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Filosofía desde la trinchera

 

 

                                   27 de octubre de 2009

 

                        Muy bien, de nuevo, el artículo de Jesús Sánchez Tortosa. Desde que leí su libro, El profesor en la trinchera, además de la analogía con el título de mi obra, he encontrado siempre una sintonía de pensamientos, lo cual me alegra, porque aleja a uno de la soledad intelectual en la que a veces cae, que le hace pensar, al estar tan sólo, si es que no ve las cosas demasiado deformadas. Pues, no, muchos otros, llegan a las mismas conclusiones por caminos diversos.

 

            Considero, como Jesús Sánchez, que nuestras democracia, que se suelen llamar liberales, o mejor, neoliberales, no son tales; sino que podemos denominarlas partitocracias oligárquicas. En realidad los que gobiernan son los partidos y dentro de los partidos la democracia brilla por su ausencia, lo que se da es, precisamente, una lucha de poder. Ahora bien, tal y como están organizadas estas democracias son imposibles sin el apoyo del poder económico; de ahí lo de la oligarquía. No se puede concebir un partido sin financiación y sin control de los medios de producción. Esto queda muy bien analizado en la obra El desgobierno de lo público, la financiación de los partidos viene por tres medios, la subvención estatal, la militancia, (cada vez más escasa) y las donaciones privadas. Sin estas últimas no existirían los partidos mayoritarios. Es imposible mantener la estructura de un partido sin una gran cantidad de fondos. Ya lo decía Ibarra riéndose de los de UPyD, “no saben estos el dinero que hace falta para montar un partido con opciones serias de gobierno u oposición” lo peor de todo es que este señor lleva razón y admite, entonces, desde dentro mismo de la democracia, la violencia contra la misma. Si la supervivencia de los partidos procede del crédito económico ocurren dos cosas igualmente graves. La primera es que se viola el principio de igualdad. No todos tienen las mismas oportunidades, las ideas políticas están compradas por el dinero. Es más, lo que ha ocurrido es que los partidos se han desideologizados. Los partidos con opción de poder o gobierno son, ideológicamente planos y grises. No interesan las ideas, interesa el poder. Lo mejor es que las ideas no sean más que el pensamiento hegemónico o dominante, el neoliberalismo que forma las conciencias hedonistas, individualistas y consumistas, que no tienen la posibilidad de pensar más allá de sí mismo, con lo que por este otro lado también queda la democracia amenazada, en la medida en la que no existe salud democrática. Para que exista tal es necesario la salud pública de los ciudadanos, es decir, que estos sean virtuosos. Pero el sistema ya se ha encargado bastante bien, de que el ciudadano sea tal y se convierta en una marioneta. De modo que lo primero que se conculca con la financiación privada de los partidos es la igualdad; como vivimos en una partitocracia existe una desigualdad de fondo o de partida que es de origen económico, la cual crea a su vez una falsa conciencia en los ciudadanos, de tal forma, que estos ya no son capaces de contemplar lo público. La segunda consecuencia antidemocrática de la financiación privada de los partidos es la corrupción. Si los partidos son financiados por los que tienen el poder económico, entonces, resulta que, inevitablemente, están sujetos a los intereses de este poder. La corrupción, no es algo que nos tiene que extrañar, es, por el contrario, algo absolutamente normal en las estructuras de nuestra democracia. Y, además, sospecho que esta situación a la que hemos llegado, no es algo casual, sino que tiene sus motivos. Hay un interés de fondo, en la construcción de las democracias liberales, de tal manera que, aparentemente se gobierne para el pueblo, pero, en realidad, se gobierna para una élite rica. Claro, la corrupción dentro de los partidos políticos trae otra consecuencia importante. Si los miembros de los partidos participan de esta corrupción resulta, entonces, que ya no son los modelos de valores que el político debía ser. La democracia es el gobierno del pueblo, pero como éste no puede gobernar directamente elige a sus representantes, los cuales han de ser los más excelentes. Pero, como venimos analizando, la estructura de las democracias liberales, lo que vienen garantizando es precisamente lo contrario. El que triunfa, el que está más arriba, es el que tiene más ansia de poder, el más corrupto, de entrada acepta el sistema que es en sí corrupto. Por eso, para revitalizar la democracia habría que aplicar una serie de revisiones técnicas que eliminarían la corrupción y de paso, eliminarían el elitismo de la clase política y la connivencia entre el poder político y económico. Una de las medidas sería la eliminación de las subvenciones privadas, otra la creación de listas abiertas, otra la democratización seria y a fondo de los partidos políticos, otra, la eliminación de la profesionalidad de la política a nivel local y regional. No es mucho, la verdad; pero sí es demasiado, porque el poder ejecutivo, que es el que tiene la posibilidad de cambiar las leyes, no lo hace.

 

            Lo que yo pienso es que hay que recuperar el espíritu filosófico de la democracia que se recoge en el texto de Isócrates, que dice:

 

            «Para decirlo en una palabra, aquéllos [Solón y Clístenes] habían determinado que el pueblo, como un tirano, debía establecer los cargos públicos, castigar a los infractores y resolver las disputas, y que los que fueran capaces de mandar y hubieran adquirido unos medios de vida suficientes, se ocuparan de los asuntos públicos como si fueran sus servidores y que, si llegaban a ser justos, fueran aplaudidos y se conformaran con este honor. Además, que no alcanzaran disculpa alguna caso de gobernar mal, sino que cayeran en las mayores penas. Por eso ¿cómo se podría encontrar una democracia más firme o más justa que la que ponía a los más capacitados al frente de los asuntos y hacía al pueblo señor de ellos?»

 

            Si nos damos cuenta el poder del pueblo está por encima del gobernante, debe ser su tirano. También esto es un peligro, porque si la democracia se convierte en demagogia, que era lo que Sócrates y Platón pensaban, el gobierno del pueblo se convierte en el gobierno de los ignorantes, una tiranía individualista e interesada, basada únicamente en las pasiones. Pero lo que señala el texto, y lo que señala Pericles también, en su oración fúnebre es que la democracia es el gobierno del pueblo que garantiza la isonomía y la isegoría. Ahora bien, esto no implica que la democracia no fomente la excelencia y que los que ocupen los puestos más altos en el poder en las diferentes administraciones sean, precisamente, los más excelentes.

 

 

                                   27 de octubre de 2009

 

 

            Hablé ayer de la lectura e hice una crítica al poder cuando este pretende crear un plan de fomento de la lectura, lo que a mi me parece hipócrita, porque, en definitiva, el poder persigue la ignorancia. Y esta reflexión que hice me recordó tres lecturas que hice este verano, que no eran libros estrictamente de filosofía o ciencia o historia o teoría política y ética, que es lo que suelo leer, algo de literatura también, pero ahora no tengo demasiado tiempo. Me permití el lujo de hacer estas tres lecturas en verano y ha sido de lo mejor que he leído últimamente que no tenga que ver con los ámbitos que he citado antes. La primera obra se titula Los huesos de Descartes, es una obra entre la novela negra y el ensayo histórico filosófico. De lo que se trata es de seguir la huella de los huesos de Descartes desde Estocolmo a París, y sobre todo, del cráneo que se extravió en este viaje. Paralelamente se va haciendo un recorrido de la influencia de Descartes en la modernidad; es decir, en nuestro mundo. Con Descartes nace una nueva forma de conocer el mundo, de relacionarse con él, de pensar y de actuar. Con Descartes nace también la ciencia moderna. Es el inicio de la secularización que culmina en el siglo de las luces. Los epígonos de la obra de Descartes son la posmodernidad. Este desarrollo es tremendamente interesante para saber quienes somos y de donde venimos y porqué nos encontramos en la situación en la que estamos.

 

            La otra obra es La familia Wittgenstein. Es una biografía de la familia de los Wittgenstein, una de las más ricas y cultas del primer tercio del siglo XX, además perfectamente encuadrada y ambientada en la Viena de principio de siglo. Una familia de nueve hijos, tres de los cuales, varones, se suicidan, los dos últimos son auténticos genios: Ludwing es uno de los filósofos más influyentes del siglo XX, a la par que uno de los hombres más raros y atormentados. Por su parte Poul es un prestigioso pianista que se tuvo que adaptar a tocar el piano con la mano izquierda, la derecha la perdió en la primera guerra mundial. Las obras de piano para ser tocadas con la mano izquierda de los grandes compositores del siglo XX estaban compuestas especialmente para Poul Wittgenstein. El libro es tremendamente realista, describe a cada uno de los personajes con sus grandes virtudes y defectos, las luchas entre ellos, el ambiente extremadamente erudito y estético de la familia de los Wittgenstein, la pasión de toda la familia por la música, la locura que roza, junto con la genialidad, a la mayoría de ellos. Las tremendas y delicadas situaciones en las que se encontraron en la gran guerra y después. El devenir de la familia que no es más que la historia de la extinción de una extirpe de la que actualmente solo queda uno, un prestigioso matemático, hijo de una de las hijas de Poul, y sin descendencia.

 

            Y la última obra, impresionante, y literariamente la mejor con diferencia, es la de Stephan Zsweg, un dramaturgo Vienes de la primera mitad de siglo, El mundo de ayer. En esta obra se hace un recorrido sobre la última parte del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. Lo llamativo es, quizás, la cierta semejanza con el momento actual que vivimos. La cualidad fundamental que el autor ve, hasta el comienzo de la Gran Guerra, es que el mundo en el que se vivía es un mundo de seguridad, en la que se pensaba que nada cambiaría, que todo iba progresando hacia mejor, que estábamos en el mejor de los mundos posibles y, encima, progresábamos, no se veía ningún peligro en el horizonte. El sentimiento, casi innato, era el de la seguridad. Pero pronto todo aquello comienza a desquebrajarse, comenzando por la primera guerra mundial, siguiendo con la gran depresión económica, y culminando, como consecuencia de ésta, con la segunda guerra mundial. Éste es el primer gran periodo de barbarie del siglo XX. Cuando todo estaba seguro nos quedaba por ver, todavía, a los infiernos a los que podía llegar el hombre. Una obra imprescindible para entender el siglo XX, aunque sea una autobiografía intelectual. Sólo por la belleza con la que está escrita merece la pena ser leída, por el deleite estético, en suma.

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