Confianza
Confianza.
“Dios escribe recto con líneas torcidas.”
Albert Einstein
“Ábrete al milagro. El que no cree en milagros no es realista.”
David Ben-Gurión
Einstein concebía a dios en el sentido spinozista; es decir, panteísta. Hoy diríamos, panenteista. “Dios o naturaleza, naturaleza o dios.” Pero la unidad no elimina la diferencia. Es más bien una unidad esencial. O, dicho de otra manera, la ola es ola a pesar de ser océano: lleva el océano dentro. En esta frase Einstein utiliza una imagen de dios antropomórfica, cosa en la que él no creía. Pero tiene un sentido más hondo. La confianza es no dudar de la ley de la naturaleza, del orden cósmico superior. Orden que subyace al mismo mundo, que es el mundo, lo que hay y lo trasciende. Confiar en ese orden, es rendirse a él. Sería rendirse a dios o la naturaleza. Pero, para ello, es necesario confiar, que no es lo mismo que la fe ciega. Este tipo de fe genera fanatismo, superstición y, a la postre, violencia. Por el contrario. La confianza en el orden de la naturaleza es no forzar el orden natural, sus ciclos, sus cambios, su orden interno y externo,… Pero, claro, para ello tenemos que estar en consonancia con la naturaleza. Es decir, haber escuchado la voz de la ley de la naturaleza en nuestro interior. Dicho de otro modo, conocernos a nosotros mismos. Al realizar esta tarea descubrimos que no somos seres especiales; sino que somos un ser más de todo lo que hay. Una expresión o manifestación más de la Naturaleza, el Ser. Y entender esto es seguir a la ley natural, al Tao que no se ve, que diría el Taoísmo, o al Logos, que es lo común, que diría el gran maestro y sabio: Heráclito.
Este es también el sentido de la segunda sentencia sobre el milagro. No se habla de milagro en el sentido de salirse del orden, sino, de todo lo contrario, es el maravilloso orden del universo el que es un milagro. Cuando hablamos de milagro no es en sentido religioso; sino en un sentido más profundo que es el hecho de que todo lo que hay sea y eso que hay es el mismo orden, el mismo Logos, o Tao, o dharma,…da igual cómo lo llamemos; el caso es que ante ese orden nos quedamos maravillados y contemplamos su belleza y nuestra ignorancia. Y nos rendimos a él. Pero no caemos en la superstición. Buscamos explicación de ese orden a través del Logos, nuestra razón particular. Y aquí está lo maravilloso, el milagro. Nuestra razón, nuestro Logos, es el mismo que el Logos cósmico. El Tao que no se ve se hace manifiesto. Somos el Ser, o lo que hay, conociéndose a sí mismo. Somos el conjunto de átomos y partículas subatómicas que nos forman los que toman autoconsciencia de sí. Es un milagro, pero, cuidado, no es el Logos la única forma que tiene el Ser de conocerse. Hay diferentes grados de conocimiento. No es lo mismo el conocimiento objetivo de la física que el conocimiento práctico de la ética, o la acción ética propiamente dicha, ni es lo mismo todo esto, que el conocimiento de la belleza a partir de algo bello. El milagro es conocer la belleza a través de una puesta de sol, sin ser nombrada. También es milagro el conocimiento objetivo y científico de en qué consiste una puesta de sol y por qué vemos lo que vemos. Por tanto, reconocer el milagro de todo lo que hay es rendirse a la naturaleza, al “deus sive natura” de Spinoza y Einstein, a toda la belleza recreada por el hombre y la Ley que es el propio orden de lo que Hay.
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