28 de diciembre de 2009
La familia y la educación
La sacrosanta familia. Ahora salen los obispos a defender a la familia cristiana apostólica, católica y romana. La familia es un engendro cultural de coacción. Un sistema de control alimentado por la superstición de la iglesia y basada en el poder de coacción de los sentimientos. Vamos a ver, el hombre es un animal cultural. Y es cultural en tanto que es animal. Su animalidad, su carácter estrictamente biolóico lo condiciona culturalmente. He defendido aquí y cada vez estoy más convencido de ello,un naturalismo radical, aunque emergentista, que nos lleva a la reducción de la cultura a la naturaleza. No a una reducción como identificación, esto sería eliminar el emergentismo, pero si una reducción explicativa. Sucede que el hombre es cultural porque éste es su instrumento para poder sobrevivir. Ha inventado diferentes formas de cultura que son las que le han garantizado su existencia. Estas formas culturales tienen una serie de universales como son el pensamiento mítico y el pensamiento religioso que se funda en éste. Ambos tienen su base en la propia estructura del cerebro. El hombre es un animal mítico y supersticioso por su propia naturaleza. De modo que venimos diciendo que la familia es una construcción cultural. Y es verdad una cosa, que la familia es una construcción cultural que garantiza la supervivencia. Ahora bien, existen múltiples formas de organizarse familiarmente. Ninguna de ella resuelve los problemas de la relación entre los hombres, porque en realidad es imposible resolver plenamente el problema de la sociabilidad humana, por aquello que ya sabemos del fuste torcido de la humanidad. El hombre es un animal social, pero no es absolutamente social. O su comportamiento social no viene plenamente determinado o cerrado genéticamente, se cierra por medio de la cultura. Ahora bien, en la condición natural del hombre a la par que la sociabilidad tenemos la insociabilidad. El hombre es un ser sociablemente insociable. Todo lo que constituye la cultura, ética, política, religión, etc. es un intento de resolver esta brecha que existe en nuestra propia naturaleza. Con ello queremos decir que nunca tendremos una forma de organización social perfecta y, con ello, tampoco tendremos una forma de organización familiar perfecta. Y en eso estamos. Ahora bien, lo peor es cuando una de las formas de organización de la familia, es decir, de las relaciones con parentesco de sangre, se erige en la única y la verdadera. Hasta aquí podríamos llegar. En nuestra civilización occidental ése papel le ha correspondido a la familia cristiana que tiene su origen en la judía y su religión. Pues precisamente ésta es la crítica que comencé al principio y que voy a seguir ahora una vez que he demostrado que la organización familiar, cualquiera que sea, es necesaria como mecanismo de adaptación.
El origen de nuestra familia patriarcal se encuentra en el neolítico. Con éste llegó la vida sedentaria con motivo de la domesticación de animales y plantas: la agricultura y la ganadería. Ahora bien, esta situación produjo una división del trabajo. Las mujeres se dedicaron a las tareas del hogar complementadas con las agrícolas y a los hombres les correspondió las tareas de la defensa, la caza y la agricultura. Esta división del trabajo creó una división de fuerzas y, por ello, de privilegios. Los privilegiados eran los hombres que eran los fuertes y los que estaban al cuidado del poblado y de los vástagos. Esta situación de privilegio se convirtió en una situación de poder y dominio que vino justificada por los mitos y la religión. En nuestro caso, el análisis del génesis es muy claro. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y a la mujer la creo para el hombre. La mujer es, ontológicamente, un ser de segunda. Creado del hombre y para el hombre. Los dioses, repárese en esto, del neolítico entre los que se encuentra el dios judeocristiano, son dioses de la guerra y de la violencia. Dioses vengativos. Dioses creados para las necesidades del momento. Estos dioses son guerreros, dominadores, son varones. Las mujeres son seres de segunda, mediaciones. Están al servicio de estos dioses vengativos y crueles. De modo que los mitos y la religión vienen a justificar las relaciones de dominio. Ya sabemos que el hombre crea a los dioses a su imagen y semejanza y como justificación de su estatus quo. Hasta que no aparece el pensamiento crítico no aparecerá la posibilidad de crítica y, con ello, surge la libertad y la dignidad. Y desaparece la obediencia ciega al poder basado en el dominio del fuerte. Y este hecho es el que se introduce con el logos en Grecia.
Pues bien, la estructura de la familia cristiana y occidental, en términos generales, hasta el siglo XX, está basada en esta división del trabajo y en las relaciones de poder y dominio que ello conlleva, amparados en el mito, la religión y la ideología política (teocracias) que lo sustentan. La situación de la familia en estas circunstancias es la del poder y abuso del hombre sobre la mujer y sobre los hijos. La mujer debe obediencia y sumisión al varón. Los hijos pertenecen al padre que es, realmente, el que tiene la patria potestad. La situación es la de un desequilibrio de poder. Es una relación de injusticia –falta de equidad- y de sumisión. Pero claro, esta relación injusta necesita de una ideología y una religión que la sustenten. Y ésta es la religión cristiana y la política que la ampara. El cristianismo ha creado los fundamentos teológicos que cimentan esta relación de poder, por un lado, y la ética basada en una situación de perversión de los sentimientos apoyados en el sentimiento de culpa y de deber y, en última instancia, en la resignación y el resentimiento. Y estos son los fundamentos que han hecho posible esta perversa relación de dominio del fuerte sobre el débil. El varón sobre la hembra y ambos sobre los hijos, siempre estando por encima el varón. El daño material y moral que esto ha producido durante siglos es inmenso. La mujer ha estado siempre sojuzgada, su comportamiento se debe reducir a la sumisión y la obediencia ciega. Los hijos deben obediencia eterna y agradecimiento. La falta contra los padres es inefable. Es un mal horrendo, porque es la falta contra los que te han dado la vida, en última instancia dios, claro, por tanto, la obediencia es eterna igual que el agradecimiento. Esto crea una situación de asimetría y de dominio en la que se establece un chantaje de los sentimientos y una educación que está dirigida, absolutamente, a anular la voluntad. La familia es un mecanismo de supervivencia que lo que hace es crear replicantes que se comporten en la vida adulta de la misma manera. El chantaje emocional es perverso. La desobediencia es la soledad. Lo que fomenta la familia es el gregarismo, eso es lo que surge de la obediencia y el respeto ciego, sin posibilidad de crítica, a los padres, frente a la libertad. La familia, como mecanismo de clonación cultural que debe garantizar la supervivencia de los vástagos, para que a su vez se autorrepliquen, tanto en el sentido biológico como cultural, lo que hace es extirpar la voluntad. Por eso el modelo de la familia cristiana del que procedemos lo que intenta es extirpar la voluntad por medio de la coacción de los sentimientos. Esto produce una perversión de los sentimientos que nos lleva al gregarismo. Y, de rebote, lo que se produce es un individuo borrego capaz de obedecer a cualquier poder de la sociedad. Porque es un individuo sumiso en el que se ha extirpado la libertad y la dignidad, fomentando el miedo y la resignación. Se ha creado un esclavo obediente de forma automática. Alguien incapaz de pensar y actuar por sí mismo.
Vamos a ver, como ya hemos señalado, la familia es una estructura cultural necesaria para la supervivencia del hombre. Pero hay que terminar con el modelo tradicional en el sentido de que sea el único y el verdadero. Los hijos, por el hecho de ser hijos, no deben ni obediencia ni respeto ciego al padre. La relación entre padres e hijos, por otro lado, es asimétrica. No podemos caer aquí tampoco en la pedagogía progre de que el hijo es un amigo. Eso es imposible. El padre representa la autoridad y sanamente no hay amistad con la autoridad, hay obediencia sin cuestión durante un tiempo y cuando se llega a la madurez la posibilidad de crítica y el respeto mutuo, no sólo del hijo con respecto al padre, sino de ambos. Puesto que en el desarrollo ha ocurrido algo importante, el hijo ha alcanzado la mayoría de edad. Debe ser libre y autónomo. La educación de los padres con respecto a los hijos tiene dos pilares: el afecto de los primeros sobre los segundos y la autoridad. Tanto el afecto como la autoridad van del padre al hijo en el principio de la vida. Pero la autoridad debe ir dirigido a moldear la voluntad, no a extirparla. Por eso el afecto es importantísimo. El hijo tiene que ser feliz. Pero debe aprender que su felicidad también depende de la obediencia. Pero, poco a poco, la autoridad, con la adolescencia, debe ir transformándose en que el hijo debe alcanzar la autonomía; es decir, que la autoridad tiene que ir saliendo de él. Su comportamiento, hasta ahora, heterónomo tiene que hacerse autónomo. El padre debe guiarse por el afecto. Debe querer lo mejor para el hijo, y lo mejor es su libertad y su autonomía. Si no es así estamos confundiendo amor y afecto con posesión y obediencia ciega y entraremos en la dinámica del chantaje emocional. En la familia siempre habrá tensión, por lo que dijimos de nuestra doble naturaleza, o lo del fuste torcido de la humanidad. Pero hay que ilustrar la familia. Convertirla en un mecanismo, no de clonación autorreplicante, sino de singularidad, libertad y dignidad. Y hay que tener en cuenta que vivir en libertad es lo más difícil para el hombre. Y educar en la libertad es la forma más difícil de pedagogía.
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