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Filosofía desde la trinchera

            Leo en una entrevista a un político local en un nuevo periódico que la tarea más noble a la que se puede dedicar uno es a la política. Que se me perdone, pero con la que está cayendo y con la crisis de la democracia en la que vivimos esto es unas auténtica barbaridad. No sé si es cinismo político o autoengaño. Pero no voy a hacer argumentos ad hominen (falacias) si no que voy a argumentar la falsedad, ambigüedad y el cinismo de dicha sentencia. En primer lugar, por el principio constitucional de igualdad no creo que existan tareas más nobles que otras. Toda sociedad es un conjunto de interrelaciones que se necesitan las unas a las otras. No sé porqué un basurero realiza una tarea menos noble o digna (hay una sinonimia entre ambos términos) que un alcalde, médico o profesor. La nobleza y la dignidad residen en la persona, no en la actividad que realizan. Si uno se confunde con su actividad deja de ser hombre y se convierte en una caricatura, como ya nos recordase uno de los hombres más lúcido y libre de España: Miguel de Unamuno. Primero somos personas, después ciudadanos –que no se puede ser sin ser personas- y, por último, desempeñamos una tarea en la sociedad, un trabajo que siempre, de una manera u otra, repercute en el conjunto. Confundir nuestro ser, que tiene que ver con la libertad y la dignidad, con la función que realizamos viola el principio de igualdad y se instala en una aristocracia rancia, no en la aristocracia de la excelencia: la de la virtud cívica que esa sí la defiendo yo. La excelencia es algo que se conquista con el esfuerzo, no se otorga por el puesto o cargo que se desempeñe. Confundir esto es caer en una sociedad aristocrático-elitista-arbitraria y, como consecuencia, dictatorial. Este es el argumento ético-político de base, que, por lo demás, no habría que recordárselo a ningún político, claro está, si estos fuesen los excelentes. Pero me temo que no es el caso.

 

            En un sentido originario, allá cuando surge la democracia en Atenas, sin caer en idealizaciones, porque esta democracia también calló en manos de los demagogos y no era tan perfecta como se nos cuenta, la política era la actividad más noble a la que el ciudadano (hombre libre, no cualquiera) se podía dedicar. Pero no se pueden sacar las cosas de su contexto. La ciudad en griego se dice Polis, al habitante de la ciudad con derecho a participar en la asamblea, es decir, el hombre libre: no los esclavos, ni los extranjeros, ni las mujeres, se las llama polities: políticos. El político es el hombre libre. Libre, en principio, porque no necesita del trabajo manual para vivir, sus esclavos y posesiones se lo permiten. Por ello, todos los ciudadanos griegos (hombres libres) son políticos y gozan de la isonomía e isegoría. Esto es, de la igualdad ante la ley y de la igualdad de palabra o del uso de la misma en la asamblea. Hay que hacer notar que, cuando surge la democracia en Atenas, la igualdad no es ontológica, sino de expresión (el logos, la razón es lo común) y de ley (el imperio de la ley: todos somos iguales con respecto a ella) Ahora bien, la actividad política es la que debe ejercer todo ciudadano en cuanto tal, es su deber, participar en la gestión de la cosa pública. El idiota para el griego es el que sólo se preocupa de sí mismo, no del bien común. Esto es considerado un tremendo vicio para la mentalidad griega. Sería interesante pensar lo que un griego diría del común de los ciudadanos de las democracias actuales que han convertido al ciudadano en un individualista hedonista que no es capaz de ver más allá de su puro placer inmediato. Pero el ejercicio de la política es el ejercicio de la excelencia, esto es, de la virtud pública, que en los griegos no se distinguía de la vida privada. La única que reviste importancia es la vida en y para la polis. Pero además, esta democracia reconoce, y aparece con claridad en la oración fúnebre de Pericles, que quienes deben gobernar han de ser los más excelentes. Los que mejor hayan cultivado la virtud, los ciudadanos ejemplares. Todo esto está muy lejos de la política actual.

 

            Las cosas han cambiado mucho, nuestras democracias no son asamblearias, ni directas, ni participativas, ni republicanas, con lo cual la virtud de los políticos es algo que se presupone. No hay relación entre política y nobleza o excelencia. Si bien es cierto que la intención de algún político en principio es la res pública, el ejercicio real de la política elimina esta buena intención de entrada por la propia estructura del poder establecido. La política moderna emana de Maquiavelo, y recomiendo que se lea “El prícinpe” de este autor. Maquiavelo rompe la relación entre ética y política con su principio de realismo político, concretado en su famosa sentencia de que en la praxis política el fin justifica los medios. La política moderna es una política maquiavélica, no en el sentido peyorativo del término, sino en el sentido del realismo político que separa ética de política, porque, aunque existan vínculos de unión, no son lo mismo como ocurría en los griegos. Vivimos instalados en democracias liberales representativas. Los representantes de los ciudadanos que ejercen su “libertad” en el momento del voto cada cuatro años son los partidos. Estos son los que administran el poder que los ciudadanos les otorgan. Ahora bien, es de todos sabido que los ciudadanos no votan por el programa, que nadie lee, que los políticos no cumplen el programa, cuando no les conviene. Éste es papel mojado. Los políticos, tanto en el parlamento, cono en la campaña electoral entran en una dinámica de lucha por el poder. La polis, el bien común, está muy lejos de su conciencia. Hay algunos argumentos tumbativos en este sentido. En primer lugar, la ausencia total de democracia interna de los partidos. Dentro de los mismos partidos existe una lucha implacable por el poder. El disidente es expulsado porque rompe la homogeneidad del pensamiento único. No hay diálogo dentro de los partidos, hay obediencia al líder carismático. Las elecciones no se realizan con listas abiertas que permitirían que el ciudadano vote al que considere más excelente, independientemente del partido. Las listas son cerradas, con lo cual se vota al partido y al lider (carisma: oscurantismo) no a las personas (excelencia) ni al programa. Los partidos se han encargado de que esto funcione así para que exista una clase, la casta política, que vivan de la política y no para la polis. Eso de la nobleza brilla por su ausencia. Por otro lado, dentro de los partidos existe la obediencia a la línea defendida por el líder: obediencia de voto. No existe libertad dentro del partido. Esta obediencia garantiza el triunfo del grupo en contra de la libertad de pensamiento y la autocrítica. De aquí lo que se deduce es que además de eliminar la libertad individual, los partidos no persiguen el bien común, sino, el poder. Ése es el objetivo, por más que la demagogia nos quiera engañar, aunque incluso ellos, se autoengañen. Farsa, no democracia, es lo que tenemos.

 

            Por último, dos argumentos más. Los partidos mayoritarios no quieren, en primer lugar, una reforma de la ley electoral, ni una reforma de los partidos. Ambas reformas irían en contra de su lucha por el poder y a favor del bien común, lo cual si hablaría de su excelencia, nobleza y dignidad. Desarrollemos un poco esto. La ley de partidos garantiza la financiación de los mismos, entre muchas otras cosas, y las listas cerradas. La financiación es un tema altamente delicado. Los partidos políticos, como los sindicatos, no pueden mantenerse por sus afiliados y por la subvención pública, por ello necesitan de las donaciones privadas. Para mantener en marcha un partido mayoritario hace falta mucho dinero. Y aquí entra un factor importante. Quienes ganan las elecciones son los que cuentan con mayor financiación. Y esto abre las puertas directamente a la corrupción, por un lado, y a la alianza entre el poder político y el económico por otro. Creo que en estos teje y manejes de los partidos el bien común ni se les pasa por la imaginación. En segundo lugar, y en el caso de España, la reforma electoral, exigiría una mejor redistribución de la representatividad del voto que viola el principio democrático de una persona un voto. Ni los partidos mayoritarios, ni los nacionalistas, admiten una reforma de la ley electoral. Esto no es buscar el bien común, esto es perseguir el interés particular del partido y una amplia cuota de poder a costa de la falsa representatividad de los ciudadanos. La ley electoral es una de las mayores farsas democráticas que vivimos hoy en día que da lugar a la violación fundamental del principio básico de la democracia y establece un bipartidismo en el que lo que se da es una ausencia total de pluralidad de ideas y el triunfo de un pensamiento único. Si a esto le sumamos que los partidos se hacen con los medios de comunicación, entonces, lo que tenemos es una especie de fascismo que lo que pretende es mantener una partitocracia oligárquica. Esto es, una plutocracia. Esta forma de democracia liberal, que nuestros políticos defienden como una religión, lo que ha hecho ha sido vaciar de contenido la democracia y la ha reducido a un mero ritual. Como conclusión afirmo que defender que la actividad política es la acción más noble a la que se puede dedicar alguien, hoy en día, es ingenuidad, ignorancia, o, peor, cinismo.

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