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Filosofía desde la trinchera

 

 

                                   01 de diciembre de 2009

 

            Comento aquí el nuevo artículo del señor Juan Carlos Rodríguez Ibarra que apareció el 30 de Noviembre de 2009 en el diario El País. De nuevo el expresidente hace una defensa, a mi modo, acrítica de las nuevas tecnologías de la información y esta vez las relaciona con el progreso. Y, de pasada, les da un rapapolvo a aquellos que son críticos con la introducción masiva de las nuevas tecnologías de la información en la enseñanza como panacea para resolver la mayor parte de los problemas de la educación. Son tres temas entre sí íntimamente relacionados y que requerirían un estudio a parte cada uno y pormenorizado. Pero quiero aquí comentar brevemente la ideología que subyace al expresidente extremeño.

 

            En primer lugar, es un hecho que las tecnologías de la comunicación se han implantado universalmente; pero ello no implica, en principio, ningún progreso moral y política de la humanidad de forma causal o automática. Es decir, que el progreso de la tecnociencia no lleva aparejado un progreso moral y político de la humanidad. Y esto es algo claro desde la crítica que el ilustrado Rousseau hizo a la idea de progreso, demasiado optimista, de la ilustración. Hay que separar el progreso tecnocientífico del progreso ético político. La ilustración produjo un gran progreso, como conquista de la humanidad, en el ámbito ético político y éste consistió en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, la revolución francesa y la revolución americana como conquistas de la democracia. Ninguno de estos logros ético-políticos tiene ninguna relación directa con el desarrollo tecnocientífico. Es más, desde entonces para acá ha habido un tremendo desarrollo de la ciencia y la tecnología, que han permitido la transformación de las artes de la guerra, por un lado, y la mundialización de la información por otro, (con lo cual se aumenta la posibilidad de engaño); y, sin embargo, ha habido, y los hay, retrocesos ético políticos de gran calado, como son los totalitarismos del siglo XX y los exterminios a los que todavía podemos asistir en nuestra sociedad globalizada, en virtud, de los medios de comunicación y de sus nuevas tecnologías. El avance ético político es independiente y requiere de la participación de la sociedad en su conjunto. Con ello quiero decir, que requiere de que las democracias no se corrompan y no se devalúen, de tal manera que no se caiga en la partitocracia oligárquica y que el ciudadano siga siendo ciudadano. Permítame, señor Ibarra, esta perversión en la esencia misma de la democracia que exige la autonomía y libertad del ciudadano, empezando por los políticos y lo que ocurre en el interior de los  partidos políticos, es un hecho constatado por gran parte de los especialistas en la teoría de la democracia y que los políticos no quieren reconocer por dos razones. Primera porque no les interesa para poder seguir ostentando el poder y porque sería necesario una transformación radical de los partidos. Y, en segundo lugar, porque los políticos viven casi en un estado delirante en el que abandonan a su suerte a los ciudadanos y se dedican a la lucha por sus intereses particulares; es decir, los de sus partidos.

 

            En segundo lugar, toda transformación de la tecnología conduce a una transformación de la sociedad. Con ello quiero decir algo que también es bien sabido entre los expertos y que el señor Ibarra, como muchos políticos, olvidan. Me refiero al hecho de que la tecnociencia no es neutral. El desarrollo tecnocientífico está cargado de valores y, además, introduce cambio en los valores de la sociedad. En primer lugar, cuando se cree en que el desarrollo tecnocientífico es neutral (exento de valores) y además, autónomo, es decir, que obedece al desarrollo de leyes internas al mismo proceso tecnocientífico, entonces, lo que sucede, en principio, es que se es muy ingenuo y no se conoce, para nada la historia de la ciencia y de la tecnología. En segundo lugar, se participa de una ideología que es la del progreso asaciada a la idea del imperativo tecnológico. Me explico brevemente. Cuando se defiende el progreso de la ciencia de forma acrítica; esto es, suponiendo que de por sí es una bondad, se está cayendo en una secularización de la idea de progreso. Es decir, la idea de progreso tecnocientífica ha sustituido a la idea de progreso de la humanidad en el sentido de la redención con un fin escatológico en el que se alcanzaría la justicia universal y la humanidad quedaría redimida de todos los males. Pues bien, esto es un mito de la religión secularizado. Y defenderlo no es nada racional; sino, en cambio, una creencia, una nueva religión. La tecnoreligión o el digitalismo escatológico. Llamémoslo como queramos. Pero el problema de asumir el progreso como una creencia lo que conlleva es la ausencia de crítica racional desde el ámbito de la ética y la política. Puesto que el desarrollo tecnocientífico transforma la sociedad y también es debido a transformaciones sociales, hay que abrir el espacio a la posibilidad de la crítica. En caso contrario perdemos nuestra libertad. Y ésta es otra idea que subyace al mito del progreso. Lo que se ha venido en llamar el imperativo tecnológico. Esta idea tiene a la base una concepción determinista de la historia en la cual el progreso de ésta viene directamente determinado por el progreso de la tecnociencia, entendiendo ésta como neutral y autónoma, con lo cual al hombre sólo le quedaría plegarse a las transformaciones sociales que el desarrollo determinista e independiente de la tecnociencia produzcan. Es decir, se renuncia a la libertad y a la posibilidad de acción política. Volvemos a caer en la superstición, como antes de la ilustración. En éste caso, los designios de la historia venían marcados por la voluntad de dios y había que resignarse porque al final se nos prometía un mundo justo y feliz. Ahora caemos en la superstición de la religión de la tecnociencia. Y, de la misma manera que en las otras religiones, renunciamos a una de las mayores conquistas del hombre que es la de la libertad. Que, además, no tuvo nada que ver con ningún desarrollo tecnocientífico. Es más, éste puede desembocar en pérdida de libertad.

 

            Y entro en la tercera crítica relacionada con la idea de la educación y las nuevas tecnologías en la que participa el señor Ibarra, junto con muchos otros progresistas, que a mi me parecen snobs, no auténticamente progresistas. Para mi, el progreso, tiene que ver con la lucha por la igualdad, la libertad y la fraternidad, no con la instauración de ordenadores, sin ton ni son, en los institutos y ahora en las escuelas de primaria. (Aviso de que no soy ningún tecnófobo. Uso las nuevas tecnologís desde hace quince años, para mi trabajo personal y para la enseñanza, pero no participo del optimismo acrítico y pseudoprogresista de Ibarra). Y enlazando con el apartado anterior hay que decir lo siguiente. Uno de los valores que se exigen a la educación hoy en día, tanto a la secundaria, como ahora abundando en él con el plan Bolonia, es el de la adaptabilidad. El objetivo omnipresente de la educación es que el estudiante debe conseguir, por medio del proceso de educación, adaptarse a la sociedad, llamada del conocimiento, lo dudo, que está en continuo cambio y transformación. Qué duda cabe que el ser humano debe adaptarse a los cambios culturales, y que los cambios hoy en día son más rápidos que nunca. Aunque aquí también hay mucho mito y negocio (masters) de por medio. Pero no todo puede ser adaptabilidad. En tal caso estaríamos renunciando a la posibilidad de la crítica del ciudadano a la sociedad en la que vive. Y los cambios sociales, como dije más arriba, no sólo se producen por el desarrollo tecnocientífico; sino por ideas éticas y acciones políticas derivadas de éstas. No tenemos que estar obligados a aceptar el mundo que se nos ofrece. A lo que estamos obligados es a la transformación del mismo desde nuestra actitud crítica y como ciudadanos. La aceptación del mundo que se nos ofrece no es más que una mordaza al ciudadano. Es hacerle participe de un pensamiento hegemónico que ha caído, el neoliberalismo. Nada de socialismo digital, como utópicamente dice el señor Ibarra. Y ese neoliberalismo tiene una idea a la base que es la del crecimiento ilimitado. Y créame, señor Ibarra, el crecimiento mata. Y sino eche un vistazo a la historia del siglo XX y principios del XXI. Hay una última alusión al concepto de autoridad que hace usted y que a mi me parece bochornosa. Viene usted a decir que los alumnos están cansados y hartos de tomar apuntes en las clases magistrales, cuando sólo con un clic de ordenador tendrían una información infinitamente más amplia que la de cualquier profesor. Y enlaza a los críticos de la utilización de las nuevas tecnologías en los centros educativos con aquellos que defienden la autoridad. Y en su argumento se desliza que, puesto que en Internet hay más información, en el ordenador habría más autoridad. Creo que esto es una idea ingenua, peligrosa y una falta de respeto a los funcionarios y profesionales de la educación. No se puede confundir la información con el conocimiento; ni, por supuesto, con la autoridad. El conocimiento requiere de un orden causal y explicativo que la información por si sola no puede dar. La información ordenada argumentativamente produce el conocimiento que es siempre conjetural. Mientras que no se adquieran las destrezas de la argumentación, en primer lugar, y los conceptos básicos de las disciplinas, seremos incapaces de transformar la información en conocimiento. Nadie va a negar la información ilimitada de Internet, pero todo el mundo sabe que ahí no hay conocimiento. El alumno que entra en Internet sin los conceptos básicos y sin la capacidad argumentativa, es como un elefante en una cacharrería. Y, por último, lo de la autoridad. Vamos a ver, la autoridad tiene que ver con la excelencia (virtud: areté en griego) y es algo que se conquista por el esfuerzo, la disciplina (aprendizaje, ejercicio continuado) y se desprende del que la tiene. Pero no todo profesor, por el hecho de tener conocimientos tiene autoridad carismática, aunque tenga excelencia. Por ello son necesarios arbitrar los mecanismos institucionales para que el profesor sea una persona de autoridad. Y, para ello, hay que fomentar su prestigio, y esto es una medida política barata, no hacen falta más ordenadores, que son caros y se quedan obsoletos, además de ser víctimas del atropello juvenil. La autoridad del profesor es la que permite el aprendizaje por mimesis, por contagio e imitación. El profesor excelente, con autoridad moral e intelectual ama su disciplina –y el carácter ético de la educación: hacer mejor al hombre, hacerlo libre y autónomo- y transmite ese amor, ese impulso ético a sus alumnos. Por supuesto, también utilizando las nuevas tecnologías. Pero lo uno no sustituye a lo otro. Pero para que esto sea posible hay que acabar con otro mito: la democratización de la enseñanza. La enseñanza debe partir de la igualdad de oportunidades para fomentar la excelencia y el mérito. La democratización de la enseñanza es la pérdida de la excelencia y de la virtud. Pero esto es otro tema.

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