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Filosofía desde la trinchera

 

Más vale sufrir una injusticia que cometerla.

Es éste un viejo dicho socrático que podemos considerar uno de los fundamentos de la ética en Occidente. Una de sus más brillantes conquistas. Es una sentencia sobre la que podríamos meditar toda la vida. Pero mejor, es un imperativo moral que deberíamos cumplir durante toda nuestra vida. Es un camino hacia la perfección moral y forma una unidad con la compasión budista y al amor al prójimo de Jesús de Nazaret. En realidad son distintas formulaciones de un único principio. En los tres está de fondo la consideración de que el otro es un semejante, otro yo, por tanto un sujeto al que no se le puede instrumentalizar. No en vano nos encontramos en la época axial, que decía Jaspers, en la que hubo una revolución moral de la humanidad, cuyos tres máximos representantes son los que hemos citado más arriba. Esta revolución marca un salto cualitativo en el desarrollo histórico de la humanidad. Ahora bien, el descubrir un valor nuevo de perfección moral para la humanidad no implica su cumplimiento. Aquí lo teórico y lo práctico se separan totalmente. Por eso he dicho siempre que la filosofía (y la ética es la parte central de ella, su motivo de existencia, su justificación) es el saber más práctico que existe porque nos habla de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.

Pues bien, de esto es de lo que nos habla la sentencia socrática que nos marca el camino de nuestra perfección, la salida de la caverna moral en la que nos encontramos. Vamos a ver. Cometer una injusticia, sea del carácter que sea, es convertirse en un injusto, en un corrupto. Cometer una injusticia nos corrompe el alma, nos arranca un bocado de nuestro ser. Nos convierte, de paso, en un cobarde que no es capaz de enfrentar la justicia, ni su debilidad. Pero, además, cometer una injusticia nos hace esclavos de nuestra cobardía. Porque cometemos la injusticia por la debilidad de no ser capaces de ser justos. Y, ¿qué es ser justo? Pues obrar conforme a lo debido, conforme a la virtud. Si no se puede robar, no se roba. Ahora bien, si puedo robar impunemente y robo, soy injusto, soy un corrupto, un cobarde y esclavo de mis pasiones. Por el contrario, si frente a la adversidad, la posibilidad de robar, la impunidad, no lo hago y, por supuesto no me hago rico, ni me codeo con la clase alta, ni nada de esos supuestos parabienes, pues entonces he obrado justamente. He sido valiente, es decir, he sido fuerte. Mi acción ha vencido a la pasión, a lo fácil, al vicio. Me he perfeccionado. Entonces soy un hombre valiente y excelente. Es decir virtuoso. Porque en griego virtud (arete) es excelencia. Claro, por eso el objetivo de la educación griega, y en especial Sócrates, es la educación en la excelencia. Lo contrario de lo que ocurre en nuestra sociedad. Ésta, en general, y la educación, en particular, no fomentan, ni por asomo, la virtud, ni la excelencia, sino la mediocridad y el oportunismo. ¿Cómo podemos explicar sino, por ejemplo, la corrupción? Ésta existe hace décadas. No es nueva, ni nace por generación espontánea, se ha mantenido porque millones de votantes lo han consentido. Les recomiendo el libro de Javier Pradera, escrito en 1994 y publicado este año “Política y corrupción”. Es decir, que la ciudadanía ha cometido una injusticia, generalmente, no estoy diciendo todos, han votado la corrupción, por múltiples razones, que en última instancia, los llevaban a la comodidad y a no complicarse la vida y han renunciado a la justicia. Es decir, denunciar públicamente el sistema de corrupción en el que hemos vivido. Han sido esclavos, por eso no tienen libertad política. Eso nos enseñó Sócrates. De ahí su juicio y su muerte. Difícil camino de recorrer. Y si nos fijamos en la educación, y esa nefasta ley LOGSE-LOE, del partido socialista, lo que ha fomentado precisamente es la mediocridad. Si se puede promocionar con dos o tres asignaturas pendientes, si al final incluso la promoción es automática, porque lo que interesa es que el niño esté escolarizado hasta los dieciséis años, pues es muy fácil que el niño caiga en la pasión y el vicio de la pereza. Que no valore ni la enseñanza, ni al profesorado. Lo raro es que haya tantos estudiantes que no han caído en esa pereza que les llevaría al camino fácil de la injusticia. No se debe copiar, por ejemplo. Es una injusticia porque engañas a la sociedad y en concreto a tus compañeros de clase, que se han esforzado y no copian. Pues el que elige copiar, para empezar, no elige, sino que se deja arrastrar por el vicio de la pereza, en segundo lugar se corrompe, porque se hace débil y, en tercer lugar, provoca un daño a sus compañeros y a la sociedad en general. Lo mismo ocurre con el que falta el respeto a sus compañeros o a su profesor. Comete una terrible injusticia. Lo fácil es hablar en clase, molestar, no atender, jugar… lo difícil es atender, estudiar, colaborar con tus compañeros y con el profesor en el proceso de aprendizaje. Pero, no, el corrupto, elije la injusticia. O, al revés, por elegir la injusticia se hace corrupto. Se convierte en un cobarde y un mediocre, pierde un pedazo de alma, se deshumaniza. Porque aquí hay algo muy importante. Cuando se comete una injusticia, como el faltar el respeto, no sólo afecta al que comete la injusticia, sino que también, a la humanidad circundante contra la que se comete la injusticia. Porque en tal caso la injusticia lo que está haciendo es tratar al otro como un objeto, lo está instrumentalizando, no lo considera otro yo, un sujeto de derecho y de dignidad. Pero, claro, la injusticia siempre se vuelve contra uno. Al tratar al otro como un objeto pierdes tu humanidad. Piensen en la sombra alargada de la sentencia socrática, en ustedes, en la educación y en la sociedad. Nos queda un largo camino por recorrer.

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