progreso. El ateo hasta sus últimas consecuencias. Aquel que ha sido capaz de trascender el lenguaje. Porque, como decía Nietzsche, no nos veremos libres de dios mientras que sigamos creyendo en la gramática. El sentido del mundo basado tanto en lo trascendente, como en lo inmanente, está en nuestro lenguaje porque éste ha crecido con y desde el mito. Si no trascendemos nuestro propio lenguaje caeremos en las trampas del sentido. Pero el no creyente, el ateo de verdad es aquel que niega la existencia absoluta del sentido, venga de donde venga, insisto, aunque pueda abrazar la provisionalidad. El no creyente es el que describe Camus en el mito de Sísifo. Así empieza su libro, “La única cuestión filosófica de relevancia es el suicidio” Es decir, el cada día y cada momento encontrarle un sentido provisional, una creencia provisional a la existencia, o, sino, simplemente, suicidarse, porque, realmente, nada tiene sentido, ni el acto del suicidio. Sólo quedará un breve comentario y tu nombre en una lápida o urna que pronto el tiempo (el que elimina el sentido) borrará para toda la eternidad del universo.

                Otra cosa es el indiferente. Este es un creyente encubierto. Alguien que puede haber dejado de creer en la religión, pero esta creencia la ha sustituido por otras  múltiples y, probablemente, espiritualmente, ha perdido mucho con el cambio. Desde luego que para éste la vida es más sencilla que para el creyente. Sobre todo en los tiempos que corren y en nuestro entorno en el que la religión no está de modo o, peor, está mal vista y es objeto de burla. Malos tiempos son estos cuando toda una tradición ética es echada por la borda y sustituida por sucedáneos de autoayuda y demás zarandajas. El creyente se tiene que enfrentar a esta situación, lamentablemente desagradable y que de partida lo da como perdedor, pero, aún más. El creyente, a pesar de tener la respuesta religiosa al sentido de su existencia, y el sentido de la historia de la humanidad, como la historia de la salvación del hombre y demás, pues todo ello no implica que su fe no se tambalee y que en muchas ocasiones dude. Ha de aferrarse a la fe para no hundirse, pero, a veces, ésta falla. Sobre todo si nos planteamos el problema del mal y del mal radical, ¿Dónde está dios cuando muere un inocente? ¿Dónde está dios cuando el hombre se extermina a sí mismo? Es lógico que estas preguntas le llevan a la duda, que han dado lugar a muchos ateos pero la religión, o las religiones, tienen respuestas adecuadas para ello. Por eso el índice de depresiones exógenas es menor en el creyente que en el no creyente, porque tiene un asidero. La creencia es un antídoto contra el dolor y el sufrimiento, una forma de supervivencia altamente exitosa, lo ha sido para la especie y lo es para el individuo. El no creyente, en tanto que ateo radical, no tiene ningún asidero, su sufrimiento puede ser infinito, pero sabe que siempre tiene abierta esa ancha puerta que es la del suicidio. Por otro lado, el saber o aceptar, porque no se puede saber nada con certeza, eso sería una contradicción del ateo, que es un escéptico, que nada tiene sentido quizás es también una forma de serenidad y, sobre todo, si uno tiene proyectos provisionales que llenan el absurdo y el sinsentido de la existencia. Porque es verdaderamente donde reside el sentido, en las pequeñas cosas, pero que, en el fondo son efímeras, pero su sentido se da en su misma existencia, no trasciende el tiempo. Lo que si es bien cierto es que los ateos de los que hemos hablado son muy pocos y ello es, en última instancia, porque no es una opción adaptativa triunfante. Provoca sufrimiento, depresión, angustia y, al final, muerte. Salvando las distancias, eso sí, de aquel que encuentra el sentido provisional de la provisionalidad de pequeños proyectos biográficos, pero siempre el abismo estará al acecho.

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