21 de octubre de 2009
La sombra de Sócrates es alargada. Para entender nuestra civilización occidental tenemos que tomar como referencia dos pilares. Uno es Atenas, que expresa la tradición crítica y racional y el otro es Jerusalén, que nos transmite la tradición religiosa, concretamente el judeocristianismo. Sin estos dos pilares y lo que ello conlleva, añadiéndole lo que de novedad pudieron aportar el renacimiento y la ilustración, no podemos entender nuestra sociedad. Además hay que tener en cuenta que nuestra civilización occidental se ha globalizado y ese proceso comenzó, precisamente, en el renacimiento, para bien y para mal. Pues igual que los dos pilares se centran en dos ciudades, también los podemos concretar en dos personajes históricos, hasta, cierto punto enigmáticos y legendarios, que producen un giro radical en el pensamiento y en sus tradiciones culturales. Ambos personajes, a su vez, tienen sus semejanzas y sus diferencias. Y de ambas podemos aprender en la tarea de intentar comprendernos a nosotros mismos a través del estudio del origen de nuestra tradición. Me toca ahora hablar de Sócrates, haré algunas referencias a Jesús de Nazaret, a éste último, en su momento le reservaremos una reflexión a parte.
Cada vez que leo algo sobre Sócrates, o que lo tengo que explicar y exponer a mis alumnos encuentro al personaje mucho más seductor y en la misma media más incomprensible. Cada vez encuentro más claves en su quehacer filosófico para entender la realidad histórica en la que se encuadra su filosofía y, por otro lado, para entender mejor la realidad de la democracia en la que vivimos y sus defectos o imperfecciones. En Atenas nos encontramos con que se había desarrollado una democracia que implicaba el gobierno del pueblo. Era una democracia directa y asamblearia, las decisiones se tomaban directamente por los ciudadanos. Desde luego no era una situación idílica porque no todos los ciudadanos participaban y tampoco eran todos ciudadanos. Pero no vamos a entrar en estas disquisiciones que tienen que ver con la teoría democrática, de lo que hoy quiero hablar es de la personalidad filosófica de Sócrates y su influencia paradigmática para el resto del pensamiento. Los sofistas, a su manera, alimentan la democracia. Lo que podemos decir es que la democracia es la condición de posibilidad política de que se dé la filosofía o el pensamiento, porque la democracia implica la libertad desde la isonomía y la isegoría. Los sofistas inventan el arte del discurso, a esto le llamamos la retórica que consistiría, grosso modo, en el arte del discurso que pretende convencer, independientemente de la verdad de aquello de lo que se convence. Esto es muy importante y tiene que ver con la esencia de la democracia. Pero aquí precisamente, nos vamos a encontrar la tensión entre los sofistas y Sócrates, tensión que se mantiene en la actualidad. Es una tensión propia de la democracia. Hoy en día podríamos hablar de la tensión entre el político y el intelectual, o, incluso, entre el político profesional y el político en tanto que ciudadano y vocacional (el que quiere el bien de la polis, o el que se dedica a la política, como acabo de leer en frase de Vaclas Havel, por imperativo ético). Y es esta tensión a la que me quiero referir es la que da sentido a la vida y la muerte de Sócrates, pero que trasciende al propio Sócrates porque es una tensión de la democracia como forma de gobierno. Los sofistas inventan la retórica porque parten de un presupuesto filosófico de gran calado y de enorme actualidad. Los sofistas llegan a la conclusión de que el conocimiento es relativo, de que la verdad absoluta no existe, que la verdad, el bien y la justicia, dependen de circunstancias y momentos. Que la verdad, el bien y la justicia tienen más que ver con la utilidad y la conveniencia que con una correspondencia con algo real. Pues bien, este principio relativista es de enorme interés para la democracia porque este sistema de gobierno parte de la idea de que en democracia la verdad absoluta no está de parte de nadie, por eso es necesario e diálogo y el consenso. Por eso decíamos que la democracia es la condición política de posibilidad para que se desarrolle el pensamiento, porque éste último es diálogo. Y por eso decía también que la democracia y la sofística se necesitan mutuamente. Con ello quiero decir que los sofistas, que han pasado por ser los malos de la historia, debido al triunfo de la filosofía platónica a través del cristianismo, no son, en ningún modo, los equivocados. La democracia se desarrolló porque los sofistas la alimentan desde el relativismo. Lo que sucede es que el relativismo puede acabar radicalizándose, de tal forma que, paradógicamente, se convierte en un absoluto en el que la divisa es todo vale; y cuando todo vale, la verdad se basa en la imposición del poder. Es verdadero aquello que defiende el más poderoso. Pero la sofística, aún no degenerada, defendía, que el discurso retórico debía defender que la verdad, el bien y la justicia eran lo conveniente y útil en ese momento para la polis. Y es esto último lo importante. Una democracia saludable, parte del presupuesto de que nadie tiene la verdad y que por medio del discurso retórico podemos convencer a la ciudadanía de lo que es mejor para el bien común, la polis. Ahora bien, es fácil deslizarse de la retórica a la demagogia. Si el discurso retórico es el que marca que es lo que debemos considerar como verdadero, es fácil caer, y eso ocurre por las propias tentaciones del poder, en que lo verdadero es aquello que nos beneficia a nosotros particularmente, nos olvidamos entonces de la polis. Y es aquí cuando caemos en la demagogia, el intento de convencer a los demás para nuestro propio provecho particular, o en las democracias actuales, partitocracias, el beneficio del partido. Es decir, que la retórica que tiene a la base el relativismo tiene en sí mismo el germen de la demagogia; es decir, de la corrupción de la democracia en su propia esencia. Pero profundicemos un poco más en la retórica y la demagogia para poder entender el pensamiento socrático y su enfrentamiento contra los sofistas. La retórica es un discurso que intenta convencer a partir de argumentos racionales, si bien utiliza en el proceso de la argumentación, falacias (argumentos lógicamente incorrectos). Pero, en definitiva, estos argumentos están dirigidos a la razón. Ahora bien, la retórica también se dirige a las pasiones, en este caso la razón ya no juega el papel del filtro por el que han de pasar nuestras decisiones a la hora de elegir. Pues bien, una diferencia importantísima entre la retórica y la demagogia es que ésta última se dirige directamente a las pasiones pasando por encima de la razón. La cosa es de gran calado. Porque si bien, desde la retórica todavía se considera al ciudadano en cuanto tal, un individuo capaz de elegir libremente después de haber escuchado diferentes razones sobre un mismo asunto, en la demagogia, por el contrario, de lo que se trata es de convertir al individuo en masa. El asunto consiste en que la demagogia instrumentaliza al ciudadano, lo pone al servicio de sus propias pasiones. El discurso demagógico, al estar dirigido al corazón, es inconsciente, impulsivo, cambiante y gregario, recordemos el fragmento de la obra de Shakespeare Julio Cesar, cuando Marco Antonio convence demagógicamente a la ciudadanía de cosas distintas sucesivamente hasta que consigue que se rebelen contra el poder, fin que él deseaba por venganza y por poder. Y cuando los ciudadanos obedecen sólo a sus pasiones e intereses particulares entonces se convierten en esclavos de sus propias pasiones, pero resulta que éstas últimas están dirigidas por el poder, con lo que los ciudadanos se convierten en masa homogénea manipulable eficazmente.
Y es aquí en esta disyuntiva, que se repite en nuestras democracias, por muy distintas que sean a la griega, donde entra Sócrates. Es más, la demagogia en nuestras democracias liberales, formales y capitalistas cuentan con los medio más sofisticados para amplificar la demagogia y domesticar-esclavizar al ciudadano. Sócrates era ciudadano ateniense que desconfiaba de la democracia como posibilidad de ser un gobierno justo en la media en la que consideraba que la democracia, tal y como se estaba desarrollando no producía ciudadanos virtuosos, y una sociedad es políticamente saludable si se apoya en ciudadanos virtuosos. La virtud para loas griegos es política o pública. La virtud tiene que ver con ser un buen ciudadano. Para nosotros hoy en día existe una individualidad e intimidad que se rige por la ética de la cual sólo nosotros somos responsables, en parte esto se lo debemos a Sócrates y en parte esto tuvo que ver con su muerte. Pero para la Atenas democrática ética y política son una y la misma cosa. Es Sócrates el que va a abrir la brecha. Sócrates desconfía de los sofistas, no piensa que todo se pueda defender, ni piensa que no exista la verdad, el bien y la justicia. En todo caso lo que él piensa es que no los conocemos, que es distinto. Por eso Sócrates arranca de dos principios básicos, éticos y epistemológicos, que son la base de su filosofía y de la filosofía en general. El primero es la máxima del templo de Delfos, conócete a ti mismo y, la segunda, sólo sé que no sé nada. Sócrates, al contrario que los sofistas, considera que no sabe nada, salvo que nada sabe y a ese conocimiento ha llegado a través del estudio de sí mismo. Por tanto, no es que no exista la verdad, es que no la conocemos. El error del sofista es que no sabe que no sabe; y esto es lo que llamamos ignorancia. Frente a la retórica lo que propone Sócrates es el diálogo. La retórica presupone que no hay verdad, el diálogo presupone que no conocemos la verdad y estamos obligados, en tanto que ciudadanos libres, a buscarla conjuntamente, desde la razón. Sofistas y Sócrates coinciden en la ausencia de la verdad, pero los primeros optan por la retórica, la cual degenera en demagogia y anula al ciudadano, mientras que Sócrates apuesta por el diálogo. Ahora bien, el diálogo, que es la esencia de la democracia, presupone la existencia de ciudadanos libres y, por tanto, virtuosos; esto quiere decir que su interés es el interés de la polis. Ésta es una exigencia tremenda. Nada más y nada menos que Sócrates nos está diciendo que seamos libres, que pensemos por nosotros mismos y que sigamos a la razón, no a la pasión. Las pasiones por sí misma nos esclavizan y sirven como instrumento que el poder utiliza contra nosotros y la democracia. Aunque estamos en el marco de la democracia, los sofistas y Sócrates representarían formas muy distintas de entender la misma y practicarla. Porque no olvidemos que la democracia es práctica, una forma de vida. Lo que se podría seguir de Sócrates es que el modo democrático justo es el de la democracia asamblearia constituidas por ciudadanos libres con capacidad de dialogar siguiendo a la razón en pos de la verdad. Si esto no es posible, entonces no es posible la democracia. Algunos pensarán precisamente esto, por eso optan precisamente por las democracias formales y representativas que fácilmente se convierten en oligarquías partitocráticas. La exigencia de Sócrates es una exigencia ética. Y aquí entramos en el asunto de la condena de Sócrates. Éste último se declaraba el tábano de Atenas. Dedicó su vida a analizarse a si mismo, llegando a decir que una vida sin análisis no merece la pena de ser vivida. Pero también se dedicaba a analizar a los ciudadanos con los que se encontraba, por medio de su mayéutica, el arte de preguntar indagaba en el fondo de sus interlocutores llevándolos a contradicciones y al reconocimiento de su ignorancia e incluso a hacerles ver que estaban desperdiciando su vida cuando tenían la posibilidad de llegar a ser ciudadanos virtuosos, mientras que, al contrario, malgastaban sus vidas en el vicio, la corrupción, los placeres, el interés particular, las riquezas, el éxito, y olvidaban lo que únicamente merecía la pena, la virtud. Por eso se consideraba el tábano de Atenas, porque aguijoneaba las consciencias de sus conciudadanos. Por supuesto que esto no podía tener un buen final. Sócrates estaba minando las bases de la sociedad ateniense, de la misma manera que hizo Jesús de Nazaret. Ambos sabían a lo que se enfrentaban, pero tenían que ser coherentes y consistentes y esto les llevaría a la muerte. Pero en ambos casos la muerte es un acto pedagógico más. Una exigencia del guión de su propia existencia, una consecuencia inevitable de su pensamiento. Por eso podemos hablar en ambos casos de un suicidio voluntario.
Sócrates es acusado de impiedad y corrupción de la juventud, crímenes que por sí solos lo podrían llevar a la pena capital. Las acusaciones no tienen fundamento real, pero sí justificación filosófica y política. Sócrates era un personaje molesto para el poder y había que callarlo como fuese, era un crítico, un inconformista, un heterodoxo, un hereje, un disidente. Es decir, alguien que está en el polo opuesto del poder. Se le quería dar un escarmiento. Pero Sócrates será consecuente, no quiere escarmientos, quiere seguir siendo filósofo-ciudadano hasta el final. La base de la acusación, en definitiva, la encontramos en que Sócrates era un personaje peligroso para la democracia-demagogia según la venían entendiendo los griegos. Sócrates decía que tenía un dios particular que siempre le había dicho lo que tenía que hacer y decir. Esto es muy importante porque lo podemos entender como la voz de la conciencia o, como dirá Hegel, el surgimiento de la eticidad. En realidad Sócrates lo que está diciendo es que él, en tanto que ciudadano y hombre libre sólo obedece su ley (ética), aunque en su caso coincide con la ley de Atenas. Pero, claro, esto es romper la unidad griega entre ética y política. Por eso, de alguna manera, igual que sucede con Jesús, los griegos tiene razón al condenar a Sócrates. Los dos personajes están socavando los cimientos de su sociedad. Están dando alas a una nueva forma de entender al hombre. Su muerte, como dirá Hegel, no es conmovedora, sino trágica. En definitiva, la vida de Sócrates tiene que ver con la democracia y su viabilidad. Si ésta no se apoya en ciudadanos libres se convierte en demagogia y entonces la salida es la platónica: los hombres no pueden gobernarse a sí mismos porque no saben, es necesario el gobierno de los sabios, es decir, un gobierno autoritario.
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